La corporación académica autogestionada no garantiza, por cierto, nada de esto. Por el contrario, es la forma de gobierno universitario que corresponde, en el Chile de los años postreros de la vieja República, al paso de la universidad de Bello a una globalizada «universidad de la excelencia», en la cual los vínculos sustantivos con el Estado-nación son substituidos por formas autónomas de gobierno interno y por rendimientos objetivables y medibles.
Esta pregunta, que pareciera no poder ser respondida más que con un «sí» rotundo, requiere de algunas precisiones.
Del actual debate sobre la educación superior en Chile, y más allá de las posiciones en pugna, parece desprenderse un cierto acuerdo: el Estado debiera incrementar su aporte a la educación superior, tanto por vía de aportes basales como del financiamiento a la gratuidad de las colegiaturas. Y si, de esta manera, una proporción creciente del esfuerzo de los chilenos, canalizado a través de la figura del Estado, va a desembocar en la educación superior, parece legítimo sostener, no solamente que a través del Estado se debiera regular –acreditación mediante– el buen uso de estos fondos, sino también que las universidades del Estado de Chile debieran ser destinatarias preferentes de dichos fondos.
Hasta aquí el argumento es puramente cuantitativo. Pero se podría también ir más allá, pasando a un plano más fundamental: si se cree que, más allá de sus deficiencias circunstanciales, el Estado es en esencia el representante de la nación, se sigue que, por sobre todo cálculo, sus universidades deberían cumplir una misión de carácter nacional. Como lo dijera Andrés Bello en su discurso de instalación como primer Rector de la Universidad de Chile: ‘Todas las sendas en que se propone dirigir las investigaciones de sus miembros, el estudio de sus alumnos, convergen a un centro: la patria’.
Sea como sea, entonces, las universidades del Estado debieran estar en el centro del esfuerzo nacional por incrementar el financiamiento a la educación superior. Pero cabe aquí la pregunta: ¿existen en Chile, efectivamente, universidades del Estado? Es decir, más allá de la propiedad de los bienes, de las asignaciones en el Presupuesto de la Nación, de la tradición y de la retórica, ¿cuál es el poder efectivo que el Estado puede ejercer sobre «sus» universidades? ¿Cuál su participación en los órganos superiores de gobierno de ellas? La respuesta a estas preguntas es que casi ninguno.
En efecto, quince de las dieciséis universidades «estatales» (todas menos la U. de Chile, ya me referiré a ella) son regidas por una Junta Directiva formada, en sus 2/3, por representantes, directos o indirectos, de los académicos de la universidad y que, por tanto, responden sólo a ellos.
Más precisamente, se trata por lo general de tres ‘personalidades’ del mundo profesional o cultural, y de tres académicos de la misma universidad pertenecientes a las dos jerarquías más altas. Pero todos ellos son elegidos por su Consejo Académico, integrado tanto por autoridades electas por la misma comunidad académica como por representantes gremiales de la misma. Y el tercio restante corresponde a representantes, no de Estado, sino nombrados por el/la Presidente(a) de la República, y de su exclusiva confianza.
Pero el caso más relevante aquí, tanto por su valor simbólico como por su importancia efectiva, es el de la Universidad de Chile. Esta se rige por un Estatuto establecido por un decreto con fuerza de ley del Mineduc (Decreto con Fuerza de ley Nº 3, de 10 de marzo de 2006), el cual consagra su carácter de comunidad autogestionada.
En efecto, el gobierno de la U. de Chile es ejercido, en lo fundamental, por un Consejo Universitario formado por el Rector, el Prorrector, los catorce decanos, tres representantes de estudiantes y funcionarios…y dos «Representantes del Presidente de la República» (copio de http://www.uchile.cl/portal/presentacion/consejo-universitario/9312/nomina-de-integrantes).
O sea, sólo del orden del 10% para representantes que, de nuevo, dado que son «de exclusiva confianza del Presidente de la República» (y que duran en sus cargos sólo tres años; y que los ejercen ad honórem), están constitutivamente imposibilitados de llevar adelante política de Estado alguna. El restante 90% corresponde a representantes corporativos: el Rector y el Prorrector, elegidos por el estamento académico de la universidad; los decanos, elegidos por los académicos de sus facultades; los representantes de estudiantes y académicos. Parafraseando el título de un libro de las académicas norteamericanas Judith Butler y Gayatri Spivak, en el Consejo Universitario «nadie le canta al Estado-nación».
Se dirá, por cierto, que esto no es sino democracia en su estado más puro; así, de hecho, lo piensan los estudiantes de la Confech: en su plataforma de demandas, el modelo de gobierno universitario de la U. de Chile, salvo por la cuestión de la participación con voz y voto –por ahora es solo voz– de estudiantes y funcionarios o «colaboradores», aparece como la norma a la que debieran ajustarse todas las universidades.
Pero ¿cuál es aquí el demos, el pueblo convocado a pronunciarse? En el Artículo 1º de su Estatuto, se declara que la Universidad de Chile está «al servicio del país en el contexto universal de la cultura»; más adelante (Art. 3º), se especifica que: «En cumplimiento de su labor, la Universidad responde a los requerimientos de la Nación». Pero ¿cómo, a través de qué conjuro, de qué oráculo, una corporación, formada por cierto por muy distinguidos académicos, se podría distanciar de sus legítimos intereses corporativos, de sus frecuentes querellas disciplinares, de sus circunstanciales mayorías y minorías de modo de, como por arte de magia, «responder a los requerimientos de la Nación», sin para ello tener que contar con una presencia significativa, en el seno de su organismo máximo de gobierno, de representantes, sea como sea que se seleccionen, de tal «Nación»?
La corporación académica autogestionada no garantiza, por cierto, nada de esto. Por el contrario, es la forma de gobierno universitario que corresponde, en el Chile de los años postreros de la vieja República, al paso de la universidad de Bello a una globalizada «universidad de la excelencia», en la cual los vínculos sustantivos con el Estado-nación son substituidos por formas autónomas de gobierno interno y por rendimientos objetivables y medibles.
De hecho, autogestión y objetivación meritocrática del trabajo académico fueron ideas motrices de la reforma del 68. El movimiento de reforma tuvo, entre sus protagonistas, al segmento de los jóvenes doctores, incipientemente globalizados, graduados en prestigiosas universidades: en implícita oposición a la idea de una universidad «de Chile», estos eran partidarios de un modelo de universidad –»universidad de la excelencia», como se dice ahora– con carrera académica meritocrática, predominio de la investigación y medición según indicadores ‘objetivos’; un modelo, en suma, que hiciera posible su inserción en las comunidades especializadas del saber que conforman el sistema de producción y circulación global del conocimiento.
La Reforma en Chile puede ser entendida entonces como el enfrentamiento entre tres grupos, dos de ellos conceptualmente conservadores. En efecto, tanto los defensores del statu quo como la izquierda, que exige «una universidad para el pueblo», siguen fijados al viejo paradigma de la universidad de Bello; para bien y para mal, el futuro pertenece en cambio al partido de los jóvenes doctores, a pesar de que sus propuestas hayan pasado más bien inadvertidas en ese momento, opacadas por la algarabía política reinante.
¿Por qué se hace tan difícil reconocer este fenómeno? Aquí, como en casi todos los aspectos de nuestra historia, lo que se interpone es la dictadura. Más precisamente, la fijación obsesiva con los ab-usos de la dictadura –con los rectores delegados, los Ruiz Danyau y los Federici– no permite observar y comprender sus usos: el modo como, con la dictadura, lo que se impone aplastantemente entre nosotros es, en ultima instancia, «la asombrosamente poderosa sistemática del pensamiento liberal» (la expresión es de Carl Schmitt).
Se impone tan aplastantemente, en efecto, que a menudo quienes se creen sus más fervientes opositores son quienes la han internalizado más decisivamente. Así, hoy por hoy, es la izquierda universitaria la que con mayor fervor defiende, como una cuestión de principios, la idea de la universidad como corporación autogestionada. De esta manera, sin embargo, al igual como sucede en el plano político global con la adopción irrestricta del credo de los derechos humanos, lo que esta izquierda hace es internalizar, hacer suyas las mismas ideas que, finalmente, determinaron su derrota a nivel planetario.
Por cierto, es posible ir más al fondo. Quizás sucede que, con la traumática experiencia de la dictadura, lo que se instaló en el fondo de los corazones, como emoción que define a la «izquierda» académica, es la comprensión del carácter dictatorial latente en todo Estado-nación; más radicalmente, en toda forma de representación política que no sea la democracia directa (y la consiguiente captura de las instituciones por intereses corporativos que es, ¡ay!, su indeseado efecto).
Pero son dos las maneras de procesar intelectualmente ese desencanto radical. Si se lo lleva, y por qué no, al extremo, el desencanto supone abandonar también la idea de que en la historia hay desenlaces, victorias y derrotas finales. Se sigue de ahí, no un abandono de la política, sino un escepticismo pragmático à la Michel de Montaigne: el sano escepticismo de quien sabe que la autoridad tiene «un fundamento místico» y que «las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes», como Montaigne lo dejó escrito alguna vez.
De otra manera, la política se transforma en una violenta oscilación entre dos extremos. Por un lado, la espera de la ley justa: ley justa que, en la medida en que no es más que la proyección de la imperfección de las leyes humanas ―esas que sólo son leyes― se confunde con la justicia divina y el fin de los tiempos. Y, por otro, la muy legítima defensa de intereses corporativos, pero vivida interiormente como injusta, y necesitada por ello de afeites, de suplementos de una trascendencia en la que, paradójicamente, ya no se cree: la Nación, la Democracia.
Vuelvo a mi pregunta inicial. ¿Tiene universidades el Estado de Chile? No las tiene; no obstante, sí hay buenas razones para que las tenga. La demanda por más recursos para las actuales instituciones autogestionadas debiera ir acompañada entonces por un debate en profundidad en el cual, dejando a un lado argumentos altisonantes, se plantee en profundidad el rol de Estado en los gobiernos corporativos de sus universidades. Es decir, cómo, sin pasar a llevar la autonomía relativa que toda organización moderna requiere incluso por razones de «mera» eficiencia, los intereses de largo plazo de la nación habrían de ser representados en los organismos superiores de gobierno de estas instituciones.
Es posible, por cierto, que no se encuentre respuesta satisfactoria alguna a esta pregunta. En tal caso, habría que sacar conclusiones: el juego que se estaría practicando sería ya muy distinto. No habría forma alguna de concordar en un «interés común»; tampoco habría institución alguna que pudiera arrogarse la representación de tal interés en el campo académico e intelectual, ni reivindicar un trato preferente por parte de la caja recaudadora del Estado.
En este escenario, las universidades chilenas, a partir de estándares más o menos estrictos de acreditación, competirían en igualdad de condiciones por los fondos provenientes tanto del Estado de Chile como del mundo globalizado.
Estas son las alternativas. Frente a ellas, sería bueno que los actores transparentaran lo que efectivamente piensan.