Uno se pregunta cómo se pueden cometer tantos desaciertos comunicacionales en tanto poco tiempo, desde el “me enteré por la prensa en Caburgua”, pasando por una conferencia de prensa sólo con corresponsales extranjeros para explicar asuntos nacionales de la más alta relevancia, hasta culminar en esta farandulización de un desplome ministerial completo en horario prime. ¿Quién podría creer que detrás de aquello hay una genialidad comunicacional?
Lo más sorprendente del cambio de gabinete no es tanto el qué, ni el cuándo ocurrió, sino el cómo y el cuánto. Respecto del “qué”, este cambio ministerial era secreto a voces, además de petición ampliamente publicitada por las más diversas voces. Respecto del “cuándo”, era obvio que iba a ocurrir antes del 21 de mayo. Lo que realmente sorprende –y que por lo mismo se presta para múltiples interpretaciones– es cómo ocurre y la magnitud de la intervención sobre el equipo ministerial.
Una cirugía como ésta, es decir, pedir la renuncia a la totalidad del gabinete, es un acto históricamente inusual para la democracia presidencialista chilena. Antes bien, se trata de un evento que nos remite a principios del siglo 20, específicamente a la época parlamentaria de nuestro país, cuando por presiones políticas y para resolver crisis nacionales, podían entrar y salir gabinetes completos, en contexto de rotativas ministeriales bastante comunes. Sin embargo, en el marco de las rutinas presidencialistas post-1925, se trata de un hecho inusual. Ni el Presidente Salvador Allende lo hizo, aun enfrentado a situaciones de ajuste ministerial obligatorio y sometidos todos sus gabinetes a presiones externas y contextuales severas.
Que Michelle Bachelet optara por la renuncia a todos los ministros, da cuenta de la magnitud de la crisis institucional que vivimos, de la convicción presidencial de que son necesarias acciones de cirugía mayor para enfrentarla y de lo inocultable que esta se ha vuelto. En un contexto como el que hemos vivido desde 1990, de predominio del marketing, de mediatización de la actividad pública y de espectacularización de lo político, la intervención sin anestesia sobre todo el equipo ministerial llama la atención porque la crisis institucional se vuelve indiscutible y alcanza un punto de no retorno.
Pero no sólo el contenido, también el formato televisivo-magazinesco elegido es sintomático y no debería ser minimizado, antes bien, da cuenta del punto de bifurcación en que nos encontramos como nación, entre lo viejo que se niega a morir y lo nuevo que no termina por nacer. Porque, por un lado, la Presidenta es audaz y sorprende por lo inusual de su medida y, por otro, elige como medio lo vetusto, y como rostro, lo rancio: es la confusión total, completa e insalvable por la que transita Michelle Bachelet hoy.
Uno podría haber esperado que tomada la decisión de anunciar por televisión una acción de Estado como ésta, se optara por un mínimo de “decoración republicana” para vestir el anuncio. Por ejemplo, que se hiciera por cadena nacional o, descartado también eso, al menos se anunciara por “el canal de todos los chilenos”, es decir, por Televisión Nacional. Sin embargo, por alguna razón que sólo ella y los asesores a los que escucha saben, la Presidenta optó por anunciárselo primero al más famosos animador de la tv chilena, Don Francisco, y en el canal de Andrónico Luksic, el mismo Luksic dueño del Banco de Chile, que con su gentil reunión con la nuera y el hijo inauguró una de las más severas crisis políticas post dictadura.
Concede así la primicia no a un periodista, sino a un rostro del espectáculo que representa la pantalla chilena de los 80 –la televisión sin cable, sin Internet, el playback, el Chacal de la Trompeta que echa a los concursantes y los manda para la casa–, el mismo que acaba de apoyar públicamente a Carlos A. Délano, “un gran presidente de la Teletón”. Es decir, un rostro que genera valoración e identificación sólo en ciertas generaciones y que a otras les dice muy poco.
Uno se pregunta cómo se pueden cometer tantos desaciertos comunicacionales en tanto poco tiempo, desde el “me enteré por la prensa en Caburgua”, pasando por una conferencia de prensa sólo con corresponsales extranjeros para explicar asuntos nacionales de la más alta relevancia, hasta culminar en esta farandulización de un desplome ministerial completo en horario prime. ¿Quién podría creer que detrás de aquello hay una genialidad comunicacional?
Porque estas acciones provocan más perplejidad y más preguntas que certezas y respuestas, ¿quién no se cuestinó por qué se lo dijo primero a Don Francisco y a través de Canal 13? Se muestra así una Presidenta encarnando perfectamente el punto de bifurcación en que nos encontramos como nación: Bachelet apuesta por algo nuevo, pero lo anuncia a través de lo antiguo. Un paso hacia adelante y otro hacia atrás.
Tensiones institucionales de larga duración se han acumulado en Chile, al menos desde 1980, cuando se promulga la Constitución actual. A ello se suman tensiones recientes como la corrupción, el tráfico de influencia, la abstención del 60% en las presidenciales, y todo junto comienza a resquebrajar irremediablemente un pacto político acordado y refrendado por la elite a fines de los 80. La Presidenta demostró con esta entrevista, una vez más, que está en un limbo entre optar por lo nuevo o aferrarse a lo conocido; que está con un pie dentro del pacto fundacional de los 80, pero sin saber dónde apoyar el otro; que transita entre la credibilidad de quien animaba al Chacal de la Trompeta y la promesa de un “proceso constituyente”.
En este contexto, y enfrentada a la decadencia del sistema político, esta vez ha sido obligada por las circunstancias, no a administrar sino a gobernar. Ya dejamos atrás la etapa de “develamiento de la crisis”: la crisis se instaló sin ambigüedades, se muestra ante todos nosotros expansivamente, ninguna estrategia comunicacional podría hoy minimizarla, ni menos ocultarla. Lo que caracteriza la segunda y actual etapa, la del “punto de bifurcación”, es la desorientación política de la clase dirigente y la cada vez más evidente contradicción social en que habitamos todos.
Sólo resolviendo la principal contradicción que Chile vive hoy, es decir, aquella entre el modelo socioeconómico heredado de la dictadura (que la elite defiende) y un nuevo sistema político-institucional (que anhelan los defensores de la Asamblea Constituyente), se pasará del punto de bifurcación a alguna resolución de la crisis institucional.