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Concierto en la Universidad de los Andes

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«En la base de esta controversia hay algo más que la mera admiración de un tipo de música cantada por personas que no comparten las ideas de la institución que la presenta. Se trata de la legitimidad social que tiene el comunismo».


Quienes saben a qué alude el título de esta columna ya conocen la historia, y los que no, pueden revisar los diarios si es que les interesa saber. El intercambio de argumentos que este incidente ha generado ha sido interesante, pero aun así, como dijo Chesterton, en muchas conversaciones modernas, lo innombrable es la base de toda la discusión. Y aunque se haya hablado de tolerancia y de universalidad, hay algunas cosas en esta discusión que quedaron en la penumbra.

Tienen razón quienes dicen que es perfectamente legítimo admirar las cualidades de los adversarios, sin teñirlo todo con la lógica del conflicto. Si uno quiere ir al extremo, el mismo Cristo hace esto en el Evangelio, al poner como ejemplo la astucia de los «hijos de las tinieblas» cuando alaba la inteligencia del administrador injusto. Sin embargo, en la base de esta controversia hay algo más que la mera admiración de un tipo de música cantada por personas que no comparten las ideas de la institución que la presenta. Se trata de la legitimidad social que tiene el comunismo. Es sorprendente que un sistema totalitario, el que ha causado más muertes en el mundo, tenga tanta tribuna en una sociedad como la nuestra. No vale la pena entrar en las razones de ello, que son múltiples, pero es algo no debiera ser. Es inimaginable lo mismo para otros sistemas totalitarios.

Si se pone atención, los ejemplos que se usaron para mostrar que es legítima la admiración del adversario iban todos en la misma dirección. Nadie, aunque piense distinto, se opondría si se dice que se admira el patriotismo de Lagos, la simpatía de Bachelet o la valentía de Escalona. ¿Pero alguien se atrevería a decir –sin temor a escándalo– que admira la visión de estado de Augusto Pinochet, por ejemplo? Es que sólo se puede admirar lo que está pre-aprobado.

No se trata de condenar a personas particulares, sino de tomarse en serio las ideas y los medios que se usan para difundirlas. Respecto de esto es de especial interés la música, que tiene la capacidad para inculcar en el alma sentimientos y disposiciones sin que pasen por el examen de la razón. Esto lo advirtió Platón hace veinticinco siglos en la República y lo reiteró Alan Bloom en El cierre de la mente moderna. Es realmente sorprendente que entre académicos no haya habido mayor mención sobre el rol de la música en la educación de los jóvenes. (Quizás porque es una batalla tan perdida que sólo alguien como Bloom pudo atreverse a alzar la pluma.)

Es que no es tan sencillo resolver el problema de la relación entre la ética y la estética de una obra de arte. Una breve anécdota personal podría ser ilustrativa: cuando empecé a interesarme por el cine un amigo me dijo que sería interesante conocer los documentales de Leni Riefenstahl. Casi no me atreví a pedir en voz alta El triunfo de la voluntad, en aquel videoclub alternativo, cerca de la universidad de Columbia. Cuando lo hice, una de las personas presentes me miró extrañada y dijo «eso es propaganda nazi». Una señora mayor se limitó a añadir «pero está hermosamente filmada». Se pueden reconocer ambas cosas; en nuestro mundo caído el bien y la belleza no van estrictamente unidos, pero eso no implica, jamás, que haya que dar reconocimiento público a quienes pusieron sus talentos artísticos al servicio de una ideología totalitaria (y nos cuesta convencernos de que el comunismo lo es, tanto y más que cualquier otra). Hay que distinguir entre investigar, admirar (parcialmente) y rendir tributo.

El asunto de la prudencia en la acción frente situaciones como ésta queda para otra ocasión.

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