Hay una razón clave por la cual se justifica el retiro del proyecto de carrera docente del Gobierno. Más allá de los formalismos y cosméticos e instrumentales diálogos ofrecidos a los docentes, hay una contradicción enorme entre proveer un derecho a la educación y asociarlo a la “calidad” de los docentes.
Dada la descomposición de lo público, lo que buscan el Gobierno y los sectores afines a la política neoliberal es sostener un discurso y una política en que la “calidad” de la educación sea atribuible individualmente. Dado que la “calidad” es un concepto polisémico, y por ello sin mucha sustancia, el Gobierno y los tecnócratas buscan operar con la confusión de la calidad y recurren a lo que tienen a mano para aplicarla individualmente, en este caso a un docente. Y lo que tienen a mano son simplistas y anticientíficas imágenes de la pedagogía, cuya cuestionable formulación es simplemente un atentado a la profesión docente y a las ciencias de la educación.
[cita]La concepción de la docencia como una actividad individual, independiente del contexto, poco colaborativa y competitiva es más bien un deseo neoliberal antes que una expresión de la realidad docente. Incluso la evaluación docente, individualizante, es un proceso en que existe colaboración, donde los docentes comparten planificaciones, reflexiones, e incluso sus portafolios, con el fin de responder a los requerimientos de control tecnocrático de su labor. [/cita]
Como ejemplo primero, partamos por la siempre útil retórica de “los docentes son lo más importante”. Esta es una frase atribuible a los estudiosos del “valor agregado” de la educación. El valor agregado es un procedimiento estadístico destinado a entender cuál es el factor que influye más en una medida de “valor”. Como el valor en educación siempre ha sido un atributo más bien abstracto, los economistas neoliberales se han esforzado décadas por construir instrumentos que “objetiven” tal abstracción. Así surge el movimiento por los estándares y las “competencias”. Estas son simples racionalidades aplicables a la experiencia educativa, de forma tal de dar cuenta numérica de la producción de “personas” de cierto tipo.
En el caso docente en Chile, la gran medida de ello la constituye el Simce, pero también otro creciente número de aplicaciones a nivel internacional (por ejemplo, PISA, TIMMS, LLECE). El “valor agregado” en este caso sería la fracción del rendimiento de los estudiantes en esas “medidas”, atribuibles al docente de forma individual. A pesar de la gran cantidad de investigación y energía que han destinado los teóricos neoliberales a este tema, las metodologías de valor agregado han sido ampliamente cuestionadas como base de políticas educativas dirigidas a los docentes. Incluso, la Asociación Estadística de Estados Unidos emitió en 2014 una declaración advirtiendo sobre estos riesgos al ver cómo eran adoptados por diferentes gobiernos para juzgar las condiciones de remuneración a los docentes y las políticas de financiamiento escolar. Por lo tanto, ya hay una cuestionable justificación a la retórica cientificista del proyecto.
Un segundo ejemplo lo constituye la debilidad de los instrumentos. Parafraseando lo que decía Harald Beyer cuando presentó el proyecto de carrera docente en 2012, los instrumentos actuales “son lo que hay”. Si queremos de verdad transformar la política docente, “lo que hay” debe ser extensamente examinado. Por ejemplo, la evidencia internacional no es concluyente en cuanto a que el conocimiento disciplinar se relacione con la posibilidad de enseñar para el aprendizaje. Por lo mismo, es cuestionable que el Gobierno pretenda juzgar la experticia de un docente, y de paso su acceso a mejores remuneraciones, basándose en su desempeño en pruebas disciplinares estandarizadas. La existencia de la educación de profesores, o formación inicial, y las “ciencias de la educación” se justifican justamente porque existe algo inherente a la actividad docente que debe ser aprendido profesionalmente, más allá del conocimiento disciplinar.
A medida que los docentes avanzan en su experiencia, tienden a expresar que lo más importante de su actividad es poder relacionarse con la experiencia de sus estudiantes, ello además de conocer la materia que deben enseñar. También se sabe que la experiencia de enseñanza de una materia influye en el conocimiento disciplinar del docente sobre esa materia, pero también en el conocimiento sobre cómo enseñar la materia.
Así, es importante estudiar las formas de estructuración de la experiencia docente que más aportan a la orientación de sus prácticas hacia el aprendizaje escolar. Tal programa de estudios no existe en Chile y, en general, los legisladores tienden a conformarse con la debilidad de los instrumentos existentes en vez de proveer de mayores capacidades para comprender la docencia en el contexto chileno. De allí que la capacidad de relacionarse contextualmente con los estudiantes y sus historias no quepa en la medición estandarizada, los “instrumentos” actuales. Sabemos poco de la docencia y sus condiciones, y de la práctica docente. Es irresponsable hacer una política docente usando estos instrumentos.
Un tercer ejemplo es el desprecio que el proyecto hace sobre el saber y práctica pedagógica. Más allá de la inexcusable decisión de hacer “como que escuchamos” a los docentes y presentar un proyecto sin considerar sus visiones (por algo más de 95% de los docentes lo rechazó), hay un serio déficit científico en la concepción de la docencia. La concepción de la docencia como una actividad individual, independiente del contexto, poco colaborativa y competitiva es más bien un deseo neoliberal antes que una expresión de la realidad docente. Incluso la evaluación docente, individualizante, es un proceso en que existe colaboración, donde los docentes comparten planificaciones, reflexiones, e incluso sus portafolios, con el fin de responder a los requerimientos de control tecnocrático de su labor.
Sin embargo, la literatura que describe a la actividad pedagógica como sistemas colectivos, comunidades de práctica, incluso como unidades escolares, parece no ser parte constitutiva de las concepciones que elaboraron el proyecto. No se puede describir un elefante si estamos vendados y solo tocando su cola. Hay que ser más rigurosos con las descripciones de lo que buscamos cambiar y con el sentido del cambio que queremos.
La desconexión con la realidad de la actividad docente debe ser subsanada, y solo podría darse con “otro proyecto”, con otra concepción, con imágenes más realistas de lo que hace un docente y de cómo se visualiza que sean sus condiciones de trabajo las que resguarden el derecho a la educación. Ni el “valor agregado”, ni los instrumentos actuales, ni el desprecio a las ciencias de la educación hacen posible que el actual proyecto contribuya al resguardo del derecho a la educación, en especial si se mantiene la lógica de atribuir a los docentes una estimación individual de “su valor” para el sistema. De mantenerse el fondo del actual proyecto, todo parece más bien una voluntad de mayor profundización mercantil, y no el resguardo de las demandas por el derecho a la educación.
Para una nueva educación, sin mercado, es necesario que volvamos a las preguntas básicas: ¿para qué educamos?, ¿qué es el derecho a la educación? Solo desde allí, y con la contribución multidisciplinar, podremos dar mayor legitimidad a los cambios que vayan en la dirección de asegurar el derecho a la educación. Si este Gobierno no está dispuesto a hacer estas preguntas, pues entonces no es el elegido para guiar el camino.