Agosto ha sido catalogado como el mes de la solidaridad en honor a ese extraordinario hombre que fue San Alberto Hurtado, quien hizo de su vida una entrega radical a Dios y a los más pobres y excluidos. Solidaridad fue, además, el sindicato polaco que reunió a más de 10 millones de personas para hacer frente al comunismo. Y Solidaridad fue también el principio que invocó la Vicaría del mismo nombre aquella red de protección para los perseguidos políticos en nuestro país, sin importar sus partidos ni ideologías.
Estas realidades, más allá de sus diferencias, ponen de manifiesto que la solidaridad no consiste sólo en «ayudar», sino, antes que todo, en vincularse. Es decir, en comprometerse en forma íntegra con los demás, reconociendo que tenemos responsabilidades con nuestros semejantes. Desde luego esa responsabilidad se vive de modos muy distintos según las diferentes vocaciones y circunstancias; pero, de una u otra forma, es un deber de todos.
Sin embargo, muchas veces se habla de la solidaridad como si ella indicara única o primordialmente un conjunto de favores o donaciones excepcionales y que dependen en su totalidad del arbitrio de las personas, del tipo Teletón o Leonardo Farkas. Sin duda la generosidad espontánea es algo muy bueno —sin ella las relaciones humanas se vuelven frías y mecánicas—, pero quedarnos sólo en eso es totalmente insuficiente. Tanto así, que recibir una ayuda “desde arriba” y de modo esporádico puede llegar a ser incluso violento para sus beneficiarios, porque las personas, sin excepción, estamos llamados a ser protagonistas de nuestro propio destino, especialmente desde que nuestra sociedad dice fundarse en la igual dignidad de todos los ciudadanos: somos sujetos de derechos y tenemos obligaciones, no somos objetos de compasión.
Tomarnos en serio la solidaridad, entonces, supone apuntar a hacer de ella, tanto como sea posible, un modo de organizar nuestra vida. Una manera concreta de aterrizar esto radica, entre otras cosas, en cuestionarnos nuestra habitual aproximación a la discusión del ingreso mínimo y, en la misma línea, las implicancias de la igual dignidad humana para la vida familiar. En efecto, cada vez que se plantea el tema del salario mínimo —temas distintos, pero estrechamente relacionados—, ciertos sectores suelen rechazar a priori la idea de un alza, argumentando un aumento del desempleo. Aunque demos por hecho el argumento (la evidencia ofrece más de algún matiz, v.gr. Harasztosi y Lindner, 2015) debiera llamarnos la atención que casi nunca planteemos la pregunta al revés, es decir, ¿cuánto es lo mínimo con lo que puede vivir dignamente una familia?
[cita] Debiéramos alarmarnos por el solo hecho de advertir que hay gente que trabaja con todas las de la ley, bajo las condiciones que como sociedad nos hemos dado, y aun así no tiene un sueldo para vivir dignamente. Las consecuencias sociales de esto, además de las situaciones de angustia difícilmente conmensurables, comienzan en un endeudamiento más allá de lo razonable. [/cita]
Obviando todas las precisiones sobre cantidad de miembros de la familia, lugar en que ellas viven y otros factores, supongamos que nos ponemos de acuerdo, y que es posible llegar a una respuesta relativamente precisa a esa pregunta. El monto —200, 250, 500— da lo mismo. Si fuera así, y hay un número mínimo bajo el cual no se puede vivir dignamente (una primera referencia, bastante conservadora, sería calcular el ingreso mensual que se requiere para que un hogar promedio, cuyo jefe de hogar con un trabajo de jornada completa, esté sobre la línea de la pobreza, medida en términos multidimensionales), ¿no sería sensato, entonces, pensar que ese es el factor primordial, aquello que debiera iluminar todo el resto de la discusión?
Desde luego, no se trata de fijar los sueldos por ley. De hecho, la responsabilidad de garantizar ese ingreso mínimo digno excede al empleador y, además, creer que todo pasa por aumentar los sueldos es reducir el problema, que se extiende también al cómo lo entregamos y a las consecuencias que esas ayudas generan (en este sentido, las transferencias condicionadas, los incentivos y las compensaciones son avances importantes). Con todo, debiéramos alarmarnos por el solo hecho de advertir que hay gente que trabaja con todas las de la ley, bajo las condiciones que como sociedad nos hemos dado, y aun así no tiene un sueldo para vivir dignamente. Las consecuencias sociales de esto, además de las situaciones de angustia difícilmente conmensurables, comienzan en un endeudamiento más allá de lo razonable (cuyas víctimas obviamente son los sectores más vulnerables, SBIF 2014) y a veces terminan incluso en el delito como mecanismo de defensa ante una realidad que los azota. Se trata de una realidad que, precisamente porque no creemos que el Estado todo lo soluciona, es tarea de todos, como sociedad solidaria hacia la que deberíamos avanzar.
¿Por qué la relación entre la solidaridad y este problema? Una mirada distinta del tema del salario mínimo implica abordar el problema desde una mirada estructural, entendiendo la corresponsabilidad de todos los ciudadanos hacia el bien común, haciendo parte a la sociedad civil del trabajo para alcanzar dicho bien. ¿Es tan difícil cambiar la óptica? ¿Traerá muchos perjuicios pasar de una mirada individualista a una colaborativa?