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¿Debemos seguir siendo Charlie Hebdo?

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Alejandro Pelfini
Por : Alejandro Pelfini Director de Posgrados - Facultad de Ciencias Sociales Universidad del Salvador
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Los autores de las sátiras podrán haberse dirigido a un público ilustrado y parisino entrenado en decodificar este tipos de mensajes, pero los mismos son recibidos –e incomprendidos– casi instantáneamente no sólo en Damasco, Teherán o Argel sino que en un suburbio de cualquier ciudad francesa.


Imposible no solidarizarse con las víctimas del atentado sufrido por la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo ni impresionarse con la magnitud de las manifestaciones en Francia y en varios lugares del mundo, rechazando cualquier forma de terrorismo y de amenaza a la libertad de prensa. No obstante, y a mi juicio, el nudo del problema no está en el presente y en la condena a un salvaje acto de violencia, sino más bien en la dificultad que muestra Occidente (y Europa Occidental en particular) para aprender de sus excesos y revisar sus acciones. En este sentido, la proclama sería menos “Yo soy Charlie Hebdo (“Je suis Charlie Hebdo”) y más bien preguntarse, primero, hasta qué punto uno podría haber sido Charlie Hebdo, es decir, hasta dónde uno podría compartir el tono, el estilo y el sentido de la oportunidad de las sátiras sobre Mahoma y luego reproducidas sin control alguno por otros tantos medios occidentales; pasando luego a preguntarse hasta qué punto uno debería seguir siendo Charlie Hebdo cuando en la reacción al atentado terrorista no se hace más que redoblar la apuesta por la sacrosanta libertad de expresión sin haber atendido a los efectos de un mensaje en el otro ni a sus posibles reacciones.

Personalmente no deja de impresionarme lo poco que Europa Occidental ha aprendido de la experiencia con las caricaturas de Mahoma publicadas por el periódico danés Jyllands-Posten en el año 2005. En esa oportunidad, por suerte no se sufrió un atentado terrorista, pero sí se extendieron dramáticas protestas a lo largo del mundo islámico en las que también hubo que lamentar víctimas. La respuesta del periódico y del gobierno danés fue reafirmar el derecho a la libertad de expresión sin retractarse ni disculparse por los efectos de la sátira.

[cita]Los autores de las sátiras podrán haberse dirigido a un público ilustrado y parisino entrenado en decodificar este tipos de mensajes, pero los mismos son recibidos –e incomprendidos– casi instantáneamente no sólo en Damasco, Teherán o Argel sino que en un suburbio de cualquier ciudad francesa.[/cita]

Ahora, otra vez pareciera que no hubiera límites al liberalismo ni a la autonomía individual. En este sentido, planteo la siguiente tesis: por más progresista y moderna que se presenta esta posición, en realidad está presa de ilusiones eurocéntricas del siglo XIX, en las que los medios de comunicación se dirigen a audiencias dentro de esferas públicas nacionales. En cambio, actuando en esferas públicas crecientemente transnacionales los medios deben atender los valores y expectativas de públicos no familiares y atenerse a otros principios además de la libertad de expresión. Expliquémoslo: Jürgen Habermas, en su obra La Transformación Estructural de la Esfera Pública (publicada en 1962 y mal traducida al castellano como Historia y Crítica de la Opinión Pública, Barcelona: Gustavo Gili, 1981), concebía a la esfera pública como un ámbito de discusión libre y racional amenazado a partir del siglo XX por la manipulación y el control del Estado y de los intereses económicos de los dueños de los medios de comunicación y sus sponsors. Bien, ese es el debate clásico.

Sin embargo, desde hace al menos un par de décadas venimos asistiendo al pasaje de esferas públicas nacionales a unas transnacionales: si en las primeras prima un público homogéneo con un lenguaje, valores y memoria similares y dominantes, y donde los mensajes quedan recluidos al medio específico que los generó, las esferas públicas transnacionales tienen límites difusos, constan de públicos diversos con lenguajes, valores y memorias no sólo diferentes sino que a veces contrapuestos y donde los mensajes pueden ser reproducidos ad eternum y fuera del contexto donde se generaron. Los autores de las sátiras podrán haberse dirigido a un público ilustrado y parisino entrenado en decodificar este tipos de mensajes, pero los mismos son recibidos –e incomprendidos– casi instantáneamente no sólo en Damasco, Teherán o Argel sino que en un suburbio de cualquier ciudad francesa.

Cuando en la respuesta al atentado no se registra el menor atisbo de revisión, de disculpa o de consciencia de haber ofendido a otro (aun cuando no se puedan comprender cabalmente sus razones) sino que se vuelve a recurrir a la indiscutida defensa de la libertad de expresión, Occidente no hace más que perseverar en la senda ya conocida de promover un universalismo abstracto a partir de sus propios valores. En cambio, en las condiciones de una Modernidad Plural y con esferas públicas transnacionales, más que perseguir el consenso en torno a una única noción del bien, el no herir al otro debe convertirse en el imperativo fundamental de un cosmopolitismo minimalista (Linklater, Andrew: “Public Spheres and Civilizing Processes”, Theory, Culture & Society, Vol. 24(4), 2007, pp. 31-37).

El desafío no es pretender convencer al otro de la superioridad de nuestros valores sino que, aceptando la inconmensurabilidad de los mismos, generar normas de convivencia en un mundo donde los extraños son –paradójicamente– cada vez más cercanos. Mientras tanto, continuar considerando que hay valores no negociables es favorecer el fundamentalismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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