En su columna de ayer, Fernando Atria vuelve a arremeter contra el Tribunal Constitucional (TC). Lo primero que cabe decir al respecto es que Atria pone sobre la mesa varios puntos atendibles. Por de pronto, es cierto que en Chile el debate sobre la legitimidad de la justicia constitucional y, en particular, sobre el judicial review, es exiguo (aunque no inexistente, tal como se advierte al revisar, por ejemplo, Justicia Constitucional de Patricio Zapata, donde este discute precisamente las tesis de Atria en la materia).
Es efectivo, además, que sería recomendable una mayor separación entre la práctica profesional ante el TC y la academia ―llamada a criticar con libertad de espíritu la opinión dominante―, en especial considerando el sitial alcanzado por las cuestiones constitucionales en la discusión pública. Otro tanto, en fin, ocurre con la actitud de cierta derecha política que suele calificar como “inconstitucional” buena parte de lo que considera indeseable, sin notar cuán en contra le juega esto. Es difícil pensar que Atria se equivoque al describir esa tendencia.
Más discutible, empero, es la caracterización del TC como “Tercera Cámara”: dicho así, ello exige matices y precisiones.
Por un lado, en la actividad cotidiana de este tribunal los criterios político-partidistas tienen poco y nada que decir; y, por otro, los fallos en que los jueces asociados a un determinado sector político se han “desmarcado” del mismo no son tan ínfimos ni irrelevantes como Atria da a entender (basta recordar las votaciones de Mario Fernández en “Píldora del día después”, de Jorge Correa Sutil en “Transantiago” y de Hernán Vodanovic en “Ingreso Ético Familiar”, por mencionar algunos ejemplos emblemáticos). Dicha asociación, en todo caso, a veces es elocuente por la trayectoria de los ministros, pero en otras ocasiones muy dudosa y, básicamente, responde a rumores que jamás se verificarán. Por lo demás, los hechos dan cuenta de un panorama equilibrado entre ambas coaliciones a la hora de recurrir al TC. Como quiera que sea, en su composición hoy intervienen, dependiendo del caso, el Presidente de la República, la Cámara de Diputados, el Senado y la Corte Suprema, lo que da cuenta de la naturaleza esencialmente mixta ―y no unívoca― de este organismo.
Con todo, la principal dificultad de la argumentación de Atria va por otro lado, y consiste en una ambigüedad y una omisión.
La ambigüedad se explica así: aunque Atria tuviera razón en todas sus críticas al funcionamiento del TC, de ello no se sigue que una institución de esta clase no deba existir, pero en su análisis ambos planos se confunden. ¿Hasta qué punto sus objeciones, en principio relativas a la operativa de este tribunal, responden más bien a un ideal de democracia caracterizado por la sola expresión de las mayorías contingentes, sin contrapesos ni limitaciones? El punto no es trivial, pues, de la mano de autores tan disímiles como Constant, Tocqueville, Hamilton y Röpke, hay muy buenas razones para pensar que el régimen democrático exige un diseño institucional más complejo. Sin duda la participación ciudadana es central para la democracia, pero también lo es la protección de ciertos derechos básicos ―entre otras cosas, con vistas a asegurar condiciones mínimas que hagan posible esa participación―, y esto último exige algunas limitaciones al poder estatal y, por ende, a las mayorías legislativas. Un Tribunal Constitucional es un instrumento, entre otros, coherente con esos objetivos (y por ello Alemania, Estados Unidos y varios otros países cuentan con algo así como un TC).
[cita tipo=»destaque»]La mayor amenaza contra ese debate y ese autogobierno no es, ni de cerca, el TC. Si algo atenta hoy en día contra la deliberación política al interior de cada Estado es el auge indiscriminado alcanzado por cierta jurisdicción internacional, particularmente dentro del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.[/cita]
La omisión de Atria, un poco sorprendente a estas alturas, dice relación con lo siguiente: su crítica al TC y, en general, a los mecanismos constitucionales que él denomina “trampas” o “cerrojos”, busca reivindicar mayores espacios para el debate político y el autogobierno democrático. Sin embargo, la mayor amenaza contra ese debate y ese autogobierno no es, ni de cerca, el TC. Si algo atenta hoy en día contra la deliberación política al interior de cada Estado es el auge indiscriminado alcanzado por cierta jurisdicción internacional, particularmente dentro del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Este, a diferencia del sistema europeo, no se caracteriza por exhibir razonamientos conforme al margen de apreciación o deferencia hacia las legislaciones locales y, tal como hemos visto durante los últimos años, amenaza con reemplazar sin ningún empacho la deliberación interna en materias altamente polémicas y relevantes. Si se trata de proteger el autogobierno y la deliberación democrática, el punto no puede ser ignorado en una perspectiva como la que propone Atria.
La ambigüedad y la omisión mencionadas, en suma, conducen a mirar con cautela la fuerte crítica que Atria formula contra el TC. De hecho, no es imposible pensar que, al menos en esta ocasión, la vehemencia de la crítica responda al temor de que este organismo acoja la impugnación contra la bullada glosa de gratuidad (respecto de lo cual, dicho sea de paso, nada de lo sostenido ni por Atria ni por mí se pronuncia en concreto). Es de esperar que no sea así, pues, si ese fuera el caso, estaríamos en presencia de una curiosa paradoja: Atria estaría operando de un modo similar al objetado por él ―utilizando la cuestión constitucional para fines propiamente políticos―, solo que a la inversa.