El reciente “Encuentro de Rectores de Chile”, organizado por el Mineduc, no solo nos invitó a reflexionar, una vez más, sobre la importancia de la Educación Superior para el Chile de hoy y del mañana, sino que también a definir qué tipo de educación queremos, con qué fines y cuál sería la mejor fórmula para financiarla.
La Reforma de Ley para la Educación Superior, cuyo contenido y articulado aún desconocemos, debería dar respuesta a estas interrogantes y resolver las principales deficiencias que la OCDE reconoce en nuestro sistema educativo, como son la ausencia de una visión de futuro y un Plan de Desarrollo País con un rol clave para las instituciones de educación superior, mayor rendición de cuentas, transparencia, un alto grado de segmentación entre establecimientos y su estudiantado (situación se replica en la relación Santiago – regiones) y problemas de equidad en los procesos de admisión y acceso al financiamiento, entre otros.
La inversión que Chile hace en educación es baja. La OCDE, también señala que el país solo invierte 5 mil 134 dólares por alumno, es decir, la mitad del gasto promedio de los países que integran esta organización. Además y a partir de 1972, el porcentaje de nuestro Producto Interno Bruto (PIB) destinado a educación ha disminuido aproximadamente a la mitad: de 1,2 a 0,7 (como se indica en Education of Glance 2005 y 2014), mientras que los aranceles equivalen al 41% del PIB.
[cita tipo=»destaque»]Terminar con el lucro y contar con una combinación de diferentes fuentes de financiamiento, permitirá a las instituciones públicas ofrecer educación superior a un precio menor que el costo de producción, como también a redestinar a calidad y cobertura las altas cifras que se pagan en publicidad.[/cita]
En el marco del encuentro de rectores, tuve ocasión de exponer en el panel «Financiamiento y bienes públicos», donde sostuve que la gratuidad universal es viable y que una forma de financiarla sería aumentando los impuestos al 1% más rico, quienes concentran el 30% de la riqueza del país. Asimismo, propuse reorientar los recursos a la oferta educativa y no a la demanda, como ha sido hasta ahora.
La necesidad de incrementar el gasto público no solo se asocia con la iniciativa de minimizar el gasto de las familias en educación y avanzar en la gratuidad, sino también, de fortalecer y facilitar el desempeño de los planteles universitarios que deben cumplir con estándares de calidad establecidos por ley y que el mercado no puede asegurar. Estándares para los que el Estado no asigna aportes extraordinarios.
Me refiero por ejemplo, al cumplimiento de la Ley 19.200 de Plena Imponibilidad, la Ley 19.345 sobre Seguro Social de Accidentes del Trabajo y Enfermedades Profesionales y a la Ley 20.044 sobre facultades en materias financieras.
En la actualidad, las principales vías de financiamiento para las universidades son los aportes basales de libre disposición, los pagos de las familias, el pago de aranceles asociados a préstamos (créditos bancarios o CAE), becas, proyectos de desarrollo y otros ingresos asociados a prestaciones de servicios o donaciones.
Mejorar nuestro modelo de educación superior está estrechamente ligado a modificar y desarrollar nuevos mecanismos de financiamiento, que dejen atrás el lucro y sin marginar a las entidades privadas que se sometan por voluntad propia a las regulaciones de calidad.
Como líneas de acción, sugiero el financiamiento directo para la docencia, financiamiento directo para investigación, desarrollo e innovación y financiamiento directo para extensión y cultura. Idealmente, se debería destinar un 70% del financiamiento público a la oferta y solo un 30% a la demanda, donde el 70% estaría compuesto en un 50% por el aporte estatal y el otro 20% a través de donaciones, convenios de desempeño, ventas de servicios y fondos concursables.
Por su parte, el 30% de financiamiento a la demanda se financiaría vía gratuidad, créditos y aranceles.
Terminar con el lucro y contar con una combinación de diferentes fuentes de financiamiento, permitirá a las instituciones públicas ofrecer educación superior a un precio menor que el costo de producción, como también a redestinar a calidad y cobertura, las altas cifras que se pagan en publicidad.
En este sentido, también sería importante expandir la matrícula de pregrado universitario y ampliar la cobertura territorial de Educación Superior, para lo que, como mínimo, deberíamos crear un Instituto Técnico Estatal por Región, trabajar en un plan de inversión en infraestructura y equipamiento para las universidades estatales, con especial preocupación por las universidades regionales y diseñar un plan para el fortalecimiento de la Educación Técnico-Profesional, con aportes especiales para su desarrollo.
La misión que tenemos por delante, requiere del diseño de políticas públicas que promuevan la calidad, la equidad y eficiencia en el uso de los recursos públicos. Es imprescindible regular el sistema, no solo con una superestructura estatal (Subsecretaria, Superintendencia y Agencia de la Calidad) sino, también, a través de un sistema de instituciones de Educación Superior consolidado y con altos estándares en su desempeño, que se conviertan en un referente para todo el modelo.
Igualmente, debemos generar mecanismos que aseguren los derechos y deberes de los actores del sistema y promover instancias de representación que reconozcan la heterogeneidad de nuestra Educación Superior.
Estas son sOlo algunas ideas que surgen a partir de los diagnósticos que Chile viene haciendo cada vez que nos interrogamos qué tipo de educación queremos. Si bien el abanico de alternativas es inmenso, lo sustantivo, una vez que arribemos a consensos, es ver cómo financiamos el proyecto.