La casta política sabe perfectamente que no debe utilizar –al menos de manera abierta y pública– la otrora “llave maestra de la transición”. Sin embargo, el ritmo de los acontecimientos pareciese obligarla a utilizar el emblemático instrumento de la “política de los consensos”: ¿estará con ello cavando su propia tumba?
Una de las preguntas más inquietantes que deja abierta Alberto Mayol en su más reciente libro, La Nueva Mayoría y el Fantasma de la Concertación (2014), es si la intelligentsia del acuerdo político-programático gobernante seguirá empleando como táctica política los refinados mecanismos de contención utilizados por los gobiernos concertacionistas en los «gloriosos años transicionales”; años en los que las sucesivas administraciones que tuvieron su origen en el arcoíris, hicieron gala de su plena competencia para desactivar potenciales crisis de representatividad en un contexto marcado por los estrechos límites democráticos derivados de una transición pactada.
Durante aquel período, los gobiernos concertacionistas también demostraron su refinada experticia para neutralizar cada proyecto de articulación social que intentase criticar el abundante baño de legitimidad que su propia obra estaba imprimiendo a un modelo social que, entre sus efectos más devastadores, había convertido en costosas mercancías los múltiples derechos sociales conquistados por el ascenso organizativo de los sectores subalternos –populares y mesocráticos– en la larga travesía del siglo XX.
En este contexto, es curioso constatar cómo el dilema evidenciado por Alberto Mayol se entronca directamente con una de las interpretaciones otorgadas por Fernando Atria en su obra Neoliberalismo con rostro humano (2013), en particular, con aquella lectura que intenta explicar las variables históricas que condicionan la emergencia del masivo movimiento estudiantil, que logró poner en jaque al Gobierno de Sebastián Piñera, impugnando simultáneamente la soberanía del mercado tras la flameante bandera de ¡No al lucro!
[cita] La casta política sabe perfectamente que no debe utilizar –al menos de manera abierta y pública– la otrora “llave maestra de la transición”. Sin embargo, el ritmo de los acontecimientos pareciese obligarla a utilizar el emblemático instrumento de la “política de los consensos”: ¿estará con ello cavando su propia tumba? [/cita]
La derrota recibida por la Revolución Pingüina a manos de –vaya coincidencia– las “manos entrelazadas” de una clase política cerrada sobre sí misma (2007), se convirtió con el transcurrir de los años en una virtud. La experiencia histórica del fracaso no sólo permitió transformar la imagen de un exitoso hombre de negocios en un simple ícono juglaresco que terminó mitigando sus niveles de reprobación a punta de “Piñericosas”. La experiencia de la derrota también logró forzar la aparición de un fenómeno que llega a alcanzar la germinación de los síntomas que hoy procesamos bajo el rótulo de la “relación entre dinero y política”, esto es: el resquebrajamiento del consenso neoliberal forjado durante las últimas décadas.
¿Podrá la Nueva Mayoría invocar nuevamente el fantasma de su padre a fin de mantener en pie la cuestionada institucionalidad política del país? ¿Qué hacer cuando el último bastión de legitimidad del sistema político –el liderazgo carismático de Michelle Bachelet– comienza a ser puesto en tela de juicio?
Hace no más de tres meses, cierta intelectualidad asociada a la derecha recomendaba replicar los mecanismos de contención y neutralización de los “gloriosos años transicionales”. Desde su tribuna en La Tercera, Héctor Soto reprendía a la clase política en los siguientes términos: “Pongámonos serios: los acuerdos fueron, son y seguirán siendo el gran insumo de la política”. ¿Se habrá percatado el Sr. Soto que la principal consecuencia política de los ajetreados meses estivales radica en que la ciudadanía ha rememorado el amargo sabor de la derrota histórica sufrida a manos del acuerdo Lagos-Longueira (2003) en el contexto del MOP-Gate?
Más allá de esto, no cabe duda de que la casta política ha acusado recibo de esta consecuencia. Y es precisamente en este plano donde la situación se vuelve paradójica. La casta política sabe perfectamente que no debe utilizar –al menos de manera abierta y pública– la otrora “llave maestra de la transición”. Sin embargo, el ritmo de los acontecimientos pareciese obligarla a utilizar el emblemático instrumento de la “política de los consensos”: ¿estará con ello cavando su propia tumba?
Y es que, todos los proyectos que han intentado menguar la crisis de representatividad renegando de la práctica consensual, han acabado engrosando la larga lista de fracasos acumulados por la clase política tradicional. Basta con recapitular que el gobierno no sólo ha sido capaz de poner en escena el semblante acongojado de una madre dolida por el indebido actuar de su retoño; ¿y es que no es esta acción fallida la que, en última instancia, provocó la renuncia de la directora de la Secretaría de Comunicaciones, Paula Walker? En un acto no menos sublime, el Ejecutivo ha creado un Consejo Asesor Presidencial a fin de lavar la deteriorada imagen de la clase política con la pulcritud del juicio experto. Por su parte, la derecha política ha insistido con la bochornosa táctica del empate, agregando la “valiente y generosa” renuncia del presidente de la UDI.
Con este telón de fondo, la última táctica conocida por la opinión pública, referida al candente caso Soquimich, profundiza aún más la paradoja política envuelta en el asunto. En términos concretos, la operación tiene por objeto encapsular la compleja arista Soquimich a través de una clara intervención del Ejecutivo en la conducción del Servicio de Impuestos Internos, imprimiendo con ello un componente fáctico de proporciones similares a la reforma tributaria preparada –a la sazón del empresariado– en la “cocina de Fontaine”.
Parece altamente probable que esta nueva neutralización ejecutada por el Gobierno sea incorporada como un nuevo ítem en la lista de fracasos mencionada más arriba: la presión encabezada por el Ministerio Público y el apoyo transversal que esta gestión ha tenido por parte de la ciudadanía comienza a acoplarse rápidamente a los vaivenes de la crítica social. Ejemplo de ello ha sido el rotundo comentario expresado por Tomás Mosciatti a través de Radio Bío Bío: “El Servicio de Impuestos Internos ha traicionado la fe pública, ha traicionado a los chilenos”. ¿No se quedará corto Tomás Mosciatti al señalar solamente a la entidad tributaria como ejecutora de la traición? Vale la pena recordar aquí una de las piezas claves en el desenlace del relato bíblico: Judas nunca actuó sólo.
Como sea, en el caso de que el encapsulamiento aludido no surta los efectos esperados por la clase política: ¿qué posibilidades restan para que ésta viabilice la contención? Al parecer, y tal como en otras instancias, todos los caminos conducen al Tribunal Constitucional. ¿Logrará el último reducto de la “política de los acuerdos” capear el vendaval que comienza a observase en el horizonte?