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Necromancia, teología, libertad académica

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Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Derechamente, si se lee con atención, se trata de hacer de los académicos –y en esto la adscripción laboral a la PUC es indiferente– funcionarios de una verdad que les es externa. ¿Qué piensan de esto los teólogos? ¿Y la autoridad de la PUC, qué opina?


¿Cuál podría ser la explicación de fondo para la desvinculación del profesor Costadoat de la Facultad de Teología de la PUC? Dado que la cuestión afecta a un teólogo, ¿no habrá que buscar una explicación teológica para este desgraciado asunto? En las líneas que siguen exploro esta posibilidad, leyendo con atención una carta enviada a El Mercurio por el decano de la Facultad de Derecho de la P. Universidad Católica de Chile, profesor Carlos Frontaura (Cartas al Director, 1 de abril 2015).

La carta en cuestión responde a una columna de Carlos Peña en ese mismo medio (‘El caso del Profesor Costadoat’, 29-03-2015). El Prof. Frontaura inicia su carta compartiendo la defensa de la libertad de cátedra hecha allí por Peña; se trataría, entiende Frontaura, de enfrentar «el peligro de desnaturalizar la razón por la ideología, como ocurrió en los totalitarismos materialistas del siglo XX». Llama desde ya la atención, por cierto, el calificativo «materialista», aplicado sin más no sólo al comunismo, sino también al nacionalsocialismo, pues este último fue más bien espiritualista: un vistazo al discurso rectoral del filósofo Martin Heidegger en 1933, «La autoafirmación de la universidad alemana» con su apelación al espíritu (Geist), habría debido bastar al Prof. Frontaura para matizar su afirmación y entender que, con frecuencia, los totalitarismos apelan al espíritu como fundamento. Pero sigamos leyendo.

[cita] Derechamente, si se lee con atención, se trata de hacer de los académicos –y en esto la adscripción laboral a la PUC es indiferente– funcionarios de una verdad que les es externa. ¿Qué piensan de esto los teólogos? ¿Y la autoridad de la PUC, qué opina? [/cita]

En lo que sigue de su carta, el Prof. Frontaura matiza su acuerdo con Peña. Empieza por preguntar: «¿Es la libertad de cátedra sorda y cerrada en sí misma o, por el contrario, tiene un objetivo?». La pregunta va encaminada a establecer que no todas «las opiniones a las que se llega en ejercicio de dicha libertad de cátedra tendrían un valor equivalente». Y, para ilustrar su punto, el Prof. Frontaura recurre a tres ejemplos. Escribe: «Las respuestas pseudocientíficas, como la defensa del racismo, el terrorismo o la nigromancia no son opiniones que, por ejemplo, la Universidad Diego Portales permita en sus cátedras universitarias».

Los ejemplos del Prof. Frontaura son llamativamente truculentos; las faltas que se le imputan al Prof. Costadoat son comparativamente bastante menores. Pero, dado que alude a la Universidad Diego Portales, respondo afirmando algo que debiera ser obvio (¿o no lo es quizás en la Facultad de Derecho de la PUC?): no es necesaria restricción externa alguna para excluir la nigromancia y otros extravíos: con la sana, robusta y muy moderna libertad de cátedra, en virtud de la cual las posiciones se exponen a contrastación y crítica, basta. No se trata entonces de permitir o prohibir. Más aún, el intento de restringir la libertad de cátedra, instalando en la academia ciertas «verdades» por encima de toda crítica, atenta contra este inherente sistema inmunitario; entonces sí, «el peligro de desnaturalizar la razón por la ideología» se vuelve patente; incluso la tan temida «nigromancia» –o, mejor, «necromancia», «adivinación invocando muertos», según su etimología griega– quedaría en condiciones de hacerse pasar por la verdad más profunda de la razón.

En los párrafos siguientes de su carta, el Prof. Frontaura intenta fundamentar la necesidad de limitar la libertad de cátedra. Escribe: «No es posible, entonces, concebir la libertad académica sin objeto». Y agrega, citando a Joseph Ratzinger: «O la libertad académica es libertad de hacerlo todo o es libertad para abrirse a la verdad; libertad de hacer o libertad de la verdad». Y finalmente concluye: «No parece haber otra posibilidad que sostener que el objeto y fin de la libertad académica es la verdad, es decir, aquella existe y está para servirla. Es en función de esta, la única que vale por sí misma, que resulta posible distinguir, incorporar y exceptuar».

En suma, se trataría de la verdad. Pero se trata de una peculiar concepción de verdad: una verdad que «existe», que «vale por sí misma», que se sitúa más allá de todo hacer y que, por tanto, está a disposición de la autoridad que afirma tener acceso directo a ella. Pero esta dicotomía entre «hacerlo todo» y «abrirse a la verdad», a una verdad a la que no quedaría sino «servir» sin más, es del todo ajena al pensamiento que dio al catolicismo su estatura moral e intelectual. En efecto, la reelaboración, por parte de la tradición de la escolástica medieval, del pensamiento de Aristóteles tuvo en esto su punto más elevado: no es posible para el genuino católico separar la acción, el hacer, de su objeto, la verdad; pretenderlo sería, en rigor, hacer de la verdad algo externo, muerto. Y hacer del saber, ahora sí, entonces, «adivinación invocando muertos», nigromancia.

Pero en condiciones modernas, de la cientificidad moderna que el Prof. Frontaura parece querer defender, no hay lugar para una verdad separada de los actos cognoscitivos que la realizan. Sólo así, la Modernidad logra superar el dualismo gnóstico –la separación radical entre la Verdad (Dios) y la voluntad y la acción (la Creación divina, y todo lo que ella trae consigo)– que caracterizó a la Reforma Protestante en su momento más radical. De ahí en adelante, para el mundo humano, lo único incondicionalmente verdadero será el despliegue interminable de actos y verdades siempre relativas, cambiantes, sujetas a crítica, falsables. Todo lo demás, en cambio, será ejercicio desnudo de la voluntad de poder: de un poder disociado de la verdad, en el cual se expresaría la inercia de la materia, la primacía de la muerte sobre la vida. Necromancia en su acepción más pura, en suma.

La recaída en la gnosis y en el poder de los muertos sobre los vivos es expresión de un catolicismo temeroso, a la defensiva, que prefiere sacrificar la verdad con tal de conservar sus posiciones de poder. Las raíces de esta disociación en el seno del catolicismo se remontan quizás a la Contrarreforma, o quizás más atrás, a la reconciliación de la naciente Cristiandad con el poder del Imperio Romano. ¿Pero es esto necesariamente así? Es decir, la verdad del cristianismo –del verbo que se hace carne, por ponerlo en dichos términos– ¿necesariamente sufre cuando se expone al rigor de la moderna crítica intelectual? Por cierto, en el debate intelectual moderno no hay verdades absolutas (esta exclusión es el único absoluto que el mundo moderno admite; sobre ello también hay que reflexionar). Pero se trata entonces de un juego en el que no hay, ni podría haber, vencedores de una vez para siempre; del cual, por cierto, el catolicismo no podría esperar una victoria final. ¿Es esto tan grave? ¿Puede el catolicismo aceptar que su teología sea una entre otras verdades? ¿No es la recaída en la superstición ligada al poder, que la carta del Prof. Frontaura tan bien ilustra, un precio demasiado alto a pagar por pretender que la expectativa milenarista cristiana sea confirmada, verificada sin más, por el moderno aparato de producción y circulación de los saberes?

He aquí, conjeturo, lo que se juega en la discusión acerca del despido del Prof. Costadoat. En esto, nuevamente, la carta del Prof. Frontaura es elocuente: en ella no se menciona, en absoluto, ni las atribuciones especiales de la autoridad eclesiástica en relación a la Facultad de Teología, ni las censuradas enseñanzas del Prof. Costadoat. Derechamente, si se lee con atención, se trata de hacer de los académicos –y en esto la adscripción laboral a la PUC es indiferente– funcionarios de una verdad que les es externa. ¿Qué piensan de esto los teólogos? ¿Y la autoridad de la PUC, qué opina?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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