Es un hecho que la participación en la Iglesia, y de la Iglesia en el foro público, hace agua. Hablo de la Iglesia con mayúscula, la de todos los bautizados. Al interior de ella misma las comunicaciones son sumamente precarias. Pero si tampoco en público esta participación es bien vista, la situación es lamentable. Para el cristianismo no se llega a la verdad más que a través de la libertad y, por vía contraria, la verdad a la que se puede llegar solo puede ser liberadora.
La presencia de la Iglesia en los espacios públicos –debate universitario, parlamentario, judicial, etc.–, sobre todo su actuación en la sociedad de las comunicaciones y los medios se ha vuelto extremadamente compleja. Centrémonos en la legitimidad y la manera en que la participación de la Iglesia en el mundo de la comunicación puede realizarse desde el punto de vista de la misma fe cristiana. El otro punto de vista, es el de la sociedad en la que la Iglesia y demás religiones pueden comunicar sus creencias, lo cual es discutido por la filosofía política. No hablaremos de esto.
Esta presencia y participación de la Iglesia en el espacio público tiene al menos dos problemas. Uno, la identificación de la Iglesia con la institución eclesiástica, siendo que la Iglesia está constituida por todos los bautizados. Los mismos católicos hablan de “la Iglesia” para referirse al Papa, a los obispos y a los sacerdotes. Este error por restricción acarrea como primera consecuencia que los laicos se van desentendiendo progresivamente de su pertenencia eclesial. Muchas veces dicen no estar de acuerdo con “la Iglesia”, queriendo decir que no están de acuerdo con la institución eclesiástica, pero terminan por autoexcluirse.
El otro problema es el infantilismo de los mismos bautizados; de todos, del clero y de los laicos. Estos no se sienten ni preparados ni autorizados a pensar por sí mismos y discutir con sus autoridades religiosas. El clero, por su parte, suele acudir en socorro de esta impreparación con solicitud, pero también cultivándola. Desde que los laicos, sin embargo, han comenzado a superar la minoría de edad, la crisis eclesial se ha agudizado. El mejor curso posible de esta emancipación ha podido ser levantar los laicos la cabeza y pedir razones a la institución, rendición de cuenta, accountability. Y el peor, despedirse con un portazo o profundizando el cisma blanco: las autoridades hacen como que enseñan y los laicos hacen como que oyen. Por muchas partes se percibe una licuación de la pertenencia religiosa.
Es un hecho que la participación en la Iglesia, y de la Iglesia en el foro público, hace agua. Hablo de la Iglesia con mayúscula, la de todos los bautizados. Al interior de ella misma las comunicaciones son sumamente precarias. Pero si tampoco en público esta participación es bien vista, la situación es lamentable. Para el cristianismo no se llega a la verdad más que a través de la libertad y, por vía contraria, la verdad a la que se puede llegar solo puede ser liberadora. Pero no es esta la experiencia hodierna de los cristianos, al menos de los católicos.
[cita tipo= «destaque»]A propósito de otro asunto, no han faltado eclesiásticos que han lamentado que las víctimas de los abusos del clero hayan recurrido a los medios de comunicación pidiendo justicia. Pero, si estas víctimas no lo hubieran hecho, no habríamos sabido lo ocurrido. Si estas víctimas no hubieran ventilado su drama en los medios, la institución eclesiástica no habría abierto los ojos ni habría comenzado a aprender de sus errores, cosa que sí está haciendo.[/cita]
Puesto que el Evangelio de la libertad es responsabilidad de todos, todos los bautizados han de poder participar en el foro público sin problemas e incluso a veces por obligación. La evangelización es una responsabilidad colectiva, institucional, pero primariamente personal: son personas que han tenido una experiencia personal de Dios quienes comunican a los demás, en privado o en público, qué les ha ocurrido con Él. Esta es la clave de bóveda del asunto que estamos abordando. La Iglesia no es una familia. No corresponde aplicarle el dicho “la ropa sucia se lava en casa”, las veces que se hace público algún escándalo. Ella pretende tener una buena noticia para todos los ámbitos de la vida humana, los privados y los públicos. La jerarquía eclesiástica no debiera mirar mal que cualquier bautizado, sea sacerdote o laico, anuncie el Evangelio como le parezca y pueda discutir públicamente los modos en que los demás lo hacen. Se dirá que algo así puede generar confusión en quienes no están preparados. Exacto: en la era de la Ilustración la institución eclesiástica no puede seguir tratando a los fieles como niños. No hay vuelta atrás. Pero sí es posible quedarse abajo de la historia.
En este sentido, ha sido impresionante que el Papa Francisco haya largado a los católicos 38 preguntas sobre la familia, y la vida sexual y afectiva, a través de los medios de comunicación, abriendo así un debate a todos los niveles, incluso sobre algunos temas considerados intocables. Este gesto de apertura del Papa no ha sido suficientemente bien recibido. Sirva de botón de muestra: en muchos países la jerarquía eclesiástica no ha creado las vías para la discusión de estos asuntos. Ha temido a los laicos que piensan. La jerarquía alemana, por poner un ejemplo contrario, triunfó en el Sínodo porque recogió la opinión de su Iglesia y supo fundamentar con argumentos teológicos el cambio que impulsó.
A propósito de otro asunto, no han faltado eclesiásticos que han lamentado que las víctimas de los abusos del clero hayan recurrido a los medios de comunicación pidiendo justicia. Pero, si estas víctimas no lo hubieran hecho, no habríamos sabido lo ocurrido. Si estas víctimas no hubieran ventilado su drama en los medios, la institución eclesiástica no habría abierto los ojos ni habría comenzado a aprender de sus errores, cosa que sí está haciendo. Si alguna institución quiere elaborar protocolos de cuidado de menores, que acuda a las oficinas o a los colegios de Iglesia. Allí encontrará una opinión experta.
Otra razón teológica que obliga a la Iglesia –a todos los bautizados– a evangelizar y a revisar su evangelización en público, es el mandato del Concilio Vaticano I (1869-1870) de articular fe y razón. El cristianismo no exige fe de carbonero. Es cierto que la fe en el Dios de los cristianos sobrepasa la mente humana; por cierto, no es fácil creer en un mundo tan sufrido que el secreto último de la realidad es el amor y que este amor triunfará al final de la historia. Pero el cristianismo cree en el Creador de la razón humana con la cual los cristianos tienen que pensar qué significa amar en las circunstancias privadas y públicas de su vida. Los cristianos deben pensar, argumentar y dar razón a los demás de cómo el amor puede ser el primer motivo de la vida en sociedad. Ellos no tienen la receta, sino la obligación de pensar con otros, y aprender de otros, cómo vivir todos juntos. La racionalidad es patrimonio de la humanidad. La fe no la suple ni nadie la posee con exclusividad. La razón opera a través del diálogo interpersonal y sociocultural y, en el caso de los bautizados, a través de un Magisterio que, para orientar la participación de los cristianos en el mundo de los medios, debiera celebrar que lo hagan con libertad.