Pero el debate sobre un tema tan relevante como este no puede organizarse simplemente como un “mercado de opiniones”, en busca de las que obtienen mayor rating. Debe inscribirse en una idea de país, que establezca al menos hacia dónde podemos avanzar, en qué sentido queremos movernos como sociedad, qué tipo de valores queremos privilegiar. De lo contrario, se vuelve absurdo e inhumano, nos aleja del país que queremos construir.
La versión del martes del programa ‘El Informante’, conducido por Juan Manuel Astorga, evidenció un grave error de principio al organizar el debate en torno a la vida de Manuel Contreras, a partir de un contrapunto de opiniones entre quienes, por un lado, analizan los crímenes de Estado durante dicho período, acreditados por la Justicia, y otros que simplemente los niegan, al tiempo que justifican y defienden el actuar de personas ya condenadas por los tribunales a sentencias centenarias, a causa de crímenes atroces. Desde mi punto de vista, esto no es aceptable y refleja una concepción muy desvirtuada de la libertad de expresión y la ética periodística, por desgracia muy sintomática del país en que vivimos.
En la práctica, el programa de anoche se dividió entre Juan Cristóbal Peña, periodista especializado, que presentó diversos antecedentes de los crímenes de la dictadura y de las vinculaciones entre los organismos de represión y distintos niveles del Gobierno, la junta Militar y Pinochet. Por otro lado, estaba Hermógenes Pérez de Arce, que simplemente negaba la verdad histórica en múltiples puntos y, peor aún, defendía a criminales condenados por la Justicia, sobre la base de infundios a los jueces (en concreto al juez Solís, también presente).
No estoy diciendo que la única opinión valedera para un programa de este tipo sea la de J.C. Peña. Pero hay cientos de personeros de derecha que, reconociendo la verdad histórica y condenando los crímenes acreditados por tribunales, pueden aportar una visión propia sobre los eventos históricos y las perspectivas de justicia y reconciliación en nuestro país.
En vez de esto, se prefirió poner en el set a un fantoche extremista, reconocido por un discurso fanático, rayano en el delirio y ciertamente deshumanizante, que trató de encubrir bajo la apariencia de opiniones jurídicas la denegación de crímenes terribles, y que se dio el gusto de calumniar a un juez, amparándose cuidadosamente en un lenguaje legalista para evitar una querella (“lo leí en el libro de Krassnoff”).
Astorga y el equipo de ‘El Informante’ parecen pensar que basta con encontrar dos opiniones contrapuestas –ojalá lo más extremas posibles– para organizar un debate periodístico legítimo y conducente. Si fuera así, sería legítimo, por ejemplo, organizar debates entre la ministra del Sernam y un femicida, o entre un juez y un delincuente cumpliendo condena, o entre un policía y un partidario de las detenciones y golpizas “ciudadanas” de los lanzas (de esos sí que sería fácil encontrar hartos).
Parecen olvidarse de que no es legítimo articular un debate en televisión a partir de visiones fantasiosas sobre la historia, que deniegan además resoluciones judiciales y defienden a reos rematados, adscribiéndolo simplemente a un “punto de vista” supuestamente válido sobre el tema. No organizamos debates sobre el Holocausto presentando puntos de vista que lo niegan o que defienden a sus autores.
[cita] Parecen olvidarse de que no es legítimo articular un debate en televisión a partir de visiones fantasiosas sobre la historia, que deniegan además resoluciones judiciales y defienden a reos rematados, adscribiéndolo simplemente a un “punto de vista” supuestamente válido sobre el tema. No organizamos debates sobre el Holocausto presentando puntos de vista que lo niegan o que defienden a sus autores.[/cita]
No estoy diciendo que puntos de vista extremos como los de Pérez de Arce no puedan existir, ni que tengan que ser declarados ilegales en cuanto se expresan. En Austria y algunas partes de Alemania (creo), hay leyes que prohíben meramente la expresión de ciertas ideas (por ejemplo, la denegación del Holocausto). Yo no estoy de acuerdo con este tipo de legislación en Chile. Si alguien quiere expresar aprecio por Contreras o Krassnoff y defender su inocencia, a través de una posteo o incluso una carta al diario, estará en su derecho a hacerlo. Su pago será el oprobio público, no se lo puede perseguir legalmente. Pero algo muy distinto es darle validez a esta visión, encumbrándola como una de las dos opiniones posibles en un debate conducido por televisión nacional.
Este tipo de errores hablan muy bien del largo camino por recorrer que nos queda como sociedad, en materia de reflexión, reparación y aprendizaje a partir de los crímenes de dictadura. Reflejan también otro punto menos debatido, que se refiere a cómo se entiende el concepto de libertad (o si se quiere “libertad de expresión”) desde el llamado “progresismo cultural” de nuestro país.
El dogma de que todas las ideas tienen derecho a expresarse (o al menos no pueden censurarse), se ha confundido con la noción de que todas las ideas tienen la misma validez, el mismo valor para una sociedad. La libertad se transforma así en una máxima mecánica, a la larga totalitaria, según la cual nadie tiene derecho a imprimirle ningún sentido público a la discusión, lo único que importa es el vaivén de las preferencias y los gustos individuales de cada quien, en cada momento.
La reflexión en torno a los crímenes de la dictadura ofrece un buen ejemplo de los peligros de esa perspectiva: sin una verdad histórica que buscar, sin un sentido país hacia el cual avanzar, el debate sobre el tema se transforma simplemente en un conjunto de opiniones efímeras, que se transan en el mercado de las preferencias o gustos personales.
Pero el debate sobre un tema tan relevante como este no puede organizarse simplemente como un “mercado de opiniones”, en busca de las que obtienen mayor rating. Debe inscribirse en una idea de país, que establezca al menos hacia dónde podemos avanzar, en qué sentido queremos movernos como sociedad, qué tipo de valores queremos privilegiar. De lo contrario, se vuelve absurdo e inhumano, nos aleja del país que queremos construir.
Así, la mercantilización de las opiniones (y de la vida cultural en su sentido amplio) tiene mucho más que ver de lo que se piensa con la forma en que abordamos, como sociedad, temas tan importantes como la trágicas violaciones a los Derechos Humanos en dictadura.