Aquello que circuló como un lema en los imaginarios de la transición: cautela, responsabilidad política o moderación ante riesgo de regresión autoritaria, no era solo una cuestión de temor frente a una derecha siempre vigilante, sino una forma de vida (un ethos gestional) incubado en los gobiernos concertacionistas, allí donde dinero y política son una misma cosa.
En 1934 Santos Discépolo, él filosofo del tango, escribía Cambalache: “… ¡hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor!, ¡ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador!… ¡nada es mejor!, ¡lo mismo un burro que un gran profesor!”. No cabe duda que la mirada de un moralista decepcionado instalaba la pesadumbre sobre la moral de Occidente. Por estos días en que las influencias de la dominación envilecen a la clase política, aparece un nuevo mecanismo de producción de utilidades, que es la “punta de lanza” de otras distorsiones sedimentadas bajo la democracia concertacionista. La clase política, fiel a un cierto protocolo de consensos y sobriedades, ha comenzado a mostrar brotes de una gradual argentinización. En este sentido la Penta-política es el descriptor de un sistema de dádivas que afecta transversalmente a los actores del nuevo duopolio.
El último mes se ha caracterizado por un “festín mediático”. La crisis doctrinaria de la derecha pinochetista agudizada “fatídicamente” por el impacto de la Penta-política ha marcado el paisaje medial. Las conocidas secuelas que enlodan al integrismo y confirman el desdibujamiento identitario de la extrema derecha, también representan el último eslabón de una derecha postestatal, oligopólica y bananera que, en nombre de las tesis de Jaime Guzmán –pragmatismo neoliberal y conservadurismo valórico–, constituye el último síntoma de aquello que Mario Góngora denunciara en sus trabajos del año 1981 (… la cruzada liberalizante de los «Chicagos boys» y la crisis de la narrativa nacional). El advenimiento full time de la “sociedad de consumo” (Milton Friedman y otros). Quizás este “festín mediático”, verdadero carnaval de sarcasmos, era una explosión social esperada por la ciudadanía sobre una casta política que se pensaba a sí misma como “intocable” e “impenetrable” en el ejercicio impune de la dominación. La puesta en evidencia de la “impudicia” entre dinero y política, no solo deja a la derecha a la intemperie, en una fragilidad política irreversible, sino que también queda desmantelada de su aura de poder en las sombras –expuesta a una ruina doctrinaria– que deja entrever una política sin horizonte posible para el mundo conservador.
[cita] La receta de la moderación y la política de la responsabilidad quedan sin contexto político-social después de las fechorías y miserias que se enrostran los propios dirigentes políticos de la derecha, así como también el enfrentamiento entre los mismos empresarios frente a la producción de dinero sucio. Entonces, tras esta derrota de la subjetividad del mundo conservador, ¿qué falta para que los dirigentes de la Nueva Mayoría pierdan los temores que impone el realismo y asuman una tarea de efectiva transformación del modelo económico-social? [/cita]
Ante un exceso de codicia quedan atrás esas diatribas discursivas que declaraban interdicto todo proyecto de transformación social, pero que sin embargo lograron penetrar en cierto imaginario nacional de fines de los años 90, vinculando la política gerencial con los problemas concretos de la gente. Para la nostalgia cercana, quedan esos rituales entusiastas entre Pablo Longueira y Joaquín Lavín, creyendo haber encontrado la fórmula electoral de la clase media, para que la derecha pudiera a restituir la noción autoritaria de orden, ahora maquillada con el tinte de la democracia concertacionista.
De tal suerte que el impulso fallido de la derecha del siglo XXI profundiza esa línea de continuidad política con el pasado pinochetista y su sello de una política gerenciada no se hace esperar. Joaquín Lavín, Pablo Zalaquet, entre otros, refuerzan el eje entre política-orden y gestión: sólo baste recordar las medidas efímeras de “autitos de control ciudadano” y guardias montados en andamios en el Paseo Ahumada, etc. La vigilancia urbana y el control social como paradigmas doctrinarios, que sostuvieron cierta narrativa política, en que la derecha creyó haber encontrado la rueda de la fortuna de la adhesión electoral.
Es por eso que no resultó extraño que la campaña electoral de Sebastián Piñera se sostuviera sobre la idea de la “seguridad ciudadana” (¡fin de la fiesta!), orden, asepsia y diversidad decorativa. La derecha, en ese momento, tenía en sus manos el Gobierno para llevar a cabo sus afanes de control ciudadano y orden social. La política pensada estrechamente como gestión, ponía al Gobierno de Piñera en una balanza comparativa –que a ellos mismos les interesaba– para diferenciarse de la mediocridad en las formas de gestionar la política y la economía neoliberal en la Concertación. Por de pronto, la derecha no hizo otra cosa que torpedearse a sí misma, al no poder mostrar un cambio en lo que ellos catalogaban “mejor gestión económica del modelo”, y concretar las promesas de disminuir los indicadores de inseguridad ciudadana durante el Piñerismo.
Cuando la Concertación pierde la elección el año 2010, se pensaba en el fin de una forma de hacer política, sostenida en el “cinismo ideológico”. Se dejaba entrever una crisis doctrinaria de la razón gestional y la política instrumental. Al contrario de la derecha, los partidos de la Concertación disimularon muy bien la crisis de sentido del proyecto político transicional y, con una insospechada capacidad de mimesis social, lograron entremezclarse con las marchas estudiantiles, retomaron las pancartas de fines de los años 80, se acoplaron ladinamente a los movimientos de ciudadanía del 2011 –sugiriendo una superación de los pactos transicionales inaugurados bajo la Doctrina Boeninger–.
Tras la crisis del 2011 tuvo lugar la reconfiguración en otro referente electoral, que disimularía el desprestigio final de la Concertación. De aquí en más la Nueva Mayoría aparece como una supuesta nueva fuerza, que enfrentaría cambios sustantivos a la estructura socioeconómica del país. Salvo el ingrediente “novedoso” del ingreso del Partido Comunista a la coalición, esta debía mostrar credenciales políticas genuinas de implementar un cambio significativo del modelo económico heredado de la modernización pinochetista. Una vez en el Gobierno, a partir del 2014, la apuesta por un “reformismo moderado” hacía prever la resurrección de los consensos, la política de la responsabilidad y los acuerdos en la cocina… atrás quedaban esos recuerdos cercanos de la importancia de la calle, de la voz ciudadana. Así, el malestar ciudadano volvía a ser archivado por la política institucional de los acuerdos. Nuevamente nos encontramos ad portas de una democracia de “baja intensidad” que busca erradicar la presión urbana. Contra la autonomía política de Gabriel Boric, en los últimos días la presidenta de la CUT llama insistentemente a sopesar que la movilización de masas no es el único expediente en la profundización democrática. ¿Qué se esconde tras este llamado sibilino que busca silenciar la protesta social?
Esta escena política, muy presente en el primer año del segundo Gobierno de Bachelet, reflota la disputa política del duopolio, predominante en las últimas décadas: “de quién gestiona mejor el modelo” y “quién lo corrige acertadamente”. La Nueva Mayoría no podía escapar a su alma ideológica, denunciada una década atrás por el diputado Aguiló, de estar en medio de dos derechas. La promesa de reformas ponía un acento distintivo sobre qué tipo de razón gestional ofrecía mejores reparos al modelo económico.
De este modo, la aprobación reciente de una serie de reformas prometidas en plena campaña electoral –trabajo, educación y políticas públicas– son maquilladas con un tinte progresista por la Nueva Mayoría, tras un escenario signado por una derecha política inundada en el más radical desprestigio. Se trata de una cuestión no menor, ya que durante los veinte años de la Concertación se apelaba reiteradamente a la moderación bajo una derecha omnipresente y vigilante de las agendas gubernamentales de la Concertación. A pesar de lo aparentemente significativo del proceso, estas reformas aprobadas en el Parlamento generan el “fanfarroneo” progresista de la Nueva Mayoría. Si bien el campo de la reforma se ha extendido, ello en ningún caso permite justificar fiestas comunicacionales, ni validaciones morales. La “cocina elitaria” se ha perpetuado como el centro de operaciones de los acuerdos entre políticos y empresarios, a pesar del impacto del “caso Penta”.
La receta de la moderación y la política de la responsabilidad quedan sin contexto político-social después de las fechorías y miserias que se enrostran los propios dirigentes políticos de la derecha, así como también el enfrentamiento entre los mismos empresarios frente a la producción de dinero sucio. Entonces, tras esta derrota de la subjetividad del mundo conservador, ¿qué falta para que los dirigentes de la Nueva Mayoría pierdan los temores que impone el realismo y asuman una tarea de efectiva transformación del modelo económico-social?
Al parecer, aquello que circuló como un lema en los imaginarios de la transición, es decir, cautela, responsabilidad política o moderación ante riesgo de regresión autoritaria, no era solo una cuestión de temor frente a una derecha siempre vigilante, sino una forma de vida (un ethos gestional) incubado en los gobiernos concertacionistas, allí donde dinero y política son una misma cosa. Solo ello explica esa extraña persistencia del integrismo que, aunque en el suelo –“noqueado” y “humillado”– por la miseria de sus actos, por sus negocios oscuros, desde el terraplén aún osa defenderse enrostrando los tráficos de influencia que recaen sobre las redes parentales (caso Dávalos) de la Nueva Mayoría.