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Colusiones y codicia

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«Los grandes empresarios que tanto se han beneficiado de una economía libre no parecen entender que el sistema puede ser reventado desde dentro –y desprestigiado hacia afuera– por conductas como las que hemos visto. Hay ciertas cosas, como el mismo mercado, que no pueden ser privatizadas: siempre requieren de acción en común».


“El mercado es cruel” fue una de las frases famosas de Patricio Aylwin. La competencia salvaje es una de las cosas que se le critica al sistema de libre mercado. Por supuesto: la competencia exige innovar, perfeccionarse, ser más eficiente, creativo… Es mucho más cómodo tener la seguridad de que las cosas se van a mantener como están, pero para eso hay que amarrar algunas piezas móviles.

Lo curioso, o no tanto, es que los grandes empresarios comparten estos sentimientos, y si algo ha dejado el escándalo que han causado los últimos casos de colusión, es una reivindicación del libre intercambio; el control de precios (antes practicado por el Estado) ya no parece una medida tan sensata, aunque genere estabilidad. La gente se da cuenta de que la competencia es beneficiosa para ella.

Por otra parte, los grandes empresarios que tanto se han beneficiado de una economía libre no parecen entender que el sistema puede ser reventado desde dentro –y desprestigiado hacia afuera– por conductas como las que hemos visto. Hay ciertas cosas, como el mismo mercado, que no pueden ser privatizadas: siempre requieren de acción en común.

El sentimiento que esto ha generado es de indignación, que da lugar a juicios mediáticos, linchamientos en las redes sociales y cosas por el estilo. Es natural, la impotencia es de las cosas que dan más rabia. Pero esta indignación pública no es fácil de manejar porque, colectivamente, hemos renunciado a aquello que nos permitiría comprenderla. El problema no es técnico, sino moral. Sobre lo técnico se pueden decir muchas cosas, incluso que las últimas colusiones no han dañado al mercado puesto que no impedían la entrada de nuevos jugadores (si los precios hubieran sido demasiado altos, otros hubieran entrado a competir, pero no lo hicieron), pero lo importante no está ahí.

El problema está primero en el corazón del hombre. ¿Por qué unas personas que tienen mucho quieren todavía más? Existía un nombre para eso: codicia. Nadie está a favor de la codicia, claro, pero como la codicia es un amor excesivo por las riquezas, la mentalidad contemporánea naufraga ante un concepto como ese. ¿Quién puede decirle a otro que lo que ama, o cómo lo ama, no está bien? Si cada uno tiene su moral personal, la codicia puede ser tan buena como la generosidad (como lo explica el tango “Cambalache”). Es verdad que para convivir ha de haber reglas comunes, pero de ahí a decir que una conducta o disposición es objetivamente mala…

Por supuesto, aquí se está olvidando algo, que el relativismo contemporáneo se ha protegido introduciendo una salvedad: cada uno define lo que es bueno para sí, siempre que no dañe a los demás. Esto puede servir de consuelo, hasta que surge el desacuerdo sobre lo que constituye daño, o hasta que alguien simplemente decide ignorar la salvedad porque es suficientemente poderoso como para hacerlo sin mayores consecuencias. Y surge la indignación ante el atropello, pero sin la capacidad real de comprender lo que ha ocurrido.

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