Días atrás, Cristobal Bellolio escribió una columna donde intenta establecer una tipología del liberalismo chileno diciendo que “lo que distingue a los liberales en Chile es su posición respecto a la justificación y legitimidad del ejercicio redistributivo del Estado”. Para el abogado, los liberales modernos serían aquellos a favor de la redistribución estatal, mientras los clásicos serían los escépticos de aquello. Lo interesante es que, a partir de esto, el cientista político hace un salto lógico desde el cual deriva una segunda y sutil distinción entre liberales de izquierda –igualitarios o rawlsianos– y liberales de derecha, sin definir con claridad a este segundo grupo.
La primera pregunta que surge ante la tipología establecida es: ¿cuáles son los puntos de confluencia entre las categorías establecidas por Bellolio, que su distinción radicaría en su aceptación o desconfianza en la redistribución estatal?
En ese sentido, la distinción entre liberalismo moderno y clásico, en función de la simple adhesión a políticas redistributivas a secas, parece ser más bien un simple juego retórico del autor. Porque, ¿qué entendemos por liberalismo? ¿Qué entendemos por políticas redistributivas? ¿Por qué un liberal “moderno” debería adscribir a estas? ¿Debería hacerlo a cualquier política redistributiva? Más importante aún, ¿qué puede y no puede redistribuir el Estado? ¿Por qué eso sería moderno?
La apelación de Bellolio a Rawls invita a nuevas incógnitas, como por ejemplo: ¿por qué presumir que desde el velo de ignorancia se llegarán a adoptar políticas de redistribución estatal?, ¿por qué la redistribución sería el criterio de justicia acordado desde el velo y no lo que plantea Nozick, de que la redistribución sería inmoral e injusta?, ¿por qué presumir que a partir del velo llegaríamos a establecer al Estado como distribuidor de merecimientos?
[cita tipo=»destaque»]Los liberales clásicos escépticos de la redistribución parten de un concepto de lo justo que no se puede obviar: la inviolabilidad de la subjetividad humana. Esa es la primera imparcialidad que los mal llamados liberales igualitarios deberían tener presente a la hora de juzgar cuán contemporáneos son ciertos planteamientos.[/cita]
Cuando consideramos otra afirmación de Bellolio, cuando dice que liberales clásicos y liberales modernos pueden coincidir en rechazar la legislación moralizante, pero que sus discrepancias surgen en el ámbito económico y social. El abogado no aclara cómo elabora su distinción entre legislación a nivel moral y legislación a nivel económico o social. Importante sería aclararlo, porque ¿no es un ejemplo claro de legislación moralizante el intentar establecer que ciertas herencias o condiciones de origen son ventajas inmerecidas? ¿No es una pretensión moralizante establecer que la búsqueda de bienestar material, para transferirlo a los hijos, es algo egoísta e injusto? ¿No es legislación moralizante, al estilo inquisitivo, considerar la generación de riquezas o el cultivo de talentos como una especie de pecado?
Es probable que los mal llamados liberales igualitarios no vean en dichas leyes algo necesariamente moralizante, sino una especie de política pública absolutamente profana. Los liberales escépticos, por el contrario, verán en dichas legislaciones una clara pretensión moralizante por parte de quienes controlan el monopolio de la fuerza. Esta diferencia radical no divide las aguas entre liberales de derecha e izquierda, como plantea Bellolio, sino entre liberales modernos y liberales postmodernos. Esta es la distinción clave, porque supuestos “liberales” a favor de la injerencia estatal, para moralizar en diversos ámbitos de la vida, existen tanto en la derecha y como en la izquierda. Pero liberales que reivindiquen la soberanía individual frente a la injerencia de la autoridad, no. Son pocos todavía.
Los liberales modernos, los igualitarios o rawlsianos, enarbolan una pretensión claramente racionalista y estandarizante (constructivista según el propio Bellolio), cuya moralina de base es de índole igualitaria. Los postmodernos en cambio, sobre la base del reconocimiento de la supremacía de la subjetividad individual, aceptarían el carácter líquido de la realidad y las instituciones sociales, por tanto la imposibilidad de establecer órdenes morales justos que vayan más allá de proclamar el respeto a la vida y propiedad ajena.
Estos últimos, que algunos llaman libertarios porque en realidad los consideran libertinos, son los que rechazan toda pretensión de moralina y tutelaje con respecto a las libres y soberanas decisiones de cada individuo, no solo en lo sexual sino en todo ámbito, siempre y cuando no vulneren la vida o propiedad de otros. Incluso aunque dichas acciones nos parezcan inmorales o sus efectos no deliberados nos parezcan inadecuados. Esto, como sabrán los lectores de Nozick (quien refuta “al bueno” de Rawls a partir de la misma matriz ética kantiana), no implica no poder evaluar si las posesiones han sido establecidas de manera justa, mediante libre intercambio, o de forma injusta, producto de robos o fraudes.
Los liberales “escépticos de las pretensiones redistributivas”, tal como lo era un liberal sentado a la izquierda de la asamblea de apellido Bastiat, lo son pues enarbolan una ética que proclama la inviolabilidad del individuo como soberano, que coherentemente desconfía del principal aparato de poder, dominación y estandarización humana, el Estado. Es decir, vindican aquella posición ideológica liberal que se funda en la desconfianza en el poder político, sin importar si el detentador es de derechas o izquierdas, ni los fines que dice defender. Es decir, los liberales escépticos, los libertarios ácratas, a diferencia de los liberales modernos e igualitaristas, sí reivindican la esencia política del liberalismo que es el derecho de cada individuo a oponerse, mediante la acción concertada con otros, a las injerencias coactivas y moralizantes de quienes ejercen el poder político, incluso cuando se presumen liberales justicieros.
Así, los liberales clásicos escépticos de la redistribución parten de un concepto de lo justo que no se puede obviar: la inviolabilidad de la subjetividad humana. Esa es la primera imparcialidad que los mal llamados liberales igualitarios deberían tener presente a la hora de juzgar cuán contemporáneos son ciertos planteamientos.