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Walker, Engel y la historia de Chile Opinión

Walker, Engel y la historia de Chile

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Sergio Fernández Figueroa
Por : Sergio Fernández Figueroa Ingeniero comercial de la Universidad de Chile. Ha ocupado cargos gerenciales en el área de Administración, Contabilidad y Finanzas, y se ha desempeñado como consultor tributario y contable en el ámbito de la Pyme.
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La historia reciente es impresentable; demasiado vergonzosa. Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que la que comienza a escribirse en estos momentos, no siga igual derrotero. Aunque a Ignacio Walker eso lo indigne.


A propósito de ciertas opiniones de Eduardo Engel, Ignacio Walker manifestó que para hablar de probidad ―porque eso era lo que se discutía cuando el senador hizo sus tajantes declaraciones―, hay que saber historia de Chile.

Independientemente de que uno esté o no de acuerdo con tal aserto (personalmente, no lo comparto en lo más mínimo; después de todo, el experto en probidad es Engel, no Walker), lo concreto es que suena lógico. Si tu pasado te condena, baby, tendría que ser más estricto contigo. Vigilarte más de cerca. Poder controlarte. Saber cada paso que das. En cambio, si la historia demuestra que eres íntegro, incorruptible, honrado a carta cabal, podría dejarte más libre; permitir, incluso, que te autorregules. Todo lo contrario de lo que plantea el desubicado e incontinente (verbalmente hablando, se entiende) Eduardo Engel.

Es un punto de vista a considerar, ¿verdad?

Considerémoslo, entonces. Hagámosle caso al senador, y veamos qué dice la historia de Chile respecto de la probidad de nuestros políticos.

El período a revisar

Un primer punto a resolver es ¿hasta cuándo nos remontamos para efectuar el análisis? Desconozco las cavilaciones de Walker al respecto ―no las ha explicitado públicamente―, pero elucubremos. ¿Será razonable hacerlo hasta la Primera Junta de Gobierno? ¿Hasta los gobiernos de Aníbal Pinto, José Manuel Balmaceda o Salvador Allende, quizás? ¿O hasta la dictadura de Augusto Pinochet? Todos son períodos que nos dicen mucho acerca de la probidad de quienes conformaron (y conforman, en algunos casos) nuestras instituciones políticas. No obstante, parece sensato que nos circunscribamos a aquel donde el actual sistema político ha estado vigente ―después de todo, los proyectos de ley que se están tramitando en la materia, y las opiniones de Engel, fueron causados por actuaciones de los políticos en dicho lapso―, vale decir, a partir de 1990.

¿Qué es “probidad”?

Un segundo punto a definir es qué entendemos por “probidad”. Para ello, parece adecuado remitirse al denominado “principio de probidad administrativa”, establecido en el artículo 52, inciso 2°, de la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de Administración del Estado, que la define como “observar una conducta funcionaria intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el particular”.

En consecuencia, si queremos saber qué nos dice la historia acerca de la probidad de nuestros políticos ―que es lo que, al parecer, le exige Walker a Engel (y a todos los que, como él, nos sentimos con derecho a opinar de probidad)―, para este caso particular nos debería bastar con revisar si, desde 1990 a la fecha, estos han observado una conducta funcionaria intachable y un desempeño honesto, con preeminencia del interés general sobre el particular.

Interesante y motivadora tarea la que nos encomendó el senador, ¿no le parece?

[cita]Se lo repito, para que lo digiera. $ 101.634 millones nos ha costado a todos los chilenos, solo por concepto de dietas parlamentarias, la falta de probidad de quienes suscribieron el acuerdo y de quienes, con su silencio cómplice ―la mayor parte, si no todos, de los parlamentarios en ejercicio en ese entonces―, lo avalaron y lo aprobaron. Esa, estimado lector, es la historia. La que exigió tener presente Ignacio Walker. Como usted puede ver, razones de peso tenía el hombre para hacerlo.[/cita]

Las dietas parlamentarias y el ingreso mínimo

Ahora bien, como han sido nuestros parlamentarios quienes se han visto más zarandeados por este asunto de la probidad, y ya que fue justamente uno de ellos el que exigió este análisis histórico, ¿qué le parece si, para partir, analizamos las dietas parlamentarias? Mal que mal, la probidad de nuestros congresistas debería reflejarse en la forma en que estas han evolucionado.

Si usted, esforzado parlamentario, no ha legislado en su propio beneficio, su dieta debería haber obtenido una reajustabilidad similar al promedio de las rentas del resto de la población. Incluso más, dado que los sucesivos gobiernos del período bajo análisis (todos, incluido el de Piñera) mencionaron el combate contra la desigualdad como uno de sus principales objetivos, las dietas tendrían, necesariamente, que haberse reajustado menos que el ingreso mínimo. Si no, ¿de qué combate contra la desigualdad estamos hablando? Por el contrario, si usted actuó a ese respecto en su propio beneficio, si usted se aprovechó de su cargo, si usted faltó a la probidad, su dieta (y también sus asignaciones, en especial aquellas no sujetas a rendición) debería reflejarlo, con reajustes sustancialmente superiores a los recibidos por el chileno promedio y, por cierto, por nuestros compatriotas menos favorecidos.

Así, pues, le propongo que comparemos la evolución de las dietas parlamentarias, desde 1990 a la fecha, con la registrada para el sueldo mínimo.

¿De acuerdo? Procedamos, entonces.

Las gélidas cifras

Entre 1990 y 2015, nuestro periodo de análisis, el ingreso mínimo creció 8,7 veces (de $ 26.000 a $ 225.000). En ese mismo lapso, la dieta parlamentaria se incrementó 17,02 veces (de $ 536.094 a $ 9.121.805), vale decir, casi el doble. Como consecuencia de lo anterior, si cuando volvió la democracia la dieta representaba 20,6 veces el ingreso mínimo, a la fecha representa 40,5 veces.

Las cifras, como puede usted constatar, son lapidarias e implacables. ¿Preeminencia del interés general sobre el particular, le escuché? Está hablando en broma, ¿verdad? Porque resulta más que evidente que en materia de dietas, primó el interés particular de nuestros parlamentarios sobre el del resto de los chilenos. Ellos legislaron en su propio beneficio. No hay otra explicación posible para tan ingente e impropio privilegio.

¿Cómo ocurrió esto? ¿Cómo logró el Congreso, ante nuestras propias narices, favorecerse de manera tan brutal? Disequemos un poco la información existente al respecto, para ver qué nos muestra.

Las dietas y los sobresueldos

Entre 1990 y 2000, en los períodos de Aylwin y Frei, no ocurrió nada destacable en la materia en cuestión. Entre marzo del primer año y el mismo mes del segundo, la dieta parlamentaria aumentó 3,17 veces (de $ 536.094 a $ 1.701.181), y el ingreso mínimo lo hizo 3,48 (de $ 26.000 a $ 90.500). Nada que objetar, como usted puede ver, incluso desde el punto de vista equitativo, ya que la dieta pasó de ser 20,6 veces el ingreso mínimo, a solo 18,8.

Todo se derrumbó, no obstante, a partir de allí. En el período de Ricardo Lagos aparecieron los sobresueldos y los acuerdos políticos impresentables, y las dietas se dispararon. Anote lo que ocurrió durante el nefasto gobierno de ese señor. A marzo de 1990, la dieta parlamentaria ascendía, como ya está dicho, a $ 1.701.181. A marzo de 1996, cuando Lagos abandonó el poder, había crecido a $ 5.596.486, esto es, un 229%, en circunstancias que el ingreso mínimo había aumentado, en el mismo período, solo un 40,9%.

OK, aquí es donde entra la probidad. ¿Por qué se produjo ese tremendo incremento? ¿Cuáles fueron las razones? ¿Estaban mal pagados nuestros parlamentarios? ¿Existió algún estudio serio que plantease que aquel aumento era no solo necesario sino que indispensable? Pues bien, no existió estudio alguno, ni de los serios ni de los otros; ni de los sesudos ni de los “Peñailillo style”. Ni siquiera hubo asesorías verbales, de esas que tan bien saben hacer los hijos de Pizarro. Tampoco, almuerzos pagados a precio de rubí, como los de Velasco. Nada, pero absolutamente nada. ¿Qué ocurrió, entonces?

Sucede que en algún momento los funcionarios con cargos políticos del gobierno de Lagos decidieron, por sí y ante sí, que estaban mal pagados. ¿En relación con quién? Nunca se supo. Simplemente, la plata no les alcanzaba y querían ganar más. Se podrían haber marchado al sector privado ―mal que mal, nadie los obligaba a quedarse en el sector público―, pero no. Querían que el Estado ―o sea, todos nosotros― les pagara más. ¿A título de qué? A título de nada. Simplemente, porque ellos estimaban que sus sueldos eran muy bajos en relación con el aporte que estaban efectuándole al país. Y como eran ágiles y proactivos, tomaron el toro por las astas y comenzaron a pagarse sobresueldos. ¿Cómo los fijaron? Misterio absoluto. ¿De dónde sacaron los recursos? De partidas a disposición de los cargos directivos, que habían sido aprobadas en el presupuesto para otros fines.

Cuando este desfalco (porque eso era: un desfalco; una malversación) se conoció, pareció que iban a volar plumas. El gobierno de Lagos tambaleó. Si la probidad se hubiese impuesto, si lo dispuesto en el primer párrafo del artículo 8° de nuestra Constitución se hubiera cumplido, un número muy importante de funcionarios gubernamentales tendrían que haberse ido para la casa, sin perjuicio de sus responsabilidades penales. De capitán a paje. Y, por cierto, las dietas parlamentarias no se habrían reajustado; al menos no en ese momento.

Sin embargo, no ocurrió así sino todo lo contrario. Los funcionarios ímprobos no solo permanecieron en sus cargos, sino que no fueron sancionados por sus actos. Ni siquiera pagaron impuestos por los sobresueldos (no eran renta, según el director del SII de la época), y más encima recibieron como premio, acuerdo con la UDI mediante (¿se ha fijado que la UDI parece estar involucrada en cada acto cuestionable que se conoce?), un feroz reajuste de sus remuneraciones. ¿Y la conducta funcionaria intachable? ¿Y el desempeño honesto? ¿Y la preeminencia del interés general sobre el particular? Pues, quedaron guardados en el desván de los trastos inservibles para una oportunidad más propicia.

Ahhhh, la historia…, cuánta razón tiene Walker acerca de su importancia.

Pero el vergonzoso acuerdo Lagos-Longueira (el mismo Longueira de la Ley de Pesca) no traía en sí mismo aparejado un reajuste de las dietas parlamentarias. Por lo menos, eso es lo que el gobierno de Lagos informó a la opinión pública. Si usted revisa la web, todavía encontrará declaraciones de Ricardo Lagos en persona señalando que “no sería justo” que los parlamentarios se aprovechen de un eventual aumento de los sueldos de los ministros. También los ministros José Insulza y Mariano Fernández se pronunciaron en igual sentido. Incluso, algunos parlamentarios compartieron, al menos de la boca hacia afuera, dicha apreciación. No obstante, la historia (¡otra vez la historia!) es conocida. El gobierno de Lagos, que tiene la iniciativa legal exclusiva en estas materias, no tomó medida alguna compatible con sus declaraciones y dio curso al saqueo: las dietas parlamentarias se reajustaron, a comienzos de 2003, en un 140% (le comento que también fueron favorecidas por el reajuste general, de un 3%, que se otorgó al sector público a fines de 2002; no se pierden una estos señores parlamentarios).

De manera que ese es el origen de las actuales retribuciones de nuestros parlamentarios y de la brutal diferencia de reajustabilidad que ellas sufrieron en relación con el ingreso mínimo. Fue, ni más ni menos, el aprovechamiento por parte de nuestros parlamentarios, en beneficio propio y en perjuicio del interés general, de una coyuntura. Una “viveza parlamentaria”. Una pillería. O, si lo prefiere, derechamente, una sinvergüenzura.

Varios de los próceres de esa gesta, ocurrida hace 13 años, se hallan aún enraizados en los pasillos y oficinas de nuestro Congreso. Saben, por ello, de lo que estamos hablando. El actual presidente del Senado, Patricio Walker, hermano del reclamante en este caso, era diputado entonces y participó, junto con colosos de la talla de Fulvio Rossi, Guido Girardi e Iván Moreira, de esta vergonzosa e impresentable decisión. El asesor de SQM Jaime Orpis, el experto cocinero Andrés Zaldívar, el progenitor de asesores verbales Jorge Pizarro, Jovino Novoa, Hosaín Sabag, Hernán Larraín, entre otros (¿le suenan conocidos esos nombres?), estaban ya en el Senado. Hay tanta historia…

¿Qué habría ocurrido si…?

Vamos al terreno de la política ficción. ¿En qué pie estarían las dietas parlamentarias, si nuestros congresistas no hubiesen resultado beneficiados, con plena conciencia, por el escandaloso contubernio Lagos-Longueira? Es sencillo determinarlo. Basta con tomar sus montos preconnivencia y aplicarles los reajustes que obtuvo el sector público en los años posteriores. Considerando lo señalado, la dieta parlamentaria ascendería a $ 3.384.334, monto que es solo 15,04 veces mayor que el sueldo mínimo, y que representaría un crecimiento de 6,31 veces respecto de la cifra en 1990. Infinitamente más razonable y equitativo, ¿no le parece? ¿O a usted se le antoja muy exiguo? A mí no, fíjese.

¿A cuánto asciende la sobredieta?

Ahora, ¿en cuánto ha perjudicado este obsceno reajuste al interés general? En lo que respecta a las dietas, es fácil calcularlo. Basta con proyectar la dieta original, aplicándole los reajustes públicos generados año a año, y determinar las diferencias respecto de la dieta efectiva.

¿Sabe cuál es el monto en exceso que esta vil decisión le generó al erario nacional desde 2003 a la fecha? Asómbrese. Por cada parlamentario hemos pagado, como consecuencia del acuerdo Lagos-Longueira, $ 632,8 millones por concepto de sobredieta (parece una denominación adecuada para este escandaloso reajuste, ya que es consecuencia directa del acuerdo para tapar los sobresueldos). Multipliquemos ahora dicho valor por los 158 parlamentarios para determinar la suma total, que asciende a $ 99.979 millones. Si le agregamos a este monto lo recibido en exceso por los senadores designados en el período 2003-2006 (3 años, 2 meses y 10 días por 9 senadores), $ 1.002 millones, llegamos a la increíble cifra de $ 101.634 millones.

Se lo repito, para que lo digiera. $ 101.634 millones nos ha costado a todos los chilenos, solo por concepto de dietas parlamentarias, la falta de probidad de quienes suscribieron el acuerdo y de quienes, con su silencio cómplice ―la mayor parte, si no todos, de los parlamentarios en ejercicio en ese entonces―, lo avalaron y lo aprobaron. Esa, estimado lector, es la historia. La que exigió tener presente Ignacio Walker. Como usted puede ver, razones de peso tenía el hombre para hacerlo.

A manera de conclusión

Esta, como usted sabe, es solo una de las faltas a la probidad de nuestros parlamentarios. Hay varias más, incluyendo las que hemos conocido desde el año pasado a la fecha. Hay parlamentarios en ejercicio condenados a penas remitidas. Están los casos Penta y SQM. Está la Ley de Pesca y quién sabe cuántos casos más. Dígame, usted, ahora, ¿son suficientemente confiables nuestros parlamentarios como para permitirles que se autorregulen? Está clarísimo que no, ¿verdad? Hay por lo menos 101.634 millones de razones para impedirles que lo hagan; para controlarlos de la forma más estricta posible. Son, qué duda cabe, gente peligrosa si se les da largona.

Entonces, ¿qué razón existe para no hacer caso, al pie de la letra, a las recomendaciones de la comisión Engel en relación con el Congreso y el financiamiento de los partidos políticos? ¿Ve usted alguna? ¿Aunque sea una?

El pasado, baby, te condena. Sin atenuantes. Tu historia es más propia del cine negro que del escenario político. Tenemos que controlarte al hueso. Eso no admite discusión posible. Así que, ¡basta de excusas y de berrinches!

De todas formas si usted, estimado lector, conoce a Ignacio Walker, coméntele que no persista en sus exigencias de recurrir a la historia. Adviértale que es para peor, que se está haciendo un harakiri; que si la gente investiga en detalle la historia del actual Congreso, del que nació en 1990, y toma conciencia de ella, capaz que hasta llegue a cuestionar las medidas propuestas por la comisión Engel por ser excesivamente blandas y permisivas.

Y si conoce al hermano, el actual presidente del Senado, sugiérale que pida unas clases urgentes de transparencia a su colega, el presidente de la Cámara de Diputados. A ambas cámaras les pedí idéntica información, dietas históricas, en la misma fecha. Mientras la Cámara de Diputados me entregó la información el mismo día en que la solicité (¡el mismo día!), el Senado me contestó a la semana siguiente para decirme que debía efectuar la solicitud por otro conducto, ¡para asegurarme de que se le dé la debida tramitación dentro de los plazos que la ley establece! Como Condorito, exijo una explicación.

Y como ciudadano, igual que usted, exijo la mayor seriedad, la máxima transparencia y el control más estricto posible respecto del accionar de nuestro Congreso y de los partidos políticos. La historia reciente es impresentable; demasiado vergonzosa. Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que la que comienza a escribirse en estos momentos, no siga igual derrotero. Aunque a Ignacio Walker eso lo indigne.

Total, estoy seguro que tanto Engel como nosotros sobreviviremos a su indignación. ¿No cree usted?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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