Si nos remitimos a la literatura clásica, se define aborto –según la OMS– “como la interrupción del embarazo antes de la viabilidad fetal. La viabilidad fetal es un concepto que involucra aspectos epidemiológicos antropométricos y clínicos. Es así como se considera la edad gestacional de 22 semanas, el peso fetal de 500 gr longitud céfalo nalgas de 25 cm”. Si la leemos con detención, nos damos cuenta que esta definición remite a aspectos puramente epidemiológicos, es decir, índices y variables cuantificables, obviando referentes teóricos o ideológicos.
En este contexto, el debate actual sobre el tema en Chile se supone que remite al llamado Aborto terapéutico o Aborto por razones médicas, el que en general se entiende médicamente como aquella interrupción de un embarazo cuando este pone en riesgo la vida de la madre. Algunos incluyen o más bien reemplazan el concepto de vida por el de salud de la madre, lo que amplía el espectro de injerencia sobre el que recaería su posible aplicación. ¿Se incluiría, así, el ámbito de la salud mental de la madre? ¿Cabría aquí su (des)equilibrio emocional frente a, por ejemplo, un embarazo producto de una violación o incesto?
[cita] Es relevante enfatizar también que el hecho objetivo de la existencia de una ley no implica la obligatoriedad de su ejecución, sino lo que hace es abrir la posibilidad y el derecho de ejercer la autonomía y la libertad en el ámbito de una decisión moral que tiene consecuencias –por cierto que las tiene–, pero que a la vez supone asumir que los o las principales involucrados/das tienen la capacidad de elegir, asumiendo las consecuencias de dicha decisión responsablemente. [/cita]
También encontramos el concepto de Aborto eugenésico, que es aquel que pretende la eliminación de un feto cuando se puede predecir con probabilidad o certeza que nacerá con un defecto o enfermedad, lo que implicaría, para algunos detractores, una suerte de discriminación que promovería el nacimiento sólo de aquel embrión y posterior feto apto genéticamente para asumir una vida normal.
Hasta acá podemos darnos cuenta que existe una variedad de terminologías y definiciones asociadas al tema del aborto, cada una con su sustento teórico y referente axiológico al momento de su posible ejecución. Lo complejo en este punto es fundamentalmente el ponerse de acuerdo respecto del alcance de estas definiciones, sobre todo cuando su posible concreción, en tanto que praxis médica, requiere de un sustento legal que la valide al momento de implementarse. En este punto, en el presente artículo, no desarrollaremos en profundidad los alcances penales del tema en Chile, por lo que los remitimos a una interesante tesis que ahonda sobre esto.
Si revisamos someramente la historia sanitaria de Chile respecto de este tema, debemos recordar que el llamado Aborto terapéutico estuvo permitido entre los años 1931 y 1989. El Código Sanitario en su artículo 119, autorizaba la realización de abortos terapéuticos en los siguientes términos:
“Artículo 119. Sólo con fines terapéuticos se podrá interrumpir el embarazo. Para proceder a esta intervención se requerirá la opinión documentada de dos médicos cirujanos”.
Esta disposición fue modificada por la Ley Nº 18.826, de 15 de septiembre de 1989, siendo reemplazada por la siguiente:
“Artículo 119. No podrá ejecutarse ninguna acción cuyo fin sea provocar un aborto”.
En términos simples, el aborto terapéutico estuvo permitido legal y sanitariamente en Chile, el cual fue suprimido por la Junta de Gobierno de la época, siendo esta una de las últimas leyes que se redactó durante el Gobierno Militar. Esto último es de suma importancia al momento de buscar fundamentos en el actual debate político-ético-religioso, que se ha instalado frente a su posible reinstalación en términos de ley. Existe un referente histórico que permitió esta práctica durante gran parte del siglo XX.
Ahora bien, más allá de los elementos antes indicados, hay un tema de fondo que atraviesa este debate y que es la dificultad o casi imposibilidad de precisar qué entendemos por vida o persona humana, y desde cuándo podemos establecer que estamos en presencia de un ser vivo. El estatuto jurídico del embrión, los fundamentos antropológico-filosóficos de la persona humana, la teología fundamental que sustenta el concepto de vida y, por cierto, los argumentos biológico-genéticos que intentan definir este concepto no se han puesto de acuerdo, y vemos difícil el arribo a una objetividad consensuada que permita establecer con claridad lo que se entiende por vida. Esto es un dato inobjetable de la causa y un elemento esencial que articula todo posible debate sobre el tema.
Lo interesante del debate político actual es que no hay un proyecto de ley concreto a debatir que haya sido propuesto por el actual Gobierno que permita establecer un horizonte de contrastación y que, al mismo tiempo, ordene el debate. Se ha dicho que estarían por patrocinar algún proyecto ya propuesto, a modo de soporte político. Al respecto, y a manera de ejemplo, reseñamos algunos de los proyectos sobre este tema, los cuales remiten al año 1991, donde se proponía modificar el artículo 119 del Código Sanitario en lo relativo al aborto terapéutico; el año 94 se propuso un Proyecto de ley que modifica el Código Penal en materia de aborto; el 2006 Sobre interrupción del embarazo; en el año 2009 se planteó un Proyecto de Ley Sobre interrupción terapéutica del embarazo; y el 2013 una indicación sobre la Interrupción legal del embarazo por razones terapéuticas, entre otros proyectos de ley, fueron presentados en el Congreso.
Es de suyo esencial que el actual Gobierno explicite en forma clara qué es lo que busca respecto de este tema, y no sólo abrir un debate, que es necesario, sino que se tenga claridad sobre el punto de llegada de esta discusión que enfrenta posturas no sólo valóricas sino también políticas. Los diputados y senadores deben responder frente a los electores que los escogieron como sus intermediarios, por lo que al momento de argumentar deben tener en cuenta no sólo sus personales posturas al respecto sino también lo que la sociedad espera de ellos, en tanto y en cuanto son sus representantes.
Con sorpresa, suspicacia y cierta incredulidad leemos y escuchamos todos los días opiniones respecto del aborto, a través de los medios de comunicación escritos y visuales, momento en que sólo asistimos a lugares comunes y a una ausencia de fundamentos; y cuando estos aparecen, casi siempre tienen una raigambre religiosa antes que filosófica, es decir, argumentos de fe y no de razón. La realidad del aborto terapéutico en el mundo muestra que Chile es uno de los cinco países, incluido el Vaticano por cierto, en el que no está legislada su posibilidad de aplicación frente al riesgo para la vida de la madre gestante. Lo anterior no puede ni debe obviarse en un debate que debiera estar a la altura de un país que promueve la libertad de emprender, de innovar pero que, cuando a temas valóricos se refiere, es finalmente el Estado el que decide.
El Gobierno debe precisar si lo que busca es la despenalización (suprimir el carácter penal de un acto que se considera ilegal) o la legalización del aborto (una conducta, antes prohibida, fuera de la ley, pasa a estar permitida), haciendo énfasis en el concepto que acompaña a aborto: terapéutico. La discusión no debe confundir a la opinión pública sino aclarar lo que se pretende debatir, esto es, la legitimidad de una decisión que, siendo personal y privada, se sustenta al mismo tiempo principalmente en la opinión fundada de los profesionales de la salud, que son en definitiva quienes tienen los conocimientos respecto del tema, pero que en este contexto elaboran argumentos que debieran ser considerados por quien en definitiva opta, es decir, quien ejerce su libertad. Desde Sartre se entiende, en el ámbito moral, la importancia de asumir la libertad como un ejercicio práctico que coge su sentido esencialmente en el momento en que optamos frente a un abanico de posibilidades. El acto de decidir se valida moralmente siempre y cuando existan efectivamente opciones de escoger, lo que retrotrae a quien decide la asunción de la responsabilidad y de las posibles consecuencias aparejadas a tal decisión. En este sentido, nadie decide por mí, por lo que no puedo echarle la culpa a otro de los efectos implícitos en toda decisión de este tipo.
Es relevante enfatizar también que el hecho objetivo de la existencia de una ley no implica la obligatoriedad de su ejecución, sino lo que hace es abrir la posibilidad y el derecho de ejercer la autonomía y la libertad en el ámbito de una decisión moral que tiene consecuencias –por cierto que las tiene–, pero que a la vez supone asumir que los o las principales involucrados/das tienen la capacidad de elegir, asumiendo las consecuencias de dicha decisión responsablemente. Ya hemos enfatizado que la responsabilidad moral es siempre individual y remite, en definitiva, a las convicciones personales e individuales que pongo en juego al momento de tomar una decisión.