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¿Quién vigila a los vigilantes?: condiciones para el debate teórico en la izquierda chilena

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En un reciente artículo publicado por este medio, (“De préstamos, conversiones y abandonos”) Vicente Montenegro realiza una serie de objeciones polémicas al texto de Fernando Atria y Carla Sepúlveda, “Liberalismo, neoliberalismo y socialismo”, publicado en Revista Trama.

Es preciso aclarar que no pretendo acá realizar una detallada defensa teórica de las ideas expuestas por Atria y Sepúlveda, quienes tienen sobrada capacidad y espacio para responder por sus razonamientos. De lo que se trata acá es de identificar y evaluar políticamente algo que me parece anterior al debate crítico de las ideas: la adopción de una “actitud crítica” que asuma el intercambio de ideas de un modo democrático, esto es, plural, no descalificatorio y abierto a la autocrítica.

Me parece que el análisis de Montenegro adolece de ausencia de dicha actitud crítica de un modo tal que hace improductivo, tanto teórica como políticamente, el inicio de un debate en torno a los puntos que propone. Este déficit es particularmente serio, pues si se generaliza amenaza con transformar un debate teórico y estratégico productivo en un choque de culturas políticas distintas que se juzgan estética y no políticamente. Esto no es en rigor sintomático de un déficit teórico, sino de uno político, en tanto tal actitud es consecuencia de razonamientos políticos discutibles. Estos pueden encontrarse en el texto, también aparecido en Trama, “La izquierda y los límites de la transición”, de Carlos Ruiz y Francisco Arellano.

Hacia una nueva izquierda ortodoxa

El texto de Montenegro establece rápidamente su perspectiva “crítica” cuando declara que “en una época de hegemonía neoliberal, se debe ser en especial vigilante con un tipo de pensamiento que, de acuerdo a lo que algunos se apresurarían en calificar de ‘posmoderno’, acude a la vitrina de la historia de las ideas como quien recorre las estanterías de una tienda comercial”. Esta actitud “vigilante” tiene una larga tradición en la izquierda del siglo XX, que la promovió de un modo sistemático en prácticas reconocidas casi unánimemente en dicho sector, atrofiando su propio desarrollo conceptual de modo que la crisis del socialismo real encontró a tal izquierda simplemente estupefacta.

Sin embargo, el problema de esta “vigilancia” no es tanto su propio dogmatismo. El problema práctico es que asume una actitud descalificadora con quienes sí intentan explorar posibilidades de reconstrucción de la tradición intelectual socialista. El izquierdismo, como la vieja ortodoxia marxista-leninista, carece de polis.

Para valorar políticamente esta actitud vigilante hay que mencionar que ella parte de una omisión. Luego de mencionar la gran variedad de diferentes discursos que reivindican el rótulo de “liberales”, nuestro vigilante guarda un ruidoso silencio sobre el problema de si el socialismo es uno o es diverso, o al menos si es sencillo de definir. Montenegro parece entender al socialismo como una teoría terminada, cuyas formulaciones serían evidentes. Solo ello explica el carácter axiomático de su querella, la cual se cierra de antemano a una interpretación razonable. Y una querella axiomática por definición no admite interpretación, pues solo debe “aplicarse”.

Más interesante es preguntarse a cuál de esas “vitrinas socialistas de la historia de las ideas” Montenegro intenta vigilar. El autor no transparenta esto. La única fuente con la que pretende sustentar su vigilancia es el Marx del Manifiesto Comunista, para recordar (saludablemente) la distinción entre liberalismo y capitalismo. De lo que se trata acá para el autor es de señalar que “no es el “liberalismo” el que desencadena ‘una nueva etapa del progreso político’, sino la burguesía”. Pero, tal vez ensimismado en la defensa de dicho texto, nuestro vigilante olvida que unas pocas vitrinas más allá podemos encontrar al propio Marx en Sobre la cuestión judía: “No cabe duda que la emancipación política representa un gran progreso”. Unas páginas después, “derechos humanos entran en la categoría de la libertad política, en la categoría de los derechos cívicos”. Finalmente, que “los derechos humanos no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa”.

Siendo evidente la inspiración liberal de la idea franco-revolucionaria de “derechos del hombre”, resulta que Marx nos señala además que tal es el discurso de la sociedad burguesa y que es un gran progreso. Lo relevante es que nada impide considerar como razonable una interpretación según la tradición socialista que considere que los derechos del hombre (de fuerte inspiración liberal) tienen un contenido emancipador, pero que a la vez no cumplen su promesa de realizar la “emancipación humana”. No es cierto entonces que “pensar que el rol emancipador de la burguesía del siglo XVIII francés puede servir a una visión socialista del presente, es contradecir de punta a cabo toda la tradición del socialismo”. Al revés, los derechos del hombre y del ciudadano son parte de lo que el pensador alemán consideró como elementos progresivos o emancipadores de la sociedad capitalista.

Luego de objetar estos temas, Montenegro se lanza a una censura del artículo Socialismo hayekiano, publicado por Fernando Atria en 2010. Es cierto que la tesis del autor aparece discutible, pero de nuevo el problema radica en que nuestro vigilante trabaja el texto con el propósito de revelar una eventual herejía neoliberal en el pensamiento de Atria (la cual, supongo, para el vigilante sería compartida por Sepúlveda).

¿Es el empeño de Atria por explorar un “socialismo de órdenes espontáneos” una “renuncia” al socialismo? Una respuesta razonable la podemos extraer del viejo tratado de Foucault sobre el neoliberalismo: El Nacimiento de la Biopolítica. En él, leemos: “El socialismo está conectado con una gubernamentalidad”. Luego señala: “Si hay una gubernamentalidad efectivamente socialista, no está oculta al interior del socialismo y de sus textos. No se puede deducir de ellos. Hay que inventarla”.

Entonces, si pensamos que Foucault es un autor importante para la reflexión desde la tradición socialista, resulta que la pregunta de Atria en el mencionado artículo es no necesariamente correcta, pero sí al menos razonable y de todos modos importante. Uno incluso podría reprochar a Atria y Sepúlveda por qué no incluir la idea de gubernamentalidad en su caracterización del neoliberalismo. Pero esto no preocupa al vigilante, quien al parecer se siente cómodo con un socialismo que carece de respuestas desarrolladas en torno a este, entre otros/ y otros, problemas.

Si las dos premisas de Montenegro son al menos altamente discutibles, entonces ¿por qué este se apura en concluir que Atria y Sepúlveda abandonan la tradición socialista? Mejor aún, ¿quién efectivamente renuncia a ella? Creo evidente que quien abandona una tradición es quien renuncia a cultivarla. Y además quien se priva a sí mismo de explorar el desarrollo teórico de otras tradiciones tanto políticas como filosóficas está en la práctica, atrofiando el desarrollo de la tradición que dice reivindicar. Tal es la verdadera renuncia.

Frente Amplio, pero no tanto…

Lo que se expone ahora tiene por objeto caracterizar el origen del izquierdismo, cuáles tesis políticas de las que circulan en la izquierda actual lo alimentan. Creo que existe una tensión en el discurso de parte de la izquierda entre una pulsión a la apertura hacia los que pueden potenciar una transformación del sistema político-económico chileno y la tendencia a centrarse en la defensa de una posición ortodoxa de izquierda que hemos caracterizado como izquierdismo.

El texto de Carlos Ruiz y Francisco Arellano La izquierda y los límites de la transición expresa esta tensión en toda su complejidad, pues en él se suceden caracterizaciones y premisas políticas discutibles con conclusiones políticas que no se siguen necesariamente de ellas. Las omisiones entre las primeras alimentan ambigüedades entre las segundas, lo cual abre espacio para las posiciones vigilantes propias del izquierdismo.

Respecto a las primeras, los autores sostienen: “La ya casi mítica dicotomía entre reforma y revolución (…) poco pudo ofrecer para resolver qué hacer para superar este orden histórico una vez que el poder era obtenido, ya fuese por la vía de las urnas o de las armas”. Uno diría que no solo la dicotomía reforma/revolución no ofreció demasiado para resolver qué hacer después, sino tampoco antes de la consecución del poder estatal. Por lo mismo, parece igualmente justo sostener que “la construcción de una nueva sociedad no debe postergarse para después de alcanzar el poder estatal”.

Llama entonces la atención que la conclusión contenga una idea de la construcción política centrada solo en la soberanía. El problema del gobierno, cómo gobernar política y socialmente a las poblaciones de un modo socialista, no aparece en ningún momento como un problema central. Ciertamente, la soberanía es un elemento clave para pensar en construir una nueva sociedad, pero los “socialismos reales” del siglo pasado no fracasaron por descuidar la soberanía, sino (entre muchas otros aspectos) por carecer de la capacidad de pensar y ejecutar dispositivos gubernamentales y representativos no basados en la dominación de las mayorías.

La carencia de una teoría socialista del gobierno, ya notada por Foucault, es un problema lo suficientemente serio como para al menos considerar la opción de explorar críticamente claves teóricas externas al socialismo. Después de todo, el mismo Costas Lapavitsas, crítico del izquierdista Syriza, reconoce que “Keynes y el keynesianismo desafortunadamente siguen siendo las principales armas con que contamos los marxistas para lidiar con políticas públicas, aquí y ahora. Esa es la realidad”. Esto mismo justifica que Atria explore las posibilidades de un “socialismo hayekiano”, como ya señalamos. Sin embargo, Ruiz y Arellano parecen no considerar esta como una dimensión también clave a la hora de “construir una nueva sociedad sin esperar la consecución del poder estatal”, reduciendo todo a un asunto de aumentar la soberanía de las fuerzas sociales de cambio.

La traducción de esta insuficiencia teórica en materias estratégicas es relevante. El pasaje clave al respecto dice “el problema que representan las limitantes políticas del pacto de la transición es imposible de resolver dentro de los mismos términos de dicha coalición política”. Se aporta un piso fácil de compartir por la mayoría de la izquierda chilena: una política transformadora debiera dotarse de perspectivas estratégicas sustancialmente distintas de aquellas que inspiraron la estrategia de la Concertación durante la transición. Sin embargo, la fórmula contiene también una hábil ambigüedad que la convierte en un problema: ¿cuáles son los “términos de la transición”?

[cita tipo=»destaque»]La construcción de una amplia unidad social y política de la izquierda chilena no puede partir con exclusiones, con querellas contra el “progresismo” que recuerdan demasiado a aquellas del siglo pasado contra el “reformismo” que Ruiz y Arellano dan por superadas. Es entonces vital para comenzar a construir una unidad política transformadora que la izquierda completa se dote de una idea deliberativa de polis que acepte al menos la razonabilidad de las opiniones políticas de un potencial aliado.[/cita]

Los autores sostienen ciertos mínimos que implicarían la superación de tales términos: el “reconocimiento y organización de fuerzas subalternas como legítimas portadoras de un proyecto de país más justo e igualitario”, y “la desnaturalización del Estado subsidiario como el único Estado posible”. Tanto estos mínimos como la pretensión de rechazar una “nueva Concertación” aparecen enteramente justos, pero no solucionan una ambigüedad esencial: basta con reemplazar “términos” con “espacios” para abrir paso al izquierdismo. De los mínimos que sostienen los autores no se sigue que “haya que elegir” espacios concretos de acción política. Existe una obvia diferencia entre participar en el estado neoliberal para elaborar determinadas políticas públicas no neoliberales y formar parte de la coalición de gobierno; también entre construir espacios en conjunto con ciertas fuerzas que participan hoy en dicha coalición y reproducir la Concertación.

El establecimiento de mínimos políticos debe ser mejor pensado por el izquierdismo. En la acción política práctica los mínimos que funcionan para construir son programáticos. Lo ideológico en cambio se fortalece y renueva con la crítica y la discusión y no con la exclusión a priori de quienes intentan pensar relaciones entre socialismo y liberalismo, o incluso exploran críticamente ideas potencialmente polémicas como un eventual “socialismo de órdenes espontáneos”. Del mismo modo, no cabe una discusión estratégica que exija “pruebas de consecuencia”. Nicolás Valenzuela acierta un pleno cuando, a la pregunta de a quién le teme la elite económica, responde que “a la unidad social y política de la izquierda”.

Si esto es así, entonces la construcción de una amplia unidad social y política de la izquierda chilena no puede partir con exclusiones, con querellas contra el “progresismo” que recuerdan demasiado a aquellas del siglo pasado contra el “reformismo” que Ruiz y Arellano dan por superadas. Es entonces vital para comenzar a construir una unidad política transformadora que la izquierda completa se dote de una idea deliberativa de polis que acepte al menos la razonabilidad de las opiniones políticas de un potencial aliado. Si esto no ocurre, no solo será difícil tal unidad política de la izquierda, sino que será difícil no volver a cometer los mismos errores.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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