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Cancillería: el subestimado éxito de Frei

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José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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A fines del gobierno de Frei algunos de los expertos “inyectados” estaban en el circuito de las destinaciones al exterior, otros no habían tenido incentivos para mantenerse en el servicio y “el cuoteo” de rigor los empujaba a todos hacia fuera, para dejar espacio a los amigos políticos. En cuanto a la planta del servicio exterior estable –los diplomáticos de carrera–, seguía compuesta por un fuerte porcentaje de funcionarios sin título universitario; una abrumadora hegemonía de abogados entre los graduados y un porcentaje irrelevante de posgraduados.  


Eduardo Frei Ruiz-Tagle, segundo Presidente de la Concertación, profundizó en la estrategia del regionalismo abierto, ampliando a nivel global las redes comerciales que comenzara a tejer y consolidar Patricio Aylwin.

En paralelo, ejerció una activa diplomacia hacia Argentina y el Perú, gracias a su buena relación personal con sus homólogos Carlos Saúl Menem y Alberto Fujimori. Contribuyó a ese buen clima la labor de sus tres cancilleres sucesivos, Carlos Figueroa, José Miguel Insulza y Juan Gabriel Valdés, todos con conocimientos y experiencia en materias de política internacional.

En esa línea, Chile solucionó la mayoría de los problemas fronterizos o vinculados, minimizando las hipótesis de conflicto más duras. Especialmente importantes fueron la relación de confianza construida con Argentina, incluso en materias castrenses y las Actas de Cumplimiento de las Cláusulas Pendientes del Tratado de 1929, con el Perú.

Cabe acotar que, tras la firma de las actas mencionadas, Fujimori asumió que los gobiernos de Chile y el Perú ponían fin a todos los conflictos fronterizos vigentes. Dicho en corto, el gobernante peruano había engavetado el tema de la frontera marítima levantado por Alan García, en 1986. Frei no se sorprendió demasiado pues, al igual que Aylwin, no estaba enterado a cabalidad de dicho planteamiento y, por cierto, ignoraba la existencia del “Memorándum Bákula”.

Tan sorpresiva y exitosa actividad diplomática produjo inquietud en la diplomacia boliviana. Chile había logrado cambiar la agenda histórica con Argentina y el Perú y eso jaqueaba la agenda chilena de Bolivia. Asumiéndolo, Hugo Bánzer, esta vez como Presidente constitucional, inició una estrategia de aproximación indirecta, que recogía las sugerencias chilenas de no concentrar la relación bilateral en un solo tema. Así, visto que ya no cabía reiniciar negociaciones directas sobre un corredor que atravesara Arica, aceptó iniciar un diálogo con base multitemática que contuviera sólo tácitamente el tema marítimo. A mayor abundamiento, esto le permitiría despistar por un tiempo a los objetores peruanos del “ariquismo” boliviano, según concepto peyorativo acuñado por el embajador Juan Miguel Bákula.

[cita] A fines del gobierno de Frei algunos de los expertos “inyectados” estaban en el circuito de las destinaciones al exterior, otros no habían tenido incentivos para mantenerse en el servicio y “el cuoteo” de rigor los empujaba a todos hacia fuera, para dejar espacio a los amigos políticos. En cuanto a la planta del servicio exterior estable –los diplomáticos de carrera–, seguía compuesta por un fuerte porcentaje de funcionarios sin título universitario; una abrumadora hegemonía de abogados entre los graduados y un porcentaje irrelevante de posgraduados.[/cita]

La idea comenzó a germinar en el llamado “encuentro de Algarve” del año 2000, cuando Frei comenzaba a  terminar su período. En esa ciudad portuguesa,  los cancilleres Juan Gabriel Valdés, chileno, y Javier Murillo, boliviano, sentaron las bases de un nuevo diálogo que, a instancias de Murillo, se expresaría en una “agenda sin exclusiones”.

La diplomacia boliviana aplicaba, así, una ancestral sabiduría negociadora: todo lo que no se excluye se hace posible, luego probable y finalmente insoslayable.

IMPERCEPTIBLE PROGRESO HISTÓRICO

Puede decirse, en términos generales, que la diplomacia vecinal del período se desmarcó de la rigidez dogmática. En lugar de poner el énfasis en la “intangibilidad” de los tratados (algunos diplomáticos hablaban incluso de su “santidad”), Frei promovió un comportamiento proactivo, explicando que estacionarse en la defensa del statu quo “es mirar al pasado”.

Esa evolución fue apreciada  por sus colaboradores y por la escasa opinión pública interesada en las relaciones internacionales de Chile. Insulza, desde su protagonismo cancilleril, diría que la gestión vecinal de Frei marcó “el nivel más alto de la historia en las respectivas relaciones”. Mariano Fernández, subsecretario de Relaciones Exteriores, agregó que, “imperceptiblemente”, la Cancillería estaba adecuando su estructura para convertirse en “un eje fundamental del gobierno”. También destacó su nuevo enfoque de la cultura como factor de las relaciones internacionales, tan importante después de la Guerra Fría.

La Asociación de Funcionarios Diplomáticos de Cancillería (ADICA) adhirió al optimismo de los jefes. Según su Presidente Manuel Cárdenas Aguirre, la institución se había transformado en “la gran articuladora y coordinadora de la política exterior”. Sin embargo, hizo una advertencia decisiva, por lo que sugería y por el déficit que implicaba: “La seguridad internacional es hoy una de las materias cada vez más destacadas de la política exterior, la que debe ser formulada e implementada en estrecha coordinación y articulación con el Ministerio de Defensa y demás organismos de seguridad”.

SIN IMAGINACIÓN PROSPECTIVA

Precisamente lo “imperceptible” de su evolución estructural impidió que la Cancillería procesara, institucionalmente, lo premonitorio y lo concreto de la advertencia de ADICA. Al parecer, nadie advirtió –con efecto interno vinculante– la eventualidad de un gobierno boliviano que manipulara el concepto “sin exclusiones”, para convertir la aspiración marítima en tema único de la agenda. Ello, con la inevitable inquietud peruana, por su interés nacional en Arica expresado en el protocolo complementario del Tratado de 1929. La ficción jurídica del bilateralismo y la concepción mística de la intangibilidad de los tratados –usada como sinónimo de pacta sunt servanda o “inmodificabilidad unilateral”– seguía ocultando la realidad trilateral de la aspiración boliviana.

De  ese modo, se siguió ignorando la latencia de un conflicto por la frontera marítima con el Perú, originado, en gran medida, como retorsión por los Acuerdos de Charaña. A fines del gobierno de Frei seguía sin procesarse el libro El mar peruano y sus límites, del almirante Guillermo Faura, cuya tesis matriz era la inexistencia de una frontera marítima con Chile. Por rutina de misión esa obra debió ser enviada a la Cancillería en 1977, año de su publicación, pero no hay huella de su recepción y no existe en sus bibliotecas.

Tampoco se reconocía –más bien se ocultaba– que para Torre Tagle, la Cancillería peruana, el “Memorándum Bákula” marcó el inicio formal de un nuevo conflicto con Chile. Algunos diplomáticos informados de su existencia lo subestimaban sin conocer su contenido. Para ellos habría sido sólo un “non paper”, esto es, un documento sin relevancia oficial alguna.

Sin embargo, a esa altura las señales endonavales del almirante Ghisolfo se habían internalizado a nivel académico civil, gracias a una notable tesis para optar al grado de magíster de Ciencia Política, producida por los coroneles de Ejército Óscar Izurieta Ferrer y Juan Carlos Salgado Brocal. En su texto, de manera objetiva, ambos oficiales analizaban los divergentes criterios de Chile y el Perú en cuanto a su frontera marítima. Ambos partían de la base tácita de que la frontera realmente existente no constaba en un “tratado específico”. Su fundada conclusión fue: “Nos encontramos con un problema pendiente, que afecta en forma directa la estabilidad del área fronteriza y que podría constituir a futuro una fuente potencial de conflicto”.

¿Por qué el aparato de la Cancillería chilena estuvo tan lejos de la información, el análisis y la acción en esta materia? ¿Por qué ese déficit de memoria especializada e imaginación prospectiva?

A las causas remotas, indisputadamente históricas, el analista contemporáneo podría agregar el legado del ideologismo antipolítico y antidiplomático del general Pinochet, la consecuente intimidación del personal supérstite del servicio exterior, la aversión al riesgo vinculado a la acción, el refugio en la seguridad del “estricto derecho” y el ocultamiento de información estratégica al primer gobierno de la transición.

Por una parte, esa carga frustrante se descargaba en el humor resignado: “Quien nada hace, nada teme” era una de las respuestas usuales ante cualquier observación crítica. Por otra parte, influyó mucho para que la reprofesionalización de la Cancillería, intentada por Aylwin y sostenida por Frei, quedara estancada, sin derivar hacia una nueva normativa orgánica.

Por lo mismo, a fines del gobierno de Frei algunos de los expertos “inyectados” estaban en el circuito de las destinaciones al exterior, otros no habían tenido incentivos para mantenerse en el servicio y “el cuoteo” de rigor los empujaba a todos hacia fuera, para dejar espacio a los amigos políticos. En cuanto a la planta del servicio exterior estable –los diplomáticos de carrera–, seguía compuesta por un fuerte porcentaje de funcionarios sin título universitario; una abrumadora hegemonía de abogados entre los graduados y un porcentaje irrelevante de posgraduados.

Era una mezcla muy lejana a la profesionalidad multidisciplinaria de las cancillerías modélicas. Una realidad que ponía a Chile en desventaja y que clamaba en el desierto por una política prioritaria de Estado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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