Hace una semana era un héroe aupado por los medios oficiales cubanos, hoy es un cadáver político al que muchos temen aludir. Alexis Tsipras ha negociado y ha perdido. Sobre su bravuconería inicial se ha impuesto la cordura, y el pacto que acaba de aceptar lo convierte en un traidor a su propia política. Dentro de su partido ya se escuchan las voces críticas por el acuerdo que ha cerrado con la eurozona y en la habanera Plaza de la Revolución guardan un incómodo silencio.
Un tercer rescate, que rondará los 86.000 millones de euros, ha sido aprobado para sacar a Grecia del atolladero. El dinero llegará acompañado de condiciones que obligan al Gobierno heleno a subir los impuestos, recortar las pensiones y ejecutar privatizaciones. Lejos queda entonces aquella postura intransigente de quien fuera felicitado por Fidel Castro «por su brillante victoria política» en el pasado referéndum.
Tsipras ha aceptado lo que hasta hace poco rechazaba. Toda su incendiaria retórica nacionalista ha terminado en un pragmático gesto de conformidad. ¿Grandeza política? ¿Conciencia de la derrota? ¿Último mohín de buena voluntad antes de salir por la puerta de atrás del poder en Grecia? Difícil saberlo. Lo más importante es que ha elegido no desgajar a Grecia de Europa, ha exorcizado el demonio del Grexit y de paso ha decepcionado a todos aquellos que lo incitaban a llevar a toda una nación al suicidio económico.
Las colas frente a los cajeros automáticos, los anaqueles vacíos y el miedo que crecía en la población han podido más que todos los guiños solidarios que desde otras esquinas del mundo caían sobre este griego, al que la crisis no le ha marcado el rostro con una sola arruga, con ningún tic de preocupación. Hasta en la mesa del pacto, donde ha gastado su último capital político, se le ha visto imperturbable, hermoso, joven.
Ahora lloverá sobre él la diatriba. Los adversarios de la Unión Europea lo acusarán de haber vendido el país a los intereses extranjeros y los que nunca le creyeron, lo mirarán con lástima mientras musitan «te lo dijimos». No hay manera de que esta obra griega donde el líder de Syriza es protagonista termine en algo más que una tragedia política para su partido y para él mismo.
Como una sublime estatua, Tsipras ha quedado atrapado en el mármol de su verticalidad, lo ha devorado el populismo que él mismo desató. Unas promesas pensadas para encantar al electorado, pero cuya puesta en práctica hubieran hecho caer al país más abajo del punto donde ha llegado hasta ahora. La pantomima de referéndum fue el último gesto de vanidad antes de renegar de sus posturas.
Tsipras se diluirá en las próximas semanas, cuando los Parlamentos de las naciones europeas, incluyendo Grecia, discutan el acuerdo y den el visto bueno a su implementación. Cada paso hacia la obtención del rescate y el acatamiento de sus exigencias apagará esta figura que encandiló a parte de una nación con su retórica.
Ninguno de los que aplaudieron su osadía le tocará el hombro para reconocer que ha optado por su país y no por sí mismo. Para ellos, Tsipras es el incómodo recuerdo de lo que pudo ser, la fallida oportunidad de proyectar a través de Grecia sus propias venganzas.