El gobierno puede hacer lo quiera, la gente común acatará con unos cuantos alegatos inútiles e inofensivos y acabará acostumbrándose. Esto no es ninguna sorpresa, después de todo, son las mismas lecciones del Transantiago.
Ha pasado el solsticio de invierno, los días empiezan a alargarse y hemos sobrevivido al nuevo sistema horario chileno. Nos han quedado algunas lecciones interesantes.
Es destacable que el Estado tenga poder para fijar la hora: se suponía que las doce del día se definían por el punto más alto del sol en su recorrido (así como los cien grados se definen por la ebullición del agua), pero el parecer eso es demasiado incómodo y dado que es más fácil cambiar la hora que cambiar los horarios, el Estado decide cambiar la hora. En cualquier caso, las horas de luz cada día siguen siendo las mismas, el poder del estatal no ha llegado a tanto todavía.
Ahora bien, la hora oficial puede ser la que sea, pero los horarios tienen que tener alguna relación con la realidad objetiva. En relación con esto recuerdo que los neoyorkinos se jactaban de que las oficinas financieras de Chicago tenían que empezar sus labores una hora antes (según la hora oficial), para poder estar a la par con Nueva York (en otro huso horario). Al parecer la nueva hora oficial de Chile no guarda mucha relación con la realidad horaria chilena.
En Chile la gran mayoría se ha mostrado en desacuerdo con el nuevo horario de invierno; al parecer los resultados no fueron los esperados. El Gobierno, sin embargo, no ha echado pie atrás. Esta es la primera lección y no necesita de mayor explicación. De ésta se sigue otra. Es notable que a pesar de las incomodidades de esta medida nadie haya pasado de los reclamos (abundantes en los medios de comunicación) a la acción. Ninguna municipalidad, universidad, asociación de colegios particulares, oficina, industria, etc., ha atrasado una hora el inicio y el fin de sus actividades para mejor ajustarse a sus necesidades o cuidar de su gente.
Esto, por supuesto, sería algo muy complicado, pero llama la atención que no se haya hecho ni un intento siquiera. La sociedad ha sido incapaz de organizarse para algo más complejo que una marcha o una campaña de recolección de alimentos: lo que pasa de ahí lo espera del Estado; pide que se cambie la hora oficial en vez de ajustar su horario por su propia cuenta al margen de los dictados burocráticos. Es una señal para el gobierno: frente al desacuerdo con una medida impopular la oposición más fuerte que puede esperar de la gente que trabaja son cartas al diario. (Ni una marcha, manifestación, huelga o campaña de recolección de firmas). El gobierno puede hacer lo quiera, la gente común acatará con unos cuantos alegatos inútiles e inofensivos y acabará acostumbrándose. Esto no es ninguna sorpresa, después de todo, son las mismas lecciones del Transantiago.