Saliendo del Servicio de Registro Civil de Valparaíso, hace algunas semanas, me encontré con dos vendedores ambulantes flanqueando las recias puertas del edificio con la oferta de empanadas de, al menos, tres “apetitosas” mezclas. Dos emprendedores (esta es una palabra con un prestigio cabal), ofrecían empanadas de pino, mariscos y napolitanas. Esta es una muestra más de que Chile cambió, me dije. Pero unos pasos más allá, más bien cerca del bar Cinzano, caí en la cuenta de que eso era mucho decir.
Una parte de las chilenas y de los chilenos cambió, claro, qué duda cabe, y los emprendedores de las empanadas, sensibles a las transformaciones del mercado, habían acogido esta transformación de los paladares chilenos. Las empanadas napolitanas no son sino la apropiación chilena de un producto italiano: la pizza. Esta, que comenzó a socavar los gustos nacionalistas de los chilenos allá por la década del 80, pasó a incorporarse al repertorio alimenticio bajo una forma que fundía empanada y pizza en un solo abrazo. No se deja de ser chileno por apreciar los sabores de una napolitana.
Pero unos pasos más adelante me encontré con la oferta de hamburguesas de soya. A la salida de las universidades y en los patios de estas, en las bocas del metro santiaguino y en la plaza Aníbal Pinto, abunda la oferta de las hamburguesas de soya (o soja, si prefiere el lector, y no pasa nada). Se me vino de nuevo la idea peregrina de que Chile cambió, esa frase que paladean de un tiempo a esta parte todas las campañas políticas, sea del lado que sea. Es una frase con rendimiento porque hoy nadie quiere tener la sensación de que se le pasó el tren, en un país donde ese medio de transporte fue prácticamente borrado del mapa. Pero se me hizo la idea de que Chile cambió es mucho decir, porque, por lo menos yo, que sigo siendo chileno, no me animo con las hamburguesas de soya.
[cita] Al ritmo de las batucadas, hemos visto florecer las reivindicaciones universitarias y secundarias que demandan educación gratuita (y se agrega de calidad), mientras al final de la marcha se devora una hamburguesa de soya o una napolitana. Freud explica que los orígenes de la cultura (podría ser de la religión), no se deben tanto al prestigiado amor a dios, sino más bien a la necesidad. [/cita]
En la década del 80 las huestes universitarias solíamos devorar sándwiches de jamón con palta o derechamente completos. En algún momento irrumpió el “italiano”, una forma que superaba la presentación clásica con chucrut o salsa americana, para incorporar un alimento que crecía en los renovados cultivos postreforma agraria: la palta, que le daba al completo un toque nacional, y que es hoy cada día más caro pero imprescindible. Pero, como quiera que sea, no había hamburguesas de soya por doquier y, si las había, nunca eran tan prestigiosas como los completos. Pero eran, que yo sepa, de carne, fuera uno a saber de qué animal sacrificado, pero ese es ya otro asunto.
Lo que pasa es que una parte de Chile cambió. Leí en alguna parte que olvidé, que una persona de 31 años ha pasado 10 mil horas frente a un número indeterminados de juegos de video. Esa cifra me hizo pensar en los chilenos que más han cambiado, y que son, creo, los consumidores de hamburguesas de soya, los menores de 31 años y mayores de 10. Este producto culinario que ha prendido entre los jóvenes tanto como los juegos de video y las batucadas, resume entre sus dos paredes la propuesta vegana y animalista de las nuevas generaciones.
Barata, sin dejar de ser alimenticia, la soya vino a reemplazar a un producto más bien elitista: la carne. Cara, y cada día más ensombrecida por la mala prensa del asesinato y el maltrato animal, la soya es proteína, cero colesterol, que disfrazada de carne puede ser el centro, literal, de una hamburguesa. La hamburguesa, un producto alimenticio europeo, que sin duda fue reeditado en EE.UU., es por lejos la competencia directa de las empanadas, sean estas de pino (carne de vacuno, por lo general) y de las de marisco (producto al cual las nuevas generaciones no suelen ser asiduas), aunque menos de las napolitanas, que responden más bien al paladar renovado de las hornadas juveniles de ciudadanas y ciudadanos nacionales.
Al ritmo de las batucadas, hemos visto florecer las reivindicaciones universitarias y secundarias que demandan educación gratuita (y se agrega de calidad), mientras al final de la marcha se devora una hamburguesa de soya o una napolitana. Freud explica que los orígenes de la cultura (podría ser de la religión), no se deben tanto al prestigiado amor a dios, sino más bien a la necesidad. La palabra necesidad es menos edulcorada y más realista que la palabra amor, pletórica de prestigio y buenas intenciones la última, qué duda cabe. Pero nos cuesta asumirlo. Demandar educación gratis es mera necesidad (y por eso, es quizás más realista asumir que es lo primero) que se acompaña de una incolora e insubstancial calidad (la verdad, pocos han sabido responder al significado de esa demanda más prestigiosa y edulcorada).
Así las cosas, no todo en Chile ha cambiado, mientras me comía una empanada (debiera escribir empaná) acodado en el mesón de un local de calle Salvador Donoso. Las hamburguesas de soya son de seguro más sanas, pero algo de ellas no está en mi cultura culinaria.