La regulación económica contemporánea se basa en dos premisas que han devenido en dogma para las democracias liberales: los mercados fallan (fallas de mercado) y la Administración estatal, incluso en la entelequia del Estado de Bienestar, también falla (fallas de la Administración). Ello explica que los sectores económicos sujetos a un alto riesgo de prácticas abusivas y concentración de la propiedad, como la energía, la banca pública y privada, los seguros y el mercado de valores, las AFP y las isapres, no se encuentren sometidos únicamente a la normativa y justicia de la libre competencia, sino que su custodia se encarga a entes que se desmarcan de la gestión clásica del Estado, organismos modernos: los reguladores económicos.
En Chile se les denomina generalmente como “Superintendencias” y, si bien numerosas reformas legales han pretendido dotarlas en los últimos ocho años de un cariz que se ajuste a los parámetros de la OCDE, aún cargan sobre sí una estructura heredada del gobierno militar: la reducción de su rol fiscalizador, por parte de sus propias autoridades, a una mínima o casi imperceptible expresión en conflictos relevantes para los derechos de la población.
Desde el punto de vista de las ciencias económicas y jurídicas, a falta de una cultura empresarial de la autorregulación, hoy los reguladores deben cumplir dos condiciones mínimas: ser organismos independientes tanto de los poderes públicos como de los poderes privados económicos (sobre estos recomendamos la lectura de Gérard Farjat: Pour un droit économique, Paris, PUF, coll. Les voies du droit, 2004), y poseer una alta experticia en el sector del cual están a cargo.
En efecto, la independencia se expresaría, entre otros, en la forma de nombramiento y destitución de los superintendentes, en un régimen financiero más flexible que el de la Administración estatal, así como en el otorgamiento de personalidad jurídica y en un régimen postempleo que les facilite la independencia de los poderes privados.
La experticia, por su parte, es exigida para responder a misiones altamente técnicas que el regulador tiene a su cargo y se plasma en la exigencia de que las personas que presiden el organismo regulador dominen el sector regulado, normalmente por el hecho de haber trabajado en él, ya sea desde el sector público como privado.
En términos generales, la legislación chilena en torno a materias regulatorias es defectuosa, especialmente en el caso de las emblemáticas Superintendencias de Valores y Seguros (SVS), y de Bancos e Instituciones Financieras (SBIF), lo que motiva un proyecto de ley como el que crea la Comisión de Valores y Seguros, proyecto defectuoso, por ejemplo, en lo referido a la independencia de los poderes privados, pero meritorio en términos generales.
La principal crítica al régimen actual reside en el hecho de que el nombramiento de estos superintendentes sea efectuado directamente por el Presidente de la República sin siquiera pasar por el Sistema de Alta Dirección Pública, como sí ocurre en la Superintendencia de Pensiones, de acuerdo con lo previsto en el artículo 46 de la Ley Nº 20255.
No obstante lo anterior, hasta el estallido del caso Cuprum, los gobiernos chilenos se habían esforzado por mantener, a lo menos, una apariencia de independencia de los reguladores, evitando entrometerse en las políticas regulatorias, remover superintendentes durante un mismo periodo presidencial u otras medidas análogas que afectan la gestión e investigaciones sustanciadas (dirigidas) por la entidad.
Esa apariencia quedó completamente resquebrajada el día en que la ministra del Trabajo, a propósito de la fusión de Cuprum con Argentum, solicitó a la superintendenta que “se abstenga de autorizar operaciones de la misma índole”, petición que incluso fue criticada a nivel político por el diputado Nicolás Monckeberg, en el seno de la comisión investigadora del caso de la Cámara de Diputados.
Como si ello no fuese ya seriamente cuestionable, la ex superintendenta aludió, en su carta de renuncia, explícita y públicamente a la “batalla política” emprendida por el gobierno respecto de una materia que era de exclusiva competencia del regulador.
Con este último incidente, el Ejecutivo puso en evidencia su nula voluntad de mantener la “apariencia de independencia” a que aludimos anteriormente, limitándose a hacer un llamado a través de la ministra del Trabajo “a dar vuelta la página y preocuparse de otros temas.”
Si lo anterior constituyó un golpe infligido contra la imagen de los reguladores chilenos, aún más grave (independientemente de la opinión jurídica que tengamos sobre su contenido) es el hecho de que la Contraloría General de la República se haya pronunciado sobre la legitimidad de la operación, a petición precisamente del gobierno representado por la ministra Rincón. Todo esto, pese a que ninguna norma otorga facultades a dicho organismo para pronunciarse sobre las decisiones que tome el superintendente de Pensiones. En este sentido, el artículo 46 de la Ley Nº 20255 que reglamenta dicho servicio, solo confiere, al organismo contralor, facultades para controlar las entradas y gastos del servicio.
Hay que reconocer, en este punto, que el Tribunal Constitucional señaló, al realizar el control de la norma, que ella no excluye el ejercicio del control de legalidad de los actos de la administración, en lo que fuere procedente, con sujeción a lo dispuesto en el inciso primero del artículo 99 de la Constitución Política de la República. Dicha precisión no puede sino entenderse respecto del control interno de la Superintendencia (contrataciones internas o externas, cuestiones relativas a sus funcionarios), pero jamás respecto de las decisiones propiamente regulatorias de este servicio.
El menoscabo a los reguladores que describimos es de tal evidencia que incluso autores de tendencias disímiles, como lo son Luis Cordero y Arturo Fermandois, están contestes respecto a lo dañino que resulta el mencionado informe, para la imagen de nuestros reguladores.
[cita tipo=»destaque»]Ya sea que admitamos o no la legitimidad jurídica de la fusión Curpum-Argentum, los estudiosos de la regulación jurídica podemos estar de acuerdo en que la renuncia cuasiforzada de Tamara Agnic y el dictamen de Contraloría respecto de la operación de fusión, constituyen los embates más graves que la autoridad de los reguladores chilenos ha podido experimentar en el último tiempo.[/cita]
A estas alturas, el que se haya emitido ese dictamen nos permite preguntarnos legítimamente si cada vez que un regulado se encuentre disconforme con la legalidad de una decisión de la Superintendencia de Pensiones (o, por qué no, de la SVS o la SBIF) podrá solicitar el pronunciamiento del contralor, aún en ausencia de norma expresa que le confiera esa facultad en el sector en cuestión.
De esta forma, ya sea que admitamos o no la legitimidad jurídica de la fusión Curpum-Argentum, los estudiosos de la regulación jurídica podemos estar de acuerdo en que la renuncia cuasiforzada de Tamara Agnic y el dictamen de Contraloría respecto de la operación de fusión, constituyen los embates más graves que la autoridad de los reguladores chilenos ha podido experimentar en el último tiempo. Con el consiguiente impacto que ello tendrá cuando organismos internacionales, como la OCDE, analicen la calidad regulatoria de nuestro país.
Queda por ver cómo serán provistos los cargos que se generarán a raíz de la renuncia de Tamara Agnic, a fin de examinar si el gobierno respeta, por lo menos, la segunda condición esencial de los reguladores, la experticia o competencia técnica, cuestión que abordaremos en su momento.