En el fondo, lo que a la academia melancólica le resulta inaceptable no es el discurso de la calidad en cuanto tal. Lo inaceptable, más bien, es el duelo por la vieja República, por el antiguo orden de la nación chilena y también por el ‘pecado original’ que se encuentra en el origen de la vida que, muy concretamente, como académicos de universidad privada, con su diferencia, con su c(u)alidad, nos ha tocado vivir .
Tanto la discriminación injustificada a favor de las universidades agrupadas de facto en el CRUCH, anunciada por la Pdta. Bachelet el 21 de mayo, como los paros y tomas en las universidades privadas formadas al amparo de la Ley de Universidades de 1981 nos han puesto, a quienes somos sus académicos, en una compleja y a la vez interesante posición.
Me refiero más precisamente al puñado de universidades que han hecho las cosas no solamente bien, sino incluso de manera ejemplar: que no lucran, no tienen sociedades espejo y transparentan sus estados de cuenta; que tienen plantas numerosas de académicos con jornada y jerarquizados; que cuentan con acreditaciones por períodos significativos y una proporción también elevada de carreras acreditadas; que cuentan con investigación, postgrados, publicaciones y una apreciable vinculación con el medio; que se han adscrito al sistema de admisión del CRUCH y han desarrollado políticas significativas de inclusión; que, finalmente, han entendido, aunque les quede terreno por recorrer en esto, que organizaciones complejas como son las universidades, independientemente de su régimen de propiedad, requieren de formas de gobierno con significativa participación de sus comunidades académicas.
Es decir, universidades que habiendo hecho bien las tareas se ven, sin embargo, puestas en el mismo saco con otras que están siendo investigadas, que a vista y paciencia de todo el mundo exportan capitales o que están al borde de la intervención. Y que, no obstante su disposición institucional al diálogo, ven sus instalaciones tomadas por grupos de estudiantes que parecen también ponerlas en el mismo saco; que, no queriendo al parecer ser menos que sus congéneres de la Confech, han hecho suya una agenda político-universitaria que en varios de sus puntos es hostil a las instituciones en las que estudian.
Ante esta situación, los académicos de las universidades en cuestión enfrentamos un dilema inédito en la historia de estas instituciones. Un dilema que pone en juego nuestra responsabilidad por las decisiones que hemos tomado (nadie nos obligó a trabajar en una privada); nuestra responsabilidad por tales decisiones en términos, no solamente de condiciones más o menos favorables de trabajo, sino de trayectorias vitales, en las que se ha jugado el tiempo irrepetible de nuestra vidas. Esto, en oposición a la actitud de desafección, de desconfianza que hasta ahora ha tendido a prevalecer.
[cita]Esta línea de argumentación torna ilegítimas a la totalidad de las instituciones surgidas de la Ley de Universidades de 1981. Pues, en el fondo, estas habrían sacado provecho del aplastamiento de las universidades del Estado por parte de la dictadura; sólo esta ilegítima ventaja les habría permitido surgir y, a algunas de ellas, presentarse incluso como dotadas de ‘calidad’. El argumento en cuestión se encuentra también en la base de los dichos a la prensa del rector Vivaldi, de la U. de Chile.[/cita]
La desconfianza es explicable. Las universidades privadas son el resultado de la Ley de Universidades de 1981. Imposible no ver en ellas, entonces, el espectro de la dictadura, la huella de una política que, independientemente de la deriva compleja a la que dio origen, quiso explícitamente aplastar a las universidades delEstado. El dilema que enfrentamos tiene en su base este ‘pecado original’.
Pero ante él hay dos opciones, que se pueden formular en términos del psicoanálisis freudiano: duelo y melancolía. El duelo como aceptación de que, en último término, ninguna vida parte de cero; de que siempre hay una suerte de pecado original, una falta (en última instancia, nadie elige nacer) y que, en algún momento, se vuelve necesario asumir que lo que se está haciendo –como enseñar e investigar en una ‘privada’– no es algo externo, una mera pega, sino vivir la propia vida.
La melancolía, en cambio, elude el trabajo del duelo. Queda entonces indefinidamente a la espera de un evento que habría de rebobinar la historia hasta un punto en que todo vuelva a empezar desde cero, sin pecado original ni peso del pasado, de los muertos sobre los vivos. Pero, en el intertanto (¡!), la vida de la/el melancólic(a)o queda enteramente marcada por este peso; así, la vida efectiva –lo que efectivamente se hace; lo único verdadero, como escribió por ahí alguna vez Giambattista Vico– es vivida como mero instrumento: la verdadera vida, en cambio, estaría en otra parte.
Por cierto, hay circunstancias que propician una u otra opción. Muy concretamente, la melancolía encuentra terreno fértil ahí donde las formas de gobierno universitario, por más que propicien proyectos académicamente legítimos, no alcanzan a encarnarse en una cultura académica. En tales condiciones, se tiende a intentar suplir el déficit con intervenciones administrativas. Pero estas sólo agravan el problema: aparecen como decretos emanados de una autoridad distante. En las actuales circunstancias, el inmovilismo a este respecto puede resultar nocivo: independientemente de su validez, hay proyectos académicos que podrían verse arrastrados por la marea melancólica de los tiempos.
Pero las circunstancias no lo son todo. Por más análisis que se haga, llega un momento en que el analizado debe decirse ‘aquí estoy yo, esta es mi irreemplazable vida’; de hecho, el análisis solo tiene éxito si propicia este momento. Y este momento de decisión es profundamente ético.
El dilema ético que enfrentamos se hace presente, de manera singularmente aguda, cuando se trata de asumir la defensa de la especificidad, de la ‘calidad’ de nuestros espacios académicos. De hecho, la ‘calidad’ se ha usado mañosamente en engañosas campañas de marketing, en rankings estridentes de los cuales, precisamente, se ignora la calidad. Pero, en cuanto a su contenido efectivo, la cuestión de la ‘calidad’ es ineludible. Acudo a la RAE para una definición: ‘Calidad: Propiedad o conjunto de propiedades inherentes a algo, que permiten juzgar su valor’. En otras palabras, se trata de un criterio a partir del cual es posible ‘juzgar valor’, es decir, diferenciar. Diferenciar, por cierto, no es lo mismo que discriminar. Y, precisamente, se trata de hacer esta distinción: de oponer la legítima ‘diferencia’ –‘c(u)alidad’– de un proyecto académico a la discriminación (la del discurso del 21 de mayo con su discriminatorio inicio de la gratuidad).
No obstante, la cuestión de la calidad, del rechazo que provoca, va más allá; es en esa profundidad en la que habría que entenderlo. Porque, al argumento que enfatiza la calidad de ciertas universidades privadas, se contrapone la violencia de la intervención de la dictadura en las universidades del Estado. Ante esta, todo intento de diferenciar a las universidades chilenas sobre la base de c(u)alidades susceptibles de escrutinio público (años de, investigación, ausencia de lucro, planta académica, forma de gobierno, etc.), estaría viciado de antemano: a las universidades estatales, víctimas de la violencia (y de su soterrada continuación bajo la transición), les habría sido imposible competir.
En su lógica, esta línea de argumentación torna ilegítimas a la totalidad de las instituciones surgidas de la Ley de Universidades de 1981. Pues, en el fondo, estas habrían sacado provecho del aplastamiento de las universidades del Estado por parte de la dictadura; sólo esta ilegítima ventaja les habría permitido surgir y, a algunas de ellas, presentarse incluso como dotadas de ‘calidad’. El argumento en cuestión se encuentra también en la base de los dichos a la prensa del rector Vivaldi, de la U. de Chile, cuando, poco después del discurso presidencial del 21 de mayo y de su promesa de gratuidad para las Universidades del Estado, salió a defender la validez de aumentar las vacantes en ellas, puesto que se trataría, simplemente, de recuperar una matrícula que les habría sido injustamente arrebatada.
(La pretensión de utilizar la promesa de gratuidad para ampliar matrículas va directamente dirigida, no contra las universidades que no exigen PSU o admiten estudiantes con muy bajos puntajes, sino contra aquellas privadas que captan puntajes PSU relativamente altos: esas son las que están en la mira.)
La ética de la melancolía tiene como imperativo la inaceptabilidad moral del duelo. Todo duelo sería inmoral, al hacer patente la irreversibilidad del tiempo histórico: el tiempo del duelo es la marca de esta irreversibilidad, de la imposibilidad de rebobinar la historia hasta remontarse a un comienzo absoluto, en el cual todas las injusticias y deformaciones del pasado se anularían, y todo empezaría de nuevo desde cero.
Pero, como en la ficciones de Borges, como en la física de la complejidad, hay momentos en que el tiempo histórico se bifurca, de manera tal que no es posible volver atrás. No es posible, por ejemplo, volver a un momento en el que a la U. de Chile, en todo su esplendor, se le habría ofrecido un horizonte de masificación como el de hoy, que luego le habría sido arrebatado: tal ‘momento’ nunca existió. En otras palabras, no hay trayectoria temporal reversible alguna entre la intervención militar de la U. de Chile en septiembre del 73 y el día de hoy; en medio hay puntos de inflexión, de bifurcación irreversible. Y, más decisivamente, hay duelos que los vivos hemos hecho, con independencia de que lo queremos o no asumir.
En el fondo, lo que a la academia melancólica le resulta inaceptable no es el discurso de la calidad en cuanto tal. Lo inaceptable, más bien, es el duelo por la vieja República, por el antiguo orden de la nación chilena y también por el ‘pecado original’ que se encuentra en el origen de la vida que, muy concretamente, como académicos de universidad privada, con su diferencia, con su c(u)alidad, nos ha tocado vivir .
P.D.: ¿Es de ‘izquierda’ la mirada melancólica? ¿Es de ‘izquierda’ la moral que impide mirar hacia delante? Si es así, se sigue que toda mirada al futuro sería de ‘derecha’. Pero ¿no será más bien que la izquierda, sumida en una fácil melancolía –fácil, porque la melancolía vuelve inmoral todo realismo político: la realidad misma estaría ya contaminada– se ha quedado sin recursos para mirar para adelante, y le ha entregado el monopolio de la construcción de futuro a la derecha? Digo ‘construcción’ en un sentido muy material: construir tomando en cuenta las características del suelo, los materiales, la mano de obra, etc.; entender que lo que se estaría construyendo no sería la ‘ciudad de dios’.