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Una democracia plutocrática

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No parece que haya mucha solución a estos problemas: si se limita el gasto electoral se limita también la libertad de los ciudadanos para donar las causas de su preferencia. Por lo demás, no es difícil encontrar maneras de saltarse (legalmente) este tipo de restricciones.


Al parecer, el caso Dávalos –y otros que se están destapando– está opacando al caso Penta. Después de todo, parece más grave enriquecerse a costa de influencias poco claras y negocios avalados por el poder político que sustraerle al fisco cierta cantidad de tributos en el contexto del financiamiento de campañas políticas. Pero el caso Penta –y los demás–, a pesar de todo el escándalo que generó, no fue capaz de llevarnos al fondo del asunto: los problema de la democracia de masas.

Decía Richard M. Weaver, el gran retórico estadounidense, que cada época tiene sus términos o conceptos “dioses”, palabras tan aceptadas y queridas por el público, que generan aprobación inmediata y no pueden ser cuestionadas. En nuestro país, “democrático” es uno de esos términos. Dada nuestra historia reciente, entre otras cosas, todo lo que sea democrático nos parece bueno y a nadie se le ocurre cuestionar una frase como “los problemas de la democracia se arreglan con más democracia” proponiendo algo así como “los problemas del mercado se arreglan con más mercado”. Sin embargo, la democracia tiene sus problemas o conflictos internos, y si no se los mira de frente tienden a agravarse.

Nuestra democracia no es como el ideal de la democracia ateniense. En Atenas todo el mundo se conocía y los que tenían participación política eran pocos, aun así, la democracia ateniense fue presa de vicios que terminaron por destruirla. Nuestra democracia es de masas, por lo mismo, para ser elegido, hay que llegar a ser conocido por mucha gente, lo que implica que los medios de comunicación y los medios de financiamiento pasan a ser claves. No es que los cargos se puedan comprar directamente, pero la elección queda asociada al dinero. Democracia y plutocracia empiezan a confundirse. A esto se suma que la democracia electoral es un juego de suma cero: no hay premio de consuelo para el perdedor. Esto mismo hace que las campañas sean brutales y que, poco a poco, los que sobreviven en este ambiente sean los más violentos, astutos o con menos conciencia.

No parece que haya mucha solución a estos problemas: si se limita el gasto electoral se limita también la libertad de los ciudadanos para donar las causas de su preferencia. Por lo demás, no es difícil encontrar maneras de saltarse (legalmente) este tipo de restricciones. Además, una medida de ese tipo daría mucha ventaja al candidato que ya tenga un cargo, y por lo tanto ya sea conocido o pueda aparecer fácilmente en los medios de comunicación. Si el Estado se hace cargo de los gastos electorales, pasa lo mismo. No se trata lograr un sistema perfecto, que sólo puede existir con hombres perfectos, sino tener en mente estos problemas a la hora de observar y participar en política.

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