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Charlie Hebdo: la risa absoluta Opinión

Charlie Hebdo: la risa absoluta

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Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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De este lado, nos atemoriza y repugna el carácter inmediatamente moral y político que el Islam, al menos en sus expresiones más radicales, atribuye a su doctrina. Del otro, como parece desprenderse del episodio Charlie Hebdo, se trata de lo absoluto de nuestra risa.


La reciente masacre del personal de la revista francesa Charlie Hebdo pone en primer plano el agudo conflicto entre el Islam radical y el mundo de la hipermodernidad contemporánea. Más allá de los llamados a la tolerancia, cualquier estrategia de contención de la violencia proveniente de ambos lados, si tal cosa fuese aún posible, debiera partir por intentar comprender a fondo lo que está en juego. Las líneas que siguen pretenden ser una contribución en ese sentido. En lo fundamental, sostengo que se trata de un conflicto entre religiones, es decir, entre formas de procesar socialmente las convicciones, con el carácter absoluto, incondicionado, que les es propio.

Esta afirmación puede resultar desconcertante: ¿acaso los estados laicos modernos no se precian, y con razón, de ser neutrales respecto a las creencias religiosas? ¿No sería entonces absurdo pretender hacer del laicismo una forma de religión, a la par con el Islam?

Efectivamente, los estados modernos son neutrales respecto a las creencias. Pero, para que esto sea posible, las convicciones han de ser sometidas a un soterrado proceso de neutralización, en virtud del cual pasan a ser, precisamente, ‘creencias’, ‘valores’. Es decir, convicciones privatizadas, confinadas a la interioridad del individuo o de una comunidad de fieles. El estado moderno se yergue en protector de la libertad de culto y opinión; el espacio público moderno se presenta como una cancha pareja, como un juego en el cual –pero atención: siempre y cuando se acaten las reglas– todas las posiciones en torno a ‘cuestiones valóricas’ tienen la misma oportunidad. Pero no hay protección sin obligación: la misma barrera que defiende estas libertades determina que quienes pretendan gozar de ellas, han  de interiorizar a la vez, desde la más temprana infancia, la sutil disciplina que se requiere para dejar a un lado todo intento de trasponer sus límites. En otras palabras, han de aceptar que en la esfera pública no se trata de convicciones sino de valores, en cuanto tales inherentemente relativos. Y, como escribió alguna vez Martin Heidegger –y cualquier revolucionario suscribiría sus palabras– ‘nadie muere por meros valores’.

[cita] A menudo reaccionamos con escándalo ante la noción islámica de la Sharia, la ley islámica. Esto se debe a que no percibimos la Sharia que nos rige: su paradójica invisibilidad es la mejor garantía de su eficacia. En el mejor de los mundos posibles, deberíamos ser capaces de comprender que nuestros usos y costumbres pueden ser, para el mundo islámico, tan escandalosos e inaceptables como los suyos suelen ser para nosotros.[/cita]

Es por eso que el caso Charlie Hebdo tiene una significación que va más allá de una matanza. Pues Cabu, Charb, Tignous, Wolinski, por nombrar sólo a algunas de las más célebres víctimas de la masacre, operaban bajo el escudo protector de la libertad de expresión. Más aún: el humor político contemporáneo, del que Charlie Hebdo ha sido exponente paradigmático, ha llevado esta libertad al límite. Así, y cito al columnista local Pedro Cayuqueo escribiendo pocos días después de la masacre y refiriéndose a estas víctimas, «Mahoma, Buda o Jesucristo  […] o bien Sarkozy, Hollande, Le Pen […] les daba exactamente lo mismo» («La libertad acribillada», La Tercera, Reportajes, 11 / 01 /2015, pp. 26-27). En otras palabras, convicciones sustantivas sobre la vida humana que alguna vez suscitaron la fe de la humanidad entera; ideas políticas que hasta hace sólo poco más de medio siglo hicieron del planeta entero su campo de batalla: todo aquello, bajo la corrosión implacable del humor, termina dando «exactamente lo mismo».

No corresponde aquí condenar ni celebrar, sino más bien observar cómo la lógica de la modernidad capitalista (redundancia: no hay otra) se despliega extensiva e intensivamente hasta sus últimas consecuencias: «Todo lo sólido se desvanece en el aire», como bien lo supo entender Marx. Y es una lógica que alcanza su culminación, no en el terreno de la economía, sino en el de la cultura: en ella se lleva a cabo, en efecto, la más radical trasmutación de las convicciones en valores, y se prepara el terreno, con el concepto de valor, precisamente, como gozne, para la expansión sin trabas de la cuantificación y de los mercados.

El humor político al estilo de Charlie Hebdo se rige en principio por la consigna de Voltaire: «Debemos poner a la risa de nuestro lado». No imaginó al parecer Voltaire que la risa pudiese carecer de «lado»; que, en su espíritu nihilista radical, la risa pudiese hacer de hazmerreír de los propios reidores ilustrados y de sus ideas; de que ella fuese portadora de un principio superior, el de reír sin distinciones, absolutamente. De modo que, en esta risa tornada absoluta, y no en las sensatas ideas ilustradas –tampoco en el «progresismo» contemporáneo– el principio rector del mundo moderno se realizaría plenamente. Realización en la que tal principio se mostraría como lo que siempre fue: un imperativo categórico, incondicional, absoluto, que impone neutralizar, expulsar lo absoluto del mundo. Y que es correlativo a la necesidad, también absoluta, de protección policial por parte del Estado. El célebre psicoanalista francés Jacques-Alain Miller, en una serie de columnas publicadas por estos días en la edición electrónica del semanario Le Point, ha llamado la atención sobre esta correlación; en una de ellas, sugerentemente titulada «El amor por la policía«, hace notar el «fenómeno inédito» constituido por «el favor, el fervor que la policía ha recibido de la población parisina [en la manifestación d]el domingo pasado». «Se diría –agrega– que Francia experimenta un verdadero enamoramiento por su policía».

Este paradójico imperativo de neutralización –y de protección policial mediante la cual la ley adquiere fuerza efectiva– hunde sus raíces en los orígenes del mundo moderno y su ruptura radical con la Cristiandad Medieval. No se trataba entonces de creencias o valores, sino de convicciones absolutas, por la cuales muchos dieron la vida: de hecho, las Guerras de Religión desencadenadas por la Reforma Protestante, que se extendieron por más de un siglo (1525 a 1648), tuvieron como resultado una de las mayores carnicerías en la historia de la humanidad (en Alemania, según algunas estimaciones, el 30% de la población fue masacrado; en Bohemia –la actual República Checa– la cifra pudo elevarse al 50%; Francia e Inglaterra tampoco lo hicieron mal).

Con la Reforma Protestante se establecen los fundamentos espirituales del mundo moderno, estrechamente asociados a sus emergentes aspectos sociales, económicos y políticos. Se trata, más precisamente, de la ruptura entre dos estrategias opuestas para procesar socialmente lo absoluto. La estrategia medieval admitía la expresión de lo absoluto, pero lo confinaba al espacio de lo sagrado; lo sagrado es aquel espacio −más concretamente, el espacio delimitado por los muros de iglesias, catedrales y conventos− al interior del cual lo absoluto es venerado, pero también es mantenido a raya. En términos temporales, esta estrategia de confinamiento tiene su expresión en la escatología, la doctrina de la salvación: el absoluto puede ser afirmado, siempre y cuando su realización quede postergada para el fin de los tiempos. Los griegos quizás siguieron una estrategia similar: al dios Pan no se le permitía correr libremente por los campos; para impedirlo, se establecieron misterios y festivales.

Nuestra sociedad secular, en cambio, carece de tales estrategias. Es el producto, precisamente, del derrumbe del confinamiento medieval, y de la elevación de la certeza subjetiva, Reforma Protestante mediante, al sitial de la verdad. Paradigmático es el caso de Martín Lutero, convocado en abril de 1521 ante la asamblea de los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico –la llamada Dieta de Worms– con el propósito de que se retractase de sus Tesis. Allí Lutero reiteró su tajante rechazo a la autoridad de la institución eclesiástica; su testimonio concluyó con estas célebres y significativas palabras: «Mi conciencia es prisionera de la Palabra de Dios, y no puedo ni quiero revocar nada reconociendo que no es seguro o correcto actuar contra la conciencia. Que Dios me ayude. Amén».

Como estas palabras lo ponen en evidencia, con la Reforma la certeza de la conciencia individual «prisionera de la palabra de Dios» pasa a ser ilimitada, absoluta. Pero el desborde incontrolado de lo absoluto impide todo ordenamiento político. Por ello, para el pensamiento moderno, sólo lo condicionado, aquello que se presenta respaldado por evidencias empíricas, puede ser considerado verdadero; lo absoluto, en cambio, ha de ser expulsado del mundo. Y si entendemos por religión el conjunto de prácticas destinadas a tratar con lo absoluto, esta es nuestra religión, la religión de los modernos.

El famoso enunciado con el que el filósofo Ludwig Wittgenstein cerró su Tractatus Logico-Philosophicus, «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse», podría ser entendido como el único mandamiento de esta peculiar religión, tan minimalista como exigente. Es una prohibición; y prohibidos, excluidos, son aquellos enunciados que tratan de lo absoluto: los «juicios de valor absoluto», en la terminología de su «Conferencia sobre ética» (1929), juicios que, más adelante en el mismo texto, Wittgenstein análoga a los milagros. Pero tal exclusión de lo absoluto es, ella misma, absoluta; lo absoluto queda así paradójicamente incluido en el mundo moderno, como la condición de posibilidad, el fundamento de un mundo que lo excluye y que, por tanto, no puede representarlo sino como acontecimiento o excepción. En otras palabras, el desencantado mundo moderno excluye los milagros precisamente porque, en cuanto mundo, no es él mismo sino el milagro. A la manera de un agujero negro gravitacional, captura toda milagrosidad.

El estado moderno institucionaliza esta religión. En principio, surge para desarmar a los contendientes en las guerras de religión –guerras de lo absoluto–, monopolizando la violencia y ofreciendo, a cambio de obediencia, la protección de su fuerza de ley. Pero el desarme no es sólo físico, sino eminentemente espiritual: como Thomas Hobbes lo supo articular en su célebre Leviatán, sólo al soberano le competería decir la última palabra en cuestiones, sean científicas, político-morales o religiosas –la recta interpretación de la Escritura y la eventual y ya improbable validación de los milagros, muy particularmente– en que se trate de la verdad. Pero esa palabra última es absoluta: Verdad. El soberano se constituye, así, en esa modernidad emergente, en postrer exponente de lo absoluto. El célebre grabado que el mismo Hobbes ideó para la portada de su obra –su ejecución se atribuye al grabador Abraham Bosse– lo muestra como un hombre gigantesco cuya figura, amenazante y protectora –ya sabemos que la protección no es gratis– se yergue sobre la ciudad. Pero se trata ya de una figura de transición. Una figura que contempla a la ciudad –el Commonwealth, la república moderna– desde sus límites, y que, como el bíblico monstruo marino del que toma su nombre, parece estarse retirando desde la moderna «isla de la verdad» hacia el océano tormentoso que la circunda. O que, como el célebre Gato de Cheshire de Lewis Carroll (Las aventuras de Alicia en el país de la maravillas) se desvanece, pero deja su sonrisa, su gesto. Pues su presencia se ha vuelto prescindible, redundante, incómoda: una vez que el imperativo de neutralización ha sido puesto en marcha, los diversos subsistemas en que se diferencian internamente las sociedades modernas lo internalizan y distribuyen capilarmente por todos los órganos del cuerpo social. Y, como enseña Michel Foucault, para los individuos recalcitrantes, que se resisten a este aprendizaje, están esas instituciones amuralladas, el asilo de alienados o el presidio, como suerte de último refugio de los dioses y de sus fieles.

A menudo reaccionamos con escándalo ante la noción islámica de la Sharia, la ley islámica. Esto se debe a que no percibimos la Sharia que nos rige: su paradójica invisibilidad es la mejor garantía de su eficacia. En el mejor de los mundos posibles, deberíamos ser capaces de comprender que nuestros usos y costumbres pueden ser, para el mundo islámico, tan escandalosos e inaceptables como los suyos suelen ser para nosotros. Ellos tienen sus prohibiciones estrictas, sus extrañas prácticas corporales; aunque no nos sea dado percibirlas −¿acaso las perciben ellos?−; nosotros sin duda tenemos las nuestras. Cuando observamos nuestro cuerpo en el espejo, nos parece ver un cuerpo humano sin más; no lo percibimos como formado −ergo, deformado− por las prácticas peculiares de nuestra cultura. De modo que, en el mejor de los mundos posibles, debiéramos poder vivir en nuestra particularidad y dejar que otros vivan en la suya. ¿Por qué no podemos?

Incluso en los peores tiempos del viejo expansionismo imperial y del colonialismo europeo o islámico, la preocupación por el comportamiento de los infieles era, fundamentalmente, cuestión de los estados y la ley pública. Dejando a un lado ocasionales sueños húmedos orientalistas, a nadie quitaba el sueño que, por ejemplo, las mujeres fuesen incentivadas, ya fuera a ocultar piadosamente sus cuerpos, ya fuera a exhibirlo con orgullo o despreocupación en el espacio público.

Las redes globales de comunicación han cambiado todo esto. En nuestros lugares de trabajo y en nuestros dormitorios, y en todos los lugares intermedios, los seres humanos de ambos lados de la línea estamos constantemente expuestos al espectáculo de las extrañas costumbres del otro, el infiel. Y también al espectáculo de lo absoluto de su religión. De este lado, nos atemoriza y repugna el carácter inmediatamente moral y político que el Islam, al menos en sus expresiones más radicales, atribuye a su doctrina. Del otro, como parece desprenderse del episodio Charlie Hebdo, se trata de lo absoluto de nuestra risa. Y, a ambos lados, y más allá incluso del mejor juicio de las elites políticas, se instala un sentimiento que puede articularse recurriendo a otra famosa consigna de Voltaire: «¡Hay que aplastar al infame!».

En un poema publicado en 1925, «The Hollow Men» («Los hombres huecos»), el poeta T. S. Eliot conjeturaba que nuestro mundo concluiría, «no con un explosión, sino con un gemido». Cabe considerar otra posibilidad: la risotada.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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