La actitud moralizante, si se aplica a toda conformación de poder –al Estado y al mercado–, termina sumiéndonos en el desasimiento. Aplicada solo a una de las conformaciones sociales de poder –en este caso: al mercado–, se vuelve cómplice de la otra.
La definición que Atria hace del mercado (M1) y los derechos sociales (DS1) abre la esfera de los motivos o intenciones de la acción humana a la praxis política (véase la columna anterior: ‘El socialismo de Atria I‘). La política pretende alterar los motivos o intenciones de los seres humanos, conseguir que el ser humano se vaya volviendo bueno, generoso, ciudadano.
La presencia del hombre bueno debiese coincidir con la desaparición de lo que Atria entiende como la cara deficitaria del mercado y el Estado. Ambos poseen un aspecto institucional y uno “preinstitucional” o, dicho de otro modo, un aspecto frustrante y uno de plenitud. El mercado como “preinstitucional” es el intercambio libre y generoso; como institucional es, además, un mecanismo de exclusión. El Estado como “preinstitucional” es la deliberación política, como institucional, también, un mecanismo coactivo. La superación de la faz deficitaria o excluyente del mercado daría paso a la “consumación del mercado”, es decir, a “la posibilidad de intercambiar sin necesidad de que ese intercambio sea hecho probable por la institución del derecho de contratos” (Neoliberalismo con rostro humano. Santiago 2013, 154). La superación del aspecto coactivo del Estado daría paso, de su lado, a un proceso deliberativo en el cual se alcanzaría el consenso, el derecho sería “posible sin opresión” y “el reconocimiento” devendría “radical” (VP I, 43, 42). Esta es la teleología moral que orienta el proyecto político de Atria.
Ella es obtenida a partir de un método que permite explicar, por su carácter idealizante, el talante moral abstracto de la propuesta de su autor. Antes que a una comprensión atenta, preponderantemente, a la realidad concreta y sus circunstancias, en la cual quepa ir identificando aspectos más y menos plenos, y a partir de ellos ir encontrando orientación, según el sentido que va revelando la experiencia, Atria propone darle de partida un giro constructivo a la reflexión, por virtud del que se obtiene un criterio prescriptivo según el cual proveer de orientación de antemano y abstractamente a la realidad entera.
En esta comprensión de los conceptos políticos, se está privilegiando metodológicamente nociones ideales y soslayándose –como no sea para calificarla o descalificarla– la realidad concreta, su multiplicidad, su –cabe decirlo preliminarmente– legítima multiplicidad.
[cita tipo= «destaque»]El mercado y la propiedad privada, cuando no se los sujeta a límites ni se cuida la distribución del poder económico, pueden operar como dispositivos manipulativos. Pero, en tanto que limitaciones del aparato deliberativo –y al final coactivo– del Estado, coinciden, hasta cierto punto, precisamente con la facultad de apartarse de la deliberación política y los límites que ella impone.[/cita]
Para avanzarse hacia el fin ideal de la concepción política de Atria, se debe recorrer un camino. Porque existe el mercado como institución y el Estado como aparato coactivo. La coactividad del Estado es, empero, la herramienta para hacer operativos los primeros pasos hacia la emancipación. Ha de emplearse al Estado como brazo ejecutor de una deliberación política de vanguardia, para “remover” el aspecto alienante del mercado (NL 156). Los derechos sociales describen no solo la motivación moral que impulsa el proyecto (DS1), sino las herramientas institucionales necesarias para desplazar el aspecto institucional y alienante del mercado (DS2 y DS3). El talante institucional con el que están contaminados los derechos sociales, que deban realizarse incluso coactivamente, se explica por el aspecto deficitario del mercado. De lo que se trata es de abrir espacios a la deliberación, de tal suerte que el ser humano vaya dejando de interactuar habitualmente de acuerdo a su interés propio y se eduque según la dirección ciudadana.
Atria plantea que “no hay problema moral que no sea un problema político”; “lo moral se disuelve en lo político” (VP I, 38, 39). La idea de una disolución de lo moral en lo político pareciera indicar que lo político engulle lo moral, transformándose los problemas morales en cuestiones puramente políticas, donde se alcanza la máxima distancia con el moralista y la preocupación no se dirige a la mera denuncia, sino a la transformación de las condiciones bajo las cuales el vicio se facilita (cf. VP II, 62). Pero lo moral tiene un peso irreprimible y se desquita. Su pretensión absoluta termina devolviendo la mano y absolutizando lo político. La politización de lo moral acaba en una política moralizante, que se expresa en la condena persistente de Atria al mercado como inmoral y a los intereses individuales como vicios, incluso, según veremos, en su rechazo a la posición de quien no está dispuesto a reconducir su entera existencia a los criterios generales de la deliberación política. En el mercado como institución radica, para Atria, la fuente del mal que debe ser eliminado: el interés individual (cf. DS 126; VP I, 33). Dicho interés se articula en la institucionalidad excluyente del mercado (cf. VP I, 30, 42; II, 61).
La inmoralidad del mercado en tanto que institución y la moralidad de los derechos sociales juegan un papel determinante en la consideración que hace Atria de ambos en su propuesta. La inmoralidad que le atribuye al mercado, le impide atender a aquel como un factor relevante en el despliegue humano, especialmente a su aporte en la distribución del poder social.
Aunque se entienda que el mercado es inmoral, no hay que olvidar que la acción del Estado también puede serlo. No solo un Estado corrupto, el Estado en su operación normal, actúa, en último término, mediante violencia, según un modo objetivador de trato, experimentado por quien resulta afectado directamente por aquella, usualmente como puro sinsentido. Dado que el poder del mercado, tomado como totalidad, solo resulta desplazable por la acción estatal, la actitud de quien no quiere contaminarse con la inmoralidad del mercado supone acudir a ese Estado. Entonces, quien lo hace, termina admitiendo no solo la insuprimible violencia usual del Estado en un régimen de economía libre. Además, al apoyar los esfuerzos por reducir el mercado, desconoce su capacidad limitativa del poder político, y deviene cómplice de los abusos que se generan por la concentración del poder estatal.
La actitud moralizante, si se aplica a toda conformación de poder –al Estado y al mercado–, termina sumiéndonos en el desasimiento. Aplicada solo a una de las conformaciones sociales de poder –en este caso: al mercado–, se vuelve cómplice de la otra. Ante esta tensión, cabe preguntarse si la posición más razonable y atenta a los peligros y la inmoralidad de la manipulación no es la que apunta a dividir el poder social: primero, entre el Estado y el mercado, luego al interior del Estado y del mercado. Atria puede decir que el Estado será superado una vez que se supere el egoísmo en el mercado y se vayan alcanzando niveles más plenos de deliberación (cf. VP II, 61; NL 152 ss.). Más allá de que algo así parece difícil, en el intertanto el Estado –coactivo– sigue operando, ahora, gracias a la reducción del mercado, con mayor poder aún.
Debe precisarse, además, que, si el Estado, en tanto que institución, no es completamente inmoral, sino que su violencia se explica y eventualmente legitima como medio para conjurar la violencia, el mercado, y en tanto que institución, tampoco lo es totalmente. Por de pronto, porque, como institución, es un modo de dividir el poder social, evitando una excesiva concentración de poder estatal. Su presencia significa que los ciudadanos cuentan con poder e independencia económica mayores que si la vida económica es controlada por el Estado. Luego viene la tarea de calibrar la relación entre ricos y pobres, así como la de establecer las condiciones mínimas y razonables que han de satisfacerse para todos, a fin de que todos y no solo los más ricos puedan “desarrollar sus propios planes de vida” (NL 159). Pero el hecho del mercado significa, dado el hecho del Estado, una limitación del Estado y, con ello, una división del poder y mayores grados de libertad: para opinar, actuar, ganar distancia.
El interés individual no es necesariamente inmoral, como entiende Atria, cuando vincula tal interés con “vicios”, un contexto de condiciones “inhumanas”, una racionalidad “puramente instrumental” y objetivante (VP II, 61; I, 30, 42).
Existe, ciertamente, el egoísta destructivo y nihilista, y el empresario codicioso. Pero sería descuidado dejar de notar que los individuos hallan en sí mismos un clamor por distancia, un anhelo por espacios y tiempos propios, lo mismo que por experimentar estética, productiva y afectivamente fuera de relaciones específicamente políticas. Se trata aquí, en la contemplación teórica y estética, en la invención creadora, en la experiencia de la intimidad, en los lazos estrechos de la complicidad, en la atención a la propia e insondable interioridad psíquica, de un campo de vivencias de plenitud fundamentales para una existencia auténtica y con sentido.
Esa dimensión privada es también requisito para una vida interior nutrida, recién luego de la cual se puede acudir a la esfera pública y contribuir a ella con más que la reiteración de “lo que se dice”. Pura publicidad deliberativa, sin algo de retiro, termina significando superficialidad.
En tanto que se trata de experiencias de sentido distintas de lo político, esa existencia privada emerge como un aspecto constitutivo específico del despliegue humano. El interés individual es, en cuanto tal, no un mero interés, como un hecho neutral o negativo, sino un interés, en principio, legítimo.
El mercado y la propiedad privada, cuando no se los sujeta a límites ni se cuida la distribución del poder económico, pueden operar como dispositivos manipulativos. Pero, en tanto que limitaciones del aparato deliberativo –y al final coactivo– del Estado, coinciden, hasta cierto punto, precisamente con la facultad de apartarse de la deliberación política y los límites que ella impone. Este apartamiento da espacio a la singularidad espontánea del individuo, campo de expresión a hondos anhelos y pulsiones, más allá, incluso, de los límites de lo “políticamente correcto”.
Atria, en cambio, reconduce al ser humano a lo genérico y su felicidad la vincula enfáticamente con la felicidad ajena: “La autorrealización de los demás es condición de la autorrealización propia” (VP II, 43). Sobre la argumentación de Atria para sustentar esta afirmación volveré en la columna siguiente. Aquí he de indicar que, aun cuando el Estado opere según las reglas de la deliberación y la democracia, el modo de racionalidad deliberativa guarda, por su carácter generalizante, un insoslayable potencial opresivo, el cual no depende solo, como entiende Atria, de la influencia de las condiciones del mercado en la vida política (cf. VP II, 61). Un mercado lo suficientemente fuerte como para limitar efectivamente el poder estatal, viene a ser un contrapeso insustituible para hacer emerger un espacio sustraído a la deliberación política y dar expresión a la legítima singularidad del individuo, su espontaneidad específica, sus anhelos y pulsiones, más allá de los límites de lo generalizable.