«Lo que Walker está confesando es que entiende la política de partidos tal como ella se llevaba a cabo en la época de su antepasado, el senador conservador Carlos Walker Martínez; la entiende como la gestión ‘desde arriba’, desde la élite, de los problemas de ‘los de abajo’, de los sectores mesocráticos y populares».
*Ignacio Walker concedió a El Mercurio una entrevista en que responde a las críticas de Eduardo Engel, ex presidente de la comisión asesora contra la corrupción, sobre la manera en que las propuestas de dicha comisión han sido recibidas por el gobierno y los partidos con representación parlamentaria.
Las críticas de Engel, como se sabe, han buscado evidenciar que la clase política binominal –como era, en todo caso, de esperarse– ha rehusado implementar las medidas que más costos le imponían, incluyendo aquella que le exigía a todos los partidos políticos reinscribir a la totalidad de sus militantes.
Estas críticas no sólo son legítimas en abstracto, sino que tienen un particular tipo de legitimidad frente a la institucionalidad de que Walker forma parte, en la medida en que provienen de alguien a quien la propia institucionalidad le encomendó formular propuestas en esta materia. Así y todo, la respuesta de Walker a estas críticas fue la de quien está acostumbrado a que no se le cuestione: esto es, responder de manera violenta y descalificadora (decida el lector si calificar esta actitud como propia de un ‘patrón de fundo’ o de un ‘niño malcriado’).
Específicamente, Walker reaccionó caracterizando a Engel de ignorante, al recomendarle que «empiece a conocer y leer sobre la rica historia de los partidos políticos en Chile y la historia de Chile para entender y valorar lo que significa en el concierto de América Latina el haber tenido un sistema de partidos prácticamente inalterado en sus bases fundamentales desde por lo menos la década de 1850. Le recomiendo empezar por el ‘Manual de Historia’, de Francisco Frías Valenzuela –continúa– y por la ‘Historia de los Partidos Político’, de Alberto Edwards y Frei Montalva».
No es mi objetivo aquí intervenir en la discusión sobre si las medidas de la Comisión Engel son adecuadas o no. Más interesante me parece analizar en esta oportunidad lo que dichas recomendaciones bibliográficas, provenientes de alguien que ostenta un doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Princeton, revelan sobre la mentalidad historiográfica de quien las formula. Ello nos puede, a su vez, dar pistas sobre el horizonte político de un dirigente relevante dentro de la Nueva Mayoría que, por añadidura, tiene aspiraciones presidenciales.
En primer lugar, llama la atención que Walker recomiende el manual de historia de Frías Valenzuela como un instrumento para comprender la historia de Chile. Este manual, cuyas primeras ediciones se remontan a la década de los 50’, se popularizó durante la dictadura como uno de las principales fuentes de estudio a nivel escolar.
Esto, evidentemente, dista de ser algo positivo en sí. Más bien, una revisión incluso superficial de su estatus actual sugiere que es un pésimo lugar para comenzar cualquier esfuerzo intelectual. Su significancia para la historiografía nacional contemporánea es absolutamente nula; cuando se le menciona es, por ejemplo, para analizar la sesgada información que ofrece sobre los pueblos prehispánicos, o para estudiar la manera en que dicho manual intenta disminuir el valor político del suicidio de Salvador Allende. El manual de Frías Valenzuela no es un texto que sea capaz de transmitir una comprensión adecuada del desarrollo institucional de nuestra nación.
Las cosas son ligeramente distintas con Alberto Edwards. Dicho autor, como señala Cristián Gazmuri en su obra sobre la historiografía nacional, “más que un historiador, fue un ensayista histórico”, cuya obra tiene el valor de ofrecer una narrativa política del desarrollo histórico chileno. Edwards es, ciertamente, alguien que hay que leer. Pero es alguien que hay que leer por lo explícita y, por ende, clarificadora que es su filiación política; no porque ofrezca un análisis completo y sofisticado de la realidad histórica nacional, en este caso del sistema de partidos políticos.
De hecho, hay pocas cosas que Edwards desprecie más que los partidos políticos. Edwards es un pensador autoritario que publica su más importante obra, La Fronda Aristocrática, desde las páginas de El Mercurio; y que, tras concluirla en 1928, se la dedica a Carlos Ibáñez del Campo, en el momento de mayor dureza de su dictadura. A tono con los nacionalismos autoritarios que en la década del 20’ y 30’ comienzan a apoderarse de países como Italia y Alemania, Edwards odia la discrepancia, el desorden y la decadencia moral que, en su opinión, los partidos políticos traen consigo.
Quizás lo único que Edwards desprecia más que los partidos políticos –cuando él escribe, los partidos políticos con representación parlamentaria significativa todavía son organizaciones de la élite– son las demandas populares por participación que comienzan a visibilizarse en su época. Por ejemplo, en el capítulo final de La Fronda, y reivindicando el sentido monárquico del presidencialismo portaliano, Edwards critica a los partidos políticos “burgueses” por haber establecido “poco a poco la dictadura jurídica del proletariado” a través del “sufragio universal”. Esta es la misma crítica, por cierto, que Jaime Guzmán hará cinco décadas después, al amparo de otra dictadura.
Toda la obra ensayística de Edwards gira en torno a la misma temática: el autoritarismo de Portales construyó aquello que de grandioso hay en Chile; y la política partidista lo destruyó. En este caso específico, Ignacio Walker recomienda un libro, Bosquejo histórico de los partidos políticos de Chile, que Edwards escribió en 1904, y que Eduardo Frei resolvió continuar en 1949, mucho después de la muerte de Edwards en 1932, con el título Historia de los partidos políticos chilenos. Más allá de que Edwards no haya podido dar su consentimiento a este hecho, es muy significativo que Frei haya resuelto continuar dicho libro; así como también lo es que Walker lo invoque hoy en día.
Al tomar el libro de Edwards como punto de partida del suyo, aceptando como propio el relato sobre el sistema de partidos en el siglo XIX que Edwards ofrece en su texto, Frei delató seguir adhiriendo al relato histórico tradicionalista que caracterizaba al Partido Conservador en la década de los 30’, época en la que Frei militó en dicha colectividad (recordemos que la revista de la Juventud Conservadora, donde Frei comenzó su participación política, se llamaba “Lircay”, en honor a la batalla de 1829 donde triunfó el ejército financiado por Portales). Y Walker –paradojalmente, descendiente precisamente del tipo de oligarcas parlamentaristas que el nacionalista Edwards despreciaba–, al invocar el libro de Frei, establece una continuidad transgeneracional entre el presente y aquel rescate demócrata cristiano de la tradición conservadora; en otras palabras, para ‘defender’ a los partidos políticos hoy, Walker se apropia, vía el Frei de fines de los 40’, del autoritarismo nacionalista de hace ciento diez años.
Y es aquí donde surge lo más relevante, políticamente hablando, de las palabras de Ignacio Walker. Al proponer la visión autoritaria de Edwards como una narrativa para comprender el desarrollo histórico político chileno, y al reivindicar con sus propias palabras el valor del modelo de partidos del siglo XIX, construido en ausencia de toda participación de las clases medias y populares, Walker está diciendo algo significativo sobre su visión del presente. Lo que Walker está confesando es que entiende la política de partidos tal como ella se llevaba a cabo en la época de su antepasado, el senador conservador Carlos Walker Martínez; la entiende como la gestión ‘desde arriba’, desde la élite, de los problemas de ‘los de abajo’, de los sectores mesocráticos y populares. Por ello, a él le parece que puede existir continuidad entre el modelo de partidos surgido en el siglo XIX tras la ‘cuestión del sacristán’ y el actual modelo de partidos.
Y, en cierto sentido, ¡Walker tiene razón! Pues la característica que define al modelo de partidos de la era de la transición es, como ha sido observado, que en ellos no hay representación de los intereses sociales de ningún grupo que no sea el empresariado o el alto funcionariado de los partidos. Esto, en todo caso, no significa que el modelo de partidos de la transición tenga, literalmente hablando, continuidad con el modelo de partidos del siglo XIX. Dicho modelo fue sustituido en la década del 30’ por un modelo pluriclasista de partidos y de organizaciones sindicales y gremiales, que, si bien no fue perfecto, al menos ofrecía mejores condiciones que el modelo actual para la participación de distintos grupos sociales en la distribución del bienestar y del poder.
Dice mucho políticamente (y, quizás, también sicológicamente) que Walker busque inspiración política en el siglo XIX y no en el siglo XX, cuando su propio partido buscó contribuir a la expansión de la base social del Estado de Compromiso mediante la sindicalización de la fuerza de trabajo campesina. Dice mucho también que Walker invoque una época en que la tecnocracia, esa misma que está encarnada en la Comisión Engels, todavía no había alcanzado el protagonismo que ella lograría durante el siglo XX de la mano de los gobiernos de Alessandri e Ibáñez en la década de los 20’, y que continuaría teniendo, particularmente en la forma de los economistas de la CEPAL, de Chicago, y, hoy en día, de CIEPLAN.
Es importante, en todo caso, dejar en claro que el tener una vasta cultura no es –pese a lo que parece creer Walker cuando se acuerda de que tiene un doctorado– una exigencia para hacer política. Pero si alguien se pone a dar recomendaciones bibliográficas –sobre todo, si lo hace intentando marcar un punto político– entonces se expone a la crítica disciplinaria y política de sus recomendaciones.
Y lo que cualquier persona familiarizada con la literatura historiográfica sobre el sistema de partidos políticos chilenos podría decir en este caso, es que resulta absurdo ponerse a uno mismo en una posición de superioridad epistémica (como Walker hace con Engels) cuando se cita a Frías Valenzuela; y que resulta contradictorio ‘defender’ a los partidos políticos cuando se cita a Edwards, un férreo crítico de ellos (además de que constituye un acto profundamente reaccionario, pues supone promover como modelo el mundo preferido por Edwards, esto es, un orden político con pocos espacios de participación y sin representación de los intereses de clases distintas de la élite). En definitiva, quizás Walker deba reconsiderar su vocación de historiador de ocasión.
*Publicado en Redseca.cl