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Los 80 y el presente

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Matías Wolff
Por : Matías Wolff Antropólogo y militante de Revolución Democrática.
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El juicio sobre esa historia común, la nuestra y la de los Herrera López, tendrá consecuencias sobre la forma en que entendemos lo que vivimos hoy. En un momento en que la transformación social vuelve a aparecer como una bandera legítima por primera vez desde aquella década gris y truncada, la ficción televisiva como artefacto de representación social y cultural tiene una responsabilidad fundamental. “Los 80” ha honrado esa consciencia en sus anteriores temporadas y no cabe duda de que lo hará este domingo. Por lo mismo, lo que diga en ese episodio final no dará lo mismo.


El inminente final de “Los 80” el próximo domingo debería suscitar algo más de reflexión de la que ha habido hasta hoy. Aunque se trata de una de las series más vistas y exitosas de los últimos años en Chile, las discusiones que se están teniendo respecto a su desenlace, tras ocho temporadas al aire, son casi nulas. Algunos diarios reportan lo ocurrido en cada capítulo mientras se acerca el final de la serie, pero los columnistas, los críticos y la propia televisión no hacen demasiados esfuerzos por preguntarse qué ha significado en términos culturales, sociales y políticos el fenómeno televisivo producido por Canal 13 que está a un episodio de bajar el telón. Y, más importante aún, cuáles serán las lecciones que dejará cuando esto ocurra.

Alguien muy reacio a ver en la televisión un espacio de verdadera formación cultural –ya sea por un afán elitista o porque extiende sobre ella la levedad de la oferta televisiva actual, poco importa–, podría pensar que es exagerado decir lo anterior. Pero si uno observa la importancia que tienen hoy las series dramáticas de ese tipo en la industria cultural mundial, y la circulación interminable que presentan en la Red, cualquiera podría entender que no se trata de un tema insignificante. Por el contrario, para aquél que se formó delante de una pantalla –justamente a partir de la década de los 80 en adelante–, lo dicho no sólo resultaría trivial, sino rayano en lo burdo. Cualquiera que estuvo por decenios mirando la pantalla sabe de sobra que gran parte de sus referentes culturales universales son los capítulos de alguna serie, dibujo animado o momento histórico político retratado por algún programa de televisión. Desde ese punto de vista, “Los 80” es Historia desde el momento en que comenzó a emitirse y ahí radica la importancia respecto a la interpretación de su legado.

[cita]El juicio sobre esa historia común, la nuestra y la de los Herrera López, tendrá consecuencias sobre la forma en que entendemos lo que vivimos hoy. En un momento en que la transformación social vuelve a aparecer como una bandera legítima por primera vez desde aquella década gris y truncada, la ficción televisiva como artefacto de representación social y cultural tiene una responsabilidad fundamental. “Los 80” ha honrado esa consciencia en sus anteriores temporadas y no cabe duda de que lo hará este domingo. Por lo mismo, lo que diga en ese episodio final no dará lo mismo.[/cita]

Recuerdo que cuando me enteré que Canal 13 haría una serie sobre los años en que yo nací, me sentí estafado. Me parecía tan evidente que lo que hicieran tendría la impronta de esa tele pelotuda de los años dos mil, que no era exagerado pensar que se trataría de una “historia oficial”, emotiva y muy conservadora, de la década en que se produjo la emergencia del nuevo Chile, neoliberal y jaguar. En un sentido esta intuición fue correcta: la serie tuvo siempre evidentes ambiciones historiográficas que se expresaron sobre todo en la obsesión de Rodrigo Bazaes en la dirección de arte o en la meticulosa exploración del archivo televisivo a cargo de Sergio Durán, que otorga el contexto histórico y político en imágenes para cada episodio. Donde mi prejuicio sí falló, sin embargo, fue en el nivel de profundidad y de complejidad que tendría el discurso acerca de aquella década decisiva.

El neorrealismo casi paradigmático que nos entrega la producción de Boris Quercia, con su tremenda carga de melodrama incluida, han logrado construir la atmósfera de esos años desde puntos de vista muy diferentes, integrando la transformación política y cultural de ese momento en un puñado de personajes entrañables y situaciones cotidianas que dejaron pocos mundos sin explorar. La pobreza atávica, el temor cotidiano, la politización a tientas, el terror intempestivo, el escape del conservadurismo mediante el consumo y el exceso, todos temas que nadie que viviera en esos años podría dejar de reconocer como claves para entender ese pasado y sus consecuencias actuales.

La apuesta de esta temporada final ha profundizado esta pretensión historiográfica mediante el uso del viaje al presente y el desarrollo de una historia paralela –casi un cortometraje anclado sobre la serie– respecto a las “consecuencias” de lo que le ocurrió a la familia Herrera López en los 25 años que separan el final de la Dictadura y este tenso 2014. Centrado en la problemática figura de Félix, la “víctima” más afectada por la crisis familiar, la serie está conversando con un presente donde la efervescencia social y las promesas de cambio surgidas en 2011, comienzan a perder su potencia entre juicios de cooptación y desgaste del manido “movimiento social”.

En ese sentido, la importancia de la serie cobra una nueva dimensión desde el momento en que hace explícita su lectura de la relación entre el momento actual y lo ocurrido en esos años. La forma en que se resuelvan tanto el conflicto actual –¿cómo se “redimirá” este Félix representante del cinismo y la desafección de los 90 y los 2000?– como el del pasado –¿terminarán Juan y Ana juntos o separados en vísperas de la democracia?–, entregará una tesis cultural y política acerca del sentido genealógico de los años 80 sobre el momento presente. Un intento no sólo de entender el significado de esa década para la posteridad, sino una propuesta de lectura irremediablemente jugada, pues no habrá oportunidad de cambiar de rumbos en una nueva temporada.

¿Qué queremos que ocurra? Para los que hemos seguido la serie junto a otras personas queridas –padres, parejas, hermanos, amigos– que, al igual que nosotros vivieron esos años y se identificaron con lo que ahí se ha retratado, la respuesta no es trivial. No será lo mismo si Ana y Juan se separan que si deciden quedarse juntos; será muy distinto si Claudia y Martín toman parte en el conflicto familiar para reunirlos o para ayudarlos a aceptar su separación; o si Félix enmienda su rumbo tras veinticinco años de perplejidad y autocomplacencia y, recordando lo que vivió con Sybilla, decide escapar al confort de su relativismo, reconociendo lo que hizo o dejó de hacer tras el accidente.

El juicio sobre esa historia común, la nuestra y la de los Herrera López, tendrá consecuencias sobre la forma en que entendemos lo que vivimos hoy. En un momento en que la transformación social vuelve a aparecer como una bandera legítima por primera vez desde aquella década gris y truncada, la ficción televisiva como artefacto de representación social y cultural tiene una responsabilidad fundamental. “Los 80” ha honrado esa consciencia en sus anteriores temporadas y no cabe duda de que lo hará este domingo. Por lo mismo, lo que diga en ese episodio final no dará lo mismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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