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La banalidad de la exclusión

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Ana Paula Viñales Mulet
Por : Ana Paula Viñales Mulet Psicóloga, Magister en Clínica Psicoanalítica.
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Llama la atención la impactante ceguera con la que algunos transitan la vía pública, burlando todo tipo de contacto visual y por supuesto de otra índole con personas en situación de calle, la mayoría en paupérrimas condiciones materiales ¿con que talante circula este tipo de individuos ajenos a la realidad de la miseria? ¿De qué se cuida quien desde aquí se posiciona? ¿Será el temor a ser “asaltado/atacado”? o ¿es más bien una forma de confirmar la diferencia, resguardándose de la de tambalear en una identidad sujeta a quien sí es acreedor de pertenecer a una sociedad? ¿Una necesaria desmentida? Pareciera ser que este desprecio asociado a la mirada subalterna de un procedimiento es una reproducción manifiesta de dispositivos de control que sostienen la segmentación y  exclusión social de estos “otros”. Se configura como argumento algo así como el “autocuidado” un “prevenir” cualquier contingente peligro que pudiera constituir estar cerca de una persona “indigente”.

Situación similar en términos de exclusión, pareciera ocurrir con la clasificación de “flaite”, construyendo, en palabras de Gustavo Andrés Sánchez y a propósito de su columna “El flaite y el discurso de la sociedad chilena”  un significante del límite entre un dentro y fuera de la sociedad. Innumerables son los comentarios que trivializan la “flaiterizacion”,  y es que “flaitear” al otro se ha convertido en moda, desconociendo el gesto fascista que devela esta insistencia y por supuesto la historia de vulneración social en que emerge quien encarna esta graciosa caricatura.  Ahora bien, desde ahí el “flaite” habita el lugar de la frontera, el que por cierto debe hacer propio como única posibilidad de existencia (un hacer propio que requiere la violencia como respuesta a dicha marginación). Fuera de este límite, se configura el discurso sobre el “mendigo” el “vagabundo” el ser que no es, ante el cual la mayoría elige cruzar la calle frente al peligro de poner en cuestión la propia identidad, o bien sostener el velo para no concernir una cuota de culpa. En cualquier caso, una inminente amenaza más interna que externa.

En esta línea, el terror a humanizar a una persona en situación de calle guardaría mayor relación con el miedo a “ser” cerca de esta persona y no necesariamente un “estar” en términos espaciales.  Pues resulta grave este temple flemático, que lejos de solo advertir indiferencia, procrea y prolifera una animalización  perpetua de quien integra este universo callejero.

[cita tipo=»destaque»]En esta línea, el terror a humanizar a una persona en situación de calle guardaría mayor relación con el miedo a “ser” cerca de esta persona y no necesariamente un “estar” en términos espaciales.  Pues resulta grave este temple flemático, que lejos de solo advertir indiferencia, procrea y prolifera una animalización  perpetua de quien integra este universo callejero.[/cita]

Esta forma de “prevención” y de “auto-cuidado” luego de un detectar al que cumple con las características de “indigente”,  se encuentra por tanto completa y profundamente ligada a un individualismo basal y militante de todo quien arranca de “un pobre”, denegando y desconociendo en un proceder altamente ignorante, el lugar real, simbólico e imaginario  que habita una persona en situación de calle, quien adolece de todo tipo de reconocimiento a su ser persona, que pudiera diferenciarlo o bien “salvarlo” de cierta animalización  como distintivo esencial. Es preciso en este punto mencionar a Todorov, quien muestra en uno de sus relatos citados, cómo un hombre que es dirigido por los nazis a un campo de concentración, encuentra en medio del horror, su dignidad humana en la mirada sufriente de un vecino, no siendo esto más que un signo de reconocimiento a una vida en ese instante negada en tanto la violencia ejercida por sus agresores y un futuro desprovisto de toda inmunidad. Si bien el ejemplo de este autor no alude de manera directa al problema advertido, da cuenta de cómo en condiciones extremas, la mirada de un otro puede instalarse como menudo gesto de confirmación.

En estos términos, el acto político de indiferencia a la in-humanidad, se acerca a lo denominado por Hanna Arendt “banalidad del mal”, en donde el sujeto no privado de sus funciones mentales, actúa conforme a lo socialmente esperado, exento de una reflexión sobre sus efectos.  Se ha banalizado este mal, el de la exclusión, segmentación y discriminación. Se han racionalizado ademanes displicentes, normalizando actos de llana crueldad como lo es la negación a la existencia de un otro.

 Mirar a una persona en situación de calle a los ojos, saludar, pedir permiso, disculpas, responder de manera benevolente, entregar el dato del albergue más cercano y cualquier forma de validación de existencia a quien vive foráneo a los derechos humanos, no es únicamente una figura de las buenas costumbres, sino la forma categóricamente mínima de responsabilidad ética frente a una sociedad no garante de dignidad. Este aparentemente ínfimo aporte, se funde en la disidencia y oposición a un orden social   asentado en la marginación, que requiere para funcionar, la denigración ubicua y sempiterna de más de unos cuantos. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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