No es fácil ser católico hoy en Chile; me refiero a vivir la fe públicamente. Que se viva la fe en privado es para muchos lo deseable y así los creyentes nos extingamos como una curiosidad o una rareza. Pero los discípulos de Jesús estamos llamados a dar testimonio de nuestras creencias y a expresarlas públicamente; de lo contario estaríamos defraudando el mensaje de nuestro fundador.
Chile no es un país laico –la separación de la Iglesia y Estado no hizo de nuestra Patria un Estado laico–, Chile es un país aconfesional, que respeta todas las religiones y demás creencias. Si fuera verdaderamente laico debiera respetar y promover las distintas religiones, la ausencia de estas o la indiferencia. Lo que se ve es que, por cualquier razón o por ninguna se ataca, distorsiona y se ofende la fe de los cristianos católicos. Ello es un desprecio de la identidad nacional que, aunque no guste, es católica, tal como lo muestra la historia.
Muchos han reciclado el laicismo –que, como se sabe, es un concepto acuñado para obtener la separación de la Iglesia del Estado– y hablan de laicidad del Estado, cuyo fin sería garantizar la igualdad de todas las convicciones ante la sociedad y su expresión como Estado. Es una laicidad neutra, lo cual es imposible; por ello no hay respeto por algunos grupos, simplemente porque no hay personas neutras carentes de convicciones como las religiosas. Así que no hay religión sin expresión pública, la cual en el caso de los cristianos implicaría una infidelidad a Jesús y a su Evangelio.
Nada más lejano de la lógica que entender que la profesión pública de la fe entraña una discriminación o un privilegio; no, por lo menos, en el caso de la fe cristiana. Al contrario, cuando se propone impedir exhibir las creencias cristianas se pone de manifiesto una intolerancia y discriminación contra una manifestación que la sociedad nuestra y la humanidad conocen desde hace mucho tiempo. Mal que mal el humanismo es una creación de la tradición grecolatina y, con posterioridad, cristiana.
[cita] Las autoridades y las leyes nos deben cuidar a todos, se gobierna para todos, también para nuestro bien, La pretendida laicidad, si es cierta, debe prescindir de toda inclinación religiosa o ideológica sin imponer nada a nadie y promoviendo la libertad y los derechos de todos. Es decir, en nombre de la laicidad no se nos puede imponer la ideología laica, en nombre de la libertad no se nos puede inhibir la expresión de nuestros valores, tampoco exigir que ante cualquier iniciativa nos pongamos contentos y casi que se nos obligue a celebrar. Eso se llama totalitarismo y es un atentado a las conciencias[/cita]
¿Qué es lo malo que hacemos? Anunciar al Señor, no imponer sino convertir y declarar qué moral tenemos; aquí puede estar el nudo del anticatolicismo que está de moda (y del anticristianismo en general). Lo que les molesta no son los puntos de vista teológicos, religiosos, filosóficos incluso, nada de eso, es la ética asociada íntimamente a la fe que profesamos, por ejemplo, no nos gusta el matrimonio homosexual, está prohibido en nuestro libro sagrado –más allá de que algunos activistas esperan que cambiemos de fe bajo la amenaza de que discriminamos–, pero respetamos, tal como dicen nuestras orientaciones morales, a la persona de orientación homosexual; no nos gusta el lucro, tal como se enseñó desde la Edad Media, lo que nos diferencia de nuestros hermanos reformados; nos escandaliza que hayamos llegado a discutir –aunque sea “con altura de miras”, como decía la Presidenta refiriéndose al proyecto sobre despenalización del aborto– el homicidio de un inocente para solucionar un problema. La decadencia moral como bandera, ciertamente no, aunque tal proyecto se enarbole como un progreso. El “aborto progresista” no existe.
Se nos quiere imponer una fe incompleta, leve, y una moral ajena, todo bajo el nombre de lo laico. Amparados en los crímenes cometidos por sacerdotes en contra de niños deberíamos rendirnos y callar. Incluso más, se nos amenaza con tirarnos encima la ley por hacer clases de religión, predicar y hacer catecismo enseñando lo que hace dos mil años hemos enseñado los cristianos. Un prelado americano lo decía bien: “Ahora se afirma erróneamente que es discriminación el hecho de que la Iglesia imparta una enseñanza en las escuelas católicas basada en la Palabra de Dios y en el testimonio… Siendo católicos no podemos renunciar a nuestra forma de vida basada en las enseñanzas de Cristo. Él nos enseñó a alimentar al hambriento, amparar a quienes viven en el abandono, atender a los enfermos y ayudar a los necesitados. Esa es la educación católica que profesamos”, por eso los católicos podemos mostrar amor a todo el mundo, sin apoyar el pecado. Ya hay algunos que quieren suprimir las clases de religión.
Los cristianos no discriminamos, un ejemplo es la condena a la esclavitud por San Pablo. Y el ejemplo procede porque, cuando se dice que una ley que despenaliza el aborto no nos incumbe, que si no estamos de acuerdo nadie nos obliga a abortar, la esclavitud destruye ese comentario; cuando a algún pseudoprogresista se le ocurra despenalizar el tener esclavos se nos dirá: “No se metan, no tengan esclavos si no les gusta”.
Por otra parte, las autoridades y las leyes nos deben cuidar a todos, se gobierna para todos, también para nuestro bien. La pretendida laicidad, si es cierta, debe prescindir de toda inclinación religiosa o ideológica sin imponer nada a nadie y promoviendo la libertad y los derechos de todos. Es decir, en nombre de la laicidad no se nos puede imponer la ideología laica, en nombre de la libertad no se nos puede inhibir la expresión de nuestros valores, tampoco exigir que ante cualquier iniciativa nos pongamos contentos y casi que se nos obligue a celebrar. Eso se llama totalitarismo y es un atentado a las conciencias. Y yo me resisto a vivir una vida sin sentido trascendental, de pura finitud y que sea la insoportable levedad del ser.