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[Opinión] Hijos de: incesto y moral en la clase política chilena Opinión

[Opinión] Hijos de: incesto y moral en la clase política chilena

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Eda Cleary
Por : Eda Cleary Socióloga, doctorada en ciencias políticas y económicas en la Universidad de Aachen de Alemania Federal.
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El riesgo desorganizador de este desarrollo no fue medido ni siquiera por la vieja guardia, pues la generación incestuosa de recambio político no tenía siquiera conciencia de los privilegios, a diferencia de los progenitores, que practicaban con maestría la intriga política y el secretismo sin dejar huellas de sus actos. Estos herederos habían nacido y crecido convencidos de su derecho natural a disponer de lo propio y de lo ajeno (lo público), en un juego de Gobierno cuyas bases no eran la ley, sino que las relaciones familiares de las asociaciones partidarias.


El incesto es la mantención de relaciones sexuales entre miembros de una familia. Históricamente el incesto fue utilizado por monarcas, faraones y hasta por los mismos dioses de la mitología griega para mantener el poder sobre terceros. El final de estas historias siempre fue dramático. Solía terminar con dinastías de poder completas o con la muerte de sus protagonistas.

En el plano político, el incesto que viene produciéndose al interior de la clase dirigente chilena es evidente. Los políticos y sus familias se relacionan entre ellos y sus hijos se casan con las hijas de sus colegas, dando lugar a una “gran familia” cuyos tentáculos y relaciones personales han logrado ocupar la totalidad del espacio público, debilitando la independencia de los poderes del Estado y haciendo aparecer sus necesidades individuales como necesidades del Estado. Estas familias transitaban por la puerta giratoria entre el mundo privado y el público, borrando toda línea del “deber” de lo que antiguamente se conoció como las obligaciones del servidor público. Ahora era el servicio público el que los servía a ellos dentro o fuera del Estado. Era “llegar y llevar”.

[cita] El incesto que viene produciéndose al interior de la clase dirigente chilena es evidente. Los políticos y sus familias se relacionan entre ellos y sus hijos se casan con las hijas de sus colegas, dando lugar a una “gran familia” cuyos tentáculos y relaciones personales han logrado ocupar la totalidad del espacio público, debilitando la independencia de los poderes del Estado y haciendo aparecer sus necesidades individuales como necesidades del Estado. [/cita]

La fiesta del incesto político los llevó a crear un mundo de fantasías donde todo era posible. Durante más de dos décadas estos personajes desfilaban por la TV y las revistas del corazón para relatar sus anécdotas de vida, sus historias de amor y su autoconcedido “ADN” natural de “servicio público”. Surgió una generación de “hijos prodigios” de la vieja guardia de la izquierda a la derecha, que se sentían con todo el derecho de heredar los asientos que habían ocupado sus padres, como si el Estado/Gobierno  fuera una empresa particular. Su “nuevo” concepto del “deber” emanaba de su propia experiencia vital, donde todo era “acordable”. El deber ahora era su diligencia ante cualquier problema laboral que tuvieran en un sector del aparato público para organizar otra “oportunidad”, ya fuera en las empresas del Estado o en alguna empresa privada. El riesgo desorganizador de este desarrollo no fue medido ni siquiera por la vieja guardia, pues la generación incestuosa de recambio político no tenía siquiera conciencia de los privilegios, a diferencia de los progenitores, que practicaban con maestría la intriga política y el secretismo sin dejar huellas de sus actos. Estos herederos habían nacido y crecido convencidos de su derecho natural a disponer de lo propio y de lo ajeno (lo público), en un juego de Gobierno cuyas bases no eran la ley, sino que las relaciones familiares de las asociaciones partidarias. La transición chilena a la democracia era desde su particular visión la “más exitosa de la historia de Chile”. Su lógica era que lo “bueno” para ellos, era bueno para los demás.

Los niveles de alienación de la realidad y su narcisismo eran infinitos hasta que los negociados del hijo de la Presidenta los despertó de su “dulce sueño”, exponiéndolos a todos al público escrutinio y a la indignación popular.

Ya no cabía duda de cuáles habían sido los móviles de la casta dirigente cuando hacía caso omiso de las múltiples protestas por parte de las organizaciones sociales en contra de los abusos masivos de la banca, los servicios y las empresas, exigiéndole al Gobierno la debida regulación. Baste recordar a los mineros subcontratados, los mapuches, los profesores, los paramédicos, los estudiantes, los portuarios,  los pescadores, los sin casa, los estafados por Corfo, las becas estatales concedidas a hijos de políticos, las indemnizaciones millonarias para políticos y militares, los negocios político- empresariales, la especulación inmobiliaria, los escándalos medioambientales, la venta de los recursos naturales y la  criminalización de las protestas sociales, entre muchos otros.

Toda la lógica desmovilizadora y despolitizadora del duopolio parecía comprenderse como parte de una estrategia de mantención del poder ad eternum: la desciudadanización mediante el consumo a crédito, política del olvido como condición de “éxito” material, la mantención de la justicia militar, el financiamiento especial de las Fuerzas Armadas con el cobre, relativización de los crímenes de lesa humanidad, perdonazo al saqueo del Estado, instalación del lobby como oportunidad de negocios para ex políticos y/o asesores, y sobre todo el vaciamiento espiritual de la política. Nada se les escapaba: la TV, los diarios, el arte, los negocios, la diversión, la caridad, la chacota de las políticas y funcionarias que se peleaban por ser “reinas guachacas”, los deportes aventura, la moda, la literatura, la culinaria europea y los vinos finos. En suma, el duopolio político neoliberal de izquierda y derecha inauguró en Chile el “fin del hombre público”, para darles entrada a estos nuevos “rockstars” de la política que legitimaron la instalación del lucro individual sobre la base de los dineros públicos y  la moral sin obligaciones ni sanciones.

La experiencia chilena comprueba que la “moral sin deber ni sanción” sólo fue posible mientras se mantuvo el incesto político intacto y libre del control ciudadano. Es decir, mientras estas familias se condujeron en el área pública como si estuviesen en el living de su casa. Cuando les explotó Penta, los casos Dávalos y Soquimich, el hartazgo de la población era imparable frente a una casta cuyo éxito material había sido financiado por todos los chilenos. La irresponsabilidad llegaba a su fin y la impunidad de sus actos también. La “justicia en la medida de lo posible” de Aylwin, las “molestias” de Lagos por su nepotismo, las “razones de Estado” de Frei para salvar al dictador de la justicia internacional, la “educación como bien de consumo” de Piñera, y los “paso” y “yo no sabía” de Bachelet, eran vistos como lo que son: una ética libre del deber y el tratamiento de la política como un asunto familiar.

El final de esta historia está por verse, pero lo que se ha aprendido es que, cuando una casta política se transforma en una familia incestuosa y narcisista, se instala inevitablemente la irresponsabilidad de sus miembros y la disposición del resto a encubrirlos en una lógica endogámica que neutraliza sistemáticamente cualquier atisbo de control externo. La ley sólo es válida para la ciudadanía de a pie, y esta misma se comienza a concebir como una amenaza. No hay régimen político que haya podido sobrevivir a este fenómeno en la historia de la humanidad. Por ello, Chile no será la excepción. Como dice “Podemos” en España, en su lucha contra la corrupción del duopolio postdictatorial PSOE-PP, cuando los indignados logran darse una expresión política decente, con gente competente, empieza a sonar el “tic-tac” para la casta abusadora y se comienza a recuperar la dignidad de las personas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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