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Un país llamado Chicle

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Sergio Fernández Figueroa
Por : Sergio Fernández Figueroa Ingeniero comercial de la Universidad de Chile. Ha ocupado cargos gerenciales en el área de Administración, Contabilidad y Finanzas, y se ha desempeñado como consultor tributario y contable en el ámbito de la Pyme.
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Hace algunos días, un amigo escritor me envió el guion de una serie televisiva de política ficción que está escribiendo, pidiéndome encarecidamente que, previa lectura, le sugiriese un título. El asunto es que estaba viviendo uno de esos períodos de nula creatividad que, en ocasiones, afectan a los guionistas, y ninguno de los que se le ocurría lo dejaba conforme.

La había titulado, provisoriamente, “Los caradura”. Su justificación para un título tan burdo, chato y deslavado era que un “caradura”, según la R.A.E., es un sinvergüenza, esto es, un sujeto que comete actos ilegales o ilícitos en provecho propio, y la serie trataría justamente de eso, de sinvergüenzas en toda la dimensión de la palabra. Una segunda acepción del término es “descarado” ―aquel sujeto que no se arruga para mentir aunque le estén refregando la evidencia en la cara―, y la serie, según mi amigo, mostraría profusamente ese tipo de personajes. Una tercera, comprende a aquellos cínicos individuos que, conociendo las fechorías de los anteriores, los defienden a brazo partido, alegando que son blancas palomas, diáfanos modelos de probidad y virtud que sufren el martirio de ser acusados y perseguidos injustamente. De acuerdo a lo señalado por mi amigo, habría algunos personajes secundarios en la serie que jugarían ese rol. Y, por último, están los que se conducen como si nada supieran, como si todo les sorprendiera, como si estuviesen permanentemente incomunicados. Son los que, en buen chileno, se hacen los huevones. Dado lo señalado por mi amigo, existirían personajes importantes en la serie que desempeñarían ese papel. Su argumentación, qué quiere que le diga, no me convenció en lo más mínimo. El título provisorio era malo y punto.

Los amigos están para ayudarse unos a otros, ¿no le parece? Además, una serie televisiva sin título es como una naranja sin jugo; como un dieciocho sin chicha ni empanadas; como una Navidad sin pan de pascua ni cola de mono; como los hijos de Pizarro sin sus asesorías verbales; como el mencionado senador sin el mundial de rugby; como Jovino Novoa sin sus delitos tributarios ni su pena remitida; como Peñailillo sin sus copy and paste; como Jaime Orpis sin su relación con Corpesca; como Ricardo Lagos (y Gonzalo Jara) sin su dedo; como el mismo ex presidente sin los sobresueldos; como nuestra Presidenta sin su indecisión; como Sebastián Dávalos sin Caval; como el neoliberalismo sin desigualdad ni concentración de la riqueza; como la Nueva Mayoría sin repartija de cargos políticos; como las AFP sin sus comisiones anticipadas por 35 años; como Sergio Jadue sin sus coimas; como Hermógenes Pérez de Arce sin su candidato Ricardo Lagos;, como el mismo Hermógenes sin su devoción por la figura de Pinochet; como Tamara Agnic sin sus decisiones a favor de las AFP y en contra del bien común; como MEO sin su asesor comunicacional; como Piñera, Longueira, Pizarro, Rossi, MEO, Novoa, Moreira y varios más, sin las facturas ideológicamente falsas; o como un parlamentario sin su millonaria dieta: está trunca, mutilada, irremediablemente incompleta. Puse, pues, manos a la obra, y me leí de pe a pa el guion. Se lo resumo a continuación.

El argumento

La triste y dolorosa verdad, estimado lector, es que los problemas de creatividad de mi amigo parecen ser efectivos. Me atrevo a vaticinar, incluso, que no será postulado al Copihue de Oro (la versión criolla, aunque levemente menos glamorosa, del Oscar). Todo ello porque, le confieso (y por favor, guárdeme el secreto), el argumento de la serie lo encuentro sospechosamente parecido al de “La guerra de las galaxias”.

[cita tipo=»destaque»]Otros posibles villanos serían el senador Cizarro, el padre ejemplar de la serie, que no habría tenido escrúpulo alguno en utilizar a sus propios hijos para sus oscuros propósitos; los aventureros Pecadillo, Piedrecillas y Forrad, a quienes se acusa de ser avezados especialistas en montar máquinas defraudadoras y en dificultar pesquisas judiciales; los pedigüeños profesionales Ella Vaa Kaer, Pedigüeira (el Señor de los Raspados), Corpesquiz y Turbiorrossi.[/cita]

No me malinterprete. No estamos hablando aquí de un vulgar “copy and paste” efectuado en el mejor estilo “peñailillístico”. No, en ningún caso. Sin embargo, tal como en dicha obra maestra (la guerra de las galaxias, no el copy and paste de Peñailillo), hay aquí un brutal enfrentamiento entre el bien y el mal, con personajes buenos (no muchos, por desgracia), malos (muy abundantes) e infiltrados (aparentemente buenos pero que, a la hora de los quiubos, resultan ser malos). Además, está presente la Fuerza y, no faltaba más, también el todopoderoso Lado Oscuro.

La acción transcurre en un ficticio país llamado Chicle (según parece, por la facilidad con que sus instituciones se amoldan a los requerimientos de los políticos de turno), donde el protagonista, un joven (no tanto, en realidad) y esforzado fiscal provinciano (imposible no pensar en Tatooine como su lugar de origen) llamado Carlín Justicewalker, comienza a investigar las posibles ilegalidades que habrían cometido dos connotados aristócratas: los barones Délano y Selasví, dueños del conglomerado empresarial Apesta. Con el apoyo de su mentor y maestro, el poderoso Persecutor Republicano Chahuás Sa Ban, y tres o cuatro padawanes más, Justicewalker arremete sable láser en ristre con su investigación y, pese a la oposición de todas las fuerzas políticas y económicas chicleanas, comienza a destapar la enorme olla de la corrupción política.

El listado de eventuales malvados que, como consecuencia de la acción de Justicewalker y los suyos, salen a la luz, es largo. Anote: el conde Lerú, un siniestro e inescrupuloso que, según parece, pretende adueñarse de un mineral estratégico de inconmensurable valor, y que habría corrompido con dicho propósito, a toda una red de funcionarios de la República chicleana; los ya mencionados aristócratas Délano y Selasví; el mentor de todos ellos, algo así como su maestro sith (¿el Palpatine de la serie?), el malévolo Jodido N’Boa, que además sería el cerebro de una organización ―la UPDI (Unidos Para Defraudar Instituciones)― cuya huella aparece en cada acto corrupto que se comete en el universo. Otros posibles villanos serían el senador Cizarro, el padre ejemplar de la serie, que no habría tenido escrúpulo alguno en utilizar a sus propios hijos para sus oscuros propósitos; los aventureros Pecadillo, Piedrecillas y Forrad, a quienes se acusa de ser avezados especialistas en montar máquinas defraudadoras y en dificultar pesquisas judiciales; los pedigüeños profesionales Ella Vaa Kaer, Pedigüeira (el Señor de los Raspados), Corpesquiz y Turbiorrossi; y varios canallas menores. Esos son los que se mencionan de manera más frecuente en la trama, pero da la impresión de que hay varios más que se mantienen en la penumbra y en el correspondiente anonimato. De hecho, parece que hasta el gato del Parlamento chicleano estaría involucrado.

Respecto de los infiltrados, hay uno cuyo rol es muy similar a los que desempeñaban Saruman en el “El señor de los anillos” y el Conde Dooku en “La guerra de las galaxias, episodios II y III” (incluso se parece a ellos físicamente): el persecutor Malaya. Este personaje, muy ligado al Conde Lerú en el pasado, aparenta ser bueno, pero todo su accionar ha estado enfocado a proteger a los malos y a dificultar el accionar de los buenos.

En relación con los cínicos, el que lleva la batuta es Elmás Caradurín, presidente de la UPDI y además, hágase esa, ¡presidente de la comisión de ética del Senado chicleano! Es como si a una mosca se le encargase supervisar una campaña contra la acumulación de basura. Mi impresión es que mi amigo intentó darle a este personaje un carácter cómico, porque sus intentos de presentar a Jodido N’Boa como un modelo de transparencia y probidad son, de verdad, para la risa.

Ahora, en lo que se refiere a los personajes que alegan desconocimiento e incomunicación, no puedo contarle nada, porque mi amigo optó por pasar (y yo, tengo que reconocerlo, también).

La opinión pública chicleana cumple el rol de la Fuerza. Ella acompaña y protege a los buenos (impidió en reiteradas oportunidades que el protagonista fuera apartado de las investigaciones, por ejemplo), y además presiona a los malos, estropeando una y otra vez sus intentos de meter las asquerosidades bajo la alfombra, y hacer borrón y cuenta nueva.

Por último, está el lado oscuro, esa zona tenebrosa donde existen seres malignos de enorme poder que deslizan sus tentáculos buscando apropiarse de todo el mundo conocido. Ahí cohabitan, entre otros, el “hombre del jarrón” (llamado también “hombre del dedo”, apelativo este ultimo cuya propiedad está discutiendo actualmente con un tal Jara), el voraz, insaciable e hiperkinético “hombre-piraña”, y el más temible de todos, el terrorífico Luke Sith. También juega un papel importante, un papel decisivo, un papel fundamental, un papel higiénico, don Inodoro Coludinni.

El posible desenlace

El guion de mi amigo, todo él, está marcado irremisiblemente por la desesperanza. Da la impresión de que, a pesar de la Fuerza y del encomiable esfuerzo de Justicewalker y de los demás padawanes, el Lado Oscuro terminará por imponerse. Peor que eso, se trasmite la casi certeza de que este es invencible; de que nada de lo que se intente en su contra será coronado con el éxito.

En efecto, los últimos capítulos muestran que, pese a sus éxitos iniciales, el protagonista rápidamente pierde fuerza. Su sable láser cada vez es más pálido y hace menos daño, como si ya no tuviese energía. Para su desgracia, además, su mentor, Chahuás Sa Ban, muestra síntomas de estar siendo abducido por el Lado Oscuro. Inexplicablemente, de hecho, llega a un acuerdo con Jodido N’Boa (reitero mi inquietud, ¿el Palpatine de la serie?), que le permite a este zafar sin castigo de ninguna especie, a pesar de reconocer públicamente sus canalladas (o algunas de ellas, al menos).

Aquí, la copia se me antoja descarada. Muy amigo mío será el guionista, pero hay cosas que no deben hacerse. Porque esa escena en donde Chahuás Sa Ban aparece, pálido, ojeroso, demacrado y tembloroso, dando a conocer el acuerdo, mientras en el fondo se divisa a N´Boa sonriendo irónicamente, se asemeja demasiado a aquella donde Darth Sidious (Palpatine), con al apoyo de Anakin Skywalker, derrota a Mace Windu. Tanto es así que en la escena siguiente, vencido y ya sin fuerzas, Chahuás Sa Ban abandona su alta envestidura y emprende el duro camino del exilio.

Y si lo anterior ya era punto menos que inadmisible, lo que viene a continuación supera todos los límites de la decencia. Porque el sucesor de Sa Ban, el nuevo Persecutor Republicano Charme A Bott, calco de Saruman y del conde Dooku, al nivel de que uno se pregunta si no será el mismo Persecutor Malaya disfrazado. No se lo he preguntado aún, pero estoy seguro de que mi amigo copió textualmente esta parte de “El ataque de los clones”.

Y como si todo lo expuesto fuera poco, asume en la ORINA (Oficina Recaudadora de Impuestos Nacionales) otro aparente infiltrado, Ba Rassa, quien, al parecer, busca enterrar para siempre la vertiente tributaria de todos los posibles casos de corrupción política.

De manera que, según parece, salvo que ocurra un giro impensado, una vuelta de tuerca tipo Night Shyamalan (el de los primeros tiempos, desde luego; no el actual), el asunto se ve muy, pero muy negro. En la serie que está escribiendo mi amigo, definitivamente, no ganarán los buenos.

Por cierto, tal circunstancia la hace poco creíble. ¿Se imagina, siquiera, que en un país real ocurrieran cosas semejantes; que quienes manejan el poder hicieran lo que quisieran, corrompiendo a las instituciones y pasando a llevar la ley? ¿Se imagina que esto ocurriese en Chile, por ejemplo? Resulta casi irrisorio, ¿verdad? Sería imposible. La ciudadanía, el periodismo, el Poder Judicial, la Fiscalía, la sociedad toda, lo impedirían. El argumento, qué duda cabe, es totalmente fantástico. Otra semejanza, una más, con “La guerra de las Galaxias”.

El título de la serie

Habiendo ya leído el argumento, vámonos pues al título de la serie.

Para partir, convengamos en que las buenas series, esas apasionantes, las que se vuelven imprescindibles y nos mantienen pegados al televisor, al laptop o al artefacto que utilicemos para seguirlas, son difíciles de denominar. El problema no es que cueste encontrar alternativas para ello sino que, por el contrario, hay demasiadas. Para esta serie por ejemplo, podrían usarse algunas tales como “Los corruptos (cuando el sucio dinero derriba las febles barreras del honor y la moral)”; “Prepotentes, deshonestos y audaces (ni la ley ni la moral son capaces de detenerlos)”; “Las dietas de la vergüenza (o como políticos son capaces de vender a los ciudadanos por unos pocos pesos más)”; “El hombre que hacía asesorías verbales (o como ganar sin arrugarse una competencia de explicaciones ridículas e impresentables)”; “La pena de Jovino (cuando las penas nos provocan alegrías incontenibles)”; o “Y ahora quién podrá defendernos (cuando perversos políticos se aprovechan de nuestra nobleza)”; y así varias más.

Sin embargo, se me antojan muy rebuscadas. Cursis, incluso.

Yo prefiero algo más simple y más adecuado a la trama de la serie. Algo que, ya en su nombre, contenga toda la información necesaria para saber de qué se trata esta. Algo así como “Un país llamado Chicle”.

Mientras más le doy vuelta, más me convence este posible título, porque un chicle es una sustancia que, al utilizarse, pierde por completo su consistencia y su integridad; es maleable, deformable, dócil, manejable, sumisa, blandengue, mansa y resignada. Usted puede hacer casi lo que quiera con ella. Puede pegársela a alguien en la espalda, y lo seguirá mansamente adondequiera que este vaya. Sin preguntas, exigencias, compromisos ni consideraciones. Puede morderla, masticarla, exprimirla, extraerle todo su contenido, aplastarla, manosearla, amasarla, esconderla debajo del escritorio y obligarla a que se quede ahí, echarla a la basura, lanzarla al piso, pisarla, brindarle el trato más humillante, y lo tolerará de buen grado. Incluso más, intentará aferrarse a quien la pisotea, tal vez para seguir siendo pisoteada una y otra vez. Lo mismo, casi exacto, que le ocurre a ese increíble país que mi amigo describe en su guion (¿cómo puede alguien concebir, siquiera, un país semejante? ¡Cuánta imaginación, por Dios!).

De manera que esa será mi propuesta, estimado lector; la que le entregaré a mi amigo la próxima vez que hable con él. Espero que a usted le convenza y que la recuerde, para que cuando estrenen la serie, aunque ella sea un copy and paste, tome la decisión de verla.

Para que se entere de las cosas fantásticas, increíbles, imposibles, inusitadas, insostenibles, totalmente ajenas a la realidad, que pueden llegar a surgir de la inextricable mente de un guionista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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