El Gobierno ha dado brillantes vueltas de carnero: el programa gubernamental de la Nueva Mayoría alertaba sobre los peligros del TPP, mientras que hoy la Presidenta sale hablando de su enorme felicidad por el acuerdo, estando dispuesta a «defenderlo en todas partes». El ministro Díaz, por su parte, reconoció que como diputado tuvo «aprensiones» con el acuerdo para luego apoyarlo activamente. Lo mismo, con el ministro Furche.
El debate sobre las causas y consecuencias del TPP se ha puesto muy interesante. Ante el surgimiento de diversas críticas, agentes de gobierno, académicos y políticos han salido fuertemente en defensa del acuerdo. Durante las últimos jornadas, casi diariamente aparecen noticias y opiniones del TPP y hasta El Mercurio ha elaborado una sección donde explica (léase, defiende) el acuerdo.
¿Cuáles son las perspectivas en debate? Siguiendo lo señalado por Díaz, existen hoy tres, que podemos categorizar como: oficial, escéptica y crítica.
La primera perspectiva tiene un relato claro: Chile ha optado por un régimen económico guiado por las exportaciones que ha traído dinamismo y crecimiento sostenido, empinándonos como el país con mejores tasas de PIB per cápita de la región. En ese sentido, a mayor seguridad y apertura de otros mercados –ya sea tanto bilateral como multilateralmente–, mayores y mejores exportaciones y, por lo tanto, mayor y mejor el crecimiento económico.
Aquí el rol del Estado es claro: construir las instituciones para la extensión del mercado. El TPP se insertaría en la serie de acuerdos que el país ha venido firmando desde los 90 y, como sostiene Heraldo Muñoz, abriría acceso a mercados para más de 1.600 productos y mejorado el acceso de otros 1.400 junto con superar obstáculos paraarancelarios.
A su vez, como sostiene el director de la Direcon, Andrés Rebolledo, el TPP no reduciría la soberanía del Estado en tanto las normativas, en materia de inversiones y propiedad intelectual, no superan la legislación ya existente. ¿Conclusión? TPP sigue la línea de nuestras políticas comerciales, abre mercados y, por lo tanto, colabora con el crecimiento nacional sin reducir su soberanía. Solo ganancias.
Por supuesto, las críticas a aquel acuerdo beneficioso solo pueden venir de la «desinformación» –según el canciller Heraldo Muñoz–, la «folclorización» –de acuerdo al diputado Jorge Sabag– o los provincianos «proteccionistas» –sentencia Tamara Avetikian–.
Una segunda posición (‘escéptica’) ha venido de reconocidos economistas vinculados a la Cepal. Si bien comparten el último elemento del enfoque oficial –esto es, el TPP no reduce la soberanía del país en materias como propiedad intelectual, inversiones y regulaciones en flujos financieros–, no ven en el TPP un acuerdo, en sí mismo, relevante para el crecimiento sostenido. La historia oficial sería, en este sentido, exagerada.
Alvaro Díaz, por ejemplo, sostiene que la vía de los TLCs no ha sacado a Chile de la «trampa de los ingresos medios», amarrándonos a un crecimiento basado en recursos naturales y la extracción. Osvaldo Rosales, por su parte, plantea la necesidad de aprovechar el nuevo acuerdo para implementar un conjunto de políticas industriales que permitan a Chile diversificar su matriz exportadora: el gran salto de mero crecimiento a desarrollo vendría del saber aprovechar los acuerdos (TPP incluido) con activas políticas.
En otros términos, el TPP de por sí, no despliega oportunidades para el desarrollo pero tampoco las restringe, como sostendrán los críticos. El TPP complementado con políticas industriales, por el contrario, sí nos abre puertas para un dinamismo económico necesario en los tiempos del fin del superciclo de los precios de los commodities.
Por último, el enfoque crítico enfatiza las restricciones a la soberanía del país en materias clave como propiedad intelectual, inversiones y medioambiente. Ya desde mediados del año pasado, diversas ONG y organizaciones sociales (como Derechos digitales y Chile mejor Sin TPP) venían advirtiendo del secretismo y posible pérdida de soberanía durante las negociaciones del TPP. Académicos como Gabriel Palma escribieron argumentando la pérdida de soberanía en materias de inversiones y derechos de autor, fortaleciendo el inmovilismo institucional y aumentando el poder del capital transnacional sobre la soberanía estatal. Junto con él, Carlos Figueroa, vocero de Chile mejor sin TPP, Tomás Hirsch, José Aylwin, entre otros, han enfatizado aquellos puntos y cuestionado los reales beneficios que el acuerdo podría tener en materia de crecimiento económico. Si Chile ya posee acuerdos comerciales con los miembros del TPP, ¿de qué sirve uno nuevo?, ¿no se estará pagando dos veces el mismo acceso a mercados, como dijo en su momento el ministro de Agricultura, Carlos Furche («lo máximo que podría obtenerse es la garantía de no retroceder en lo negociado, lo que en otras palabras equivaldría a pagar dos veces por el mismo beneficio«)?
[cita tipo= «destaque»]Paus y Abuggatas y Ffrench-Davis (muy cercanos a la Cepal) hablan de la necesidad de una macroeconomía pro desarrollo antes que pro mercado, y aquello requiere regular ciertos precios clave –tipo de cambio, tasa de interés– como también movilizar recursos desde áreas rentistas y de baja productividad –donde el mercado brinda los incentivos– hacia áreas con potencialidad tecnológica. Eso es, después de todo, el objetivo de las políticas industriales. Ninguna de aquellas políticas es posible si el Estado queda incapacitado de imponerles reglas pro desarrollo a las multinacionales bajo la amenaza de «expropiación indirecta».[/cita]
En este contexto de debate, el gobierno ha dado brillantes vueltas de carnero: el programa gubernamental de la Nueva Mayoría alertaba sobre los peligros del TPP, mientras que hoy la Presidenta sale hablando de su enorme felicidad por el acuerdo, estando dispuesta a «defenderlo en todas partes«. El ministro Díaz, por su parte, reconoció que como diputado tuvo «aprensiones» con el acuerdo para luego apoyarlo activamente. Lo mismo, con el ministro Furche.
Curiosamente, esa misma actitud tuvo Lagos cuando comenzó su gobierno con un discurso latinoamericanista y unitario, con voluntad de devenir en miembro permanente del Mercosur –y, así, fortalecer una voz fuerte de la región en el escenario internacional– para luego, sin rechistar, aceptar la oferta de EE.UU. de negociar el TLC. Mientras cantan «contra el pulpo del imperialismo…» los dos gobiernos socialistas de la democracia han sido los más disciplinados discípulos de EE.UU. en materia comercial. Y es que esto es lo que tiene la historia: siempre se toma momentos para brindarnos ironías.
Del debate que estamos presenciando hoy, considero que la postura más sensata es la última, la crítica. Y esto por un conjunto de motivos.
La visión oficial se defiende diciendo que lo acordado por el TPP no supera lo ya establecido por los previos TLC y abre mercados que han sido la fuente del dinamismo del orden económico.
Ante eso, tres cosas. Primero, es verdad que el Capítulo 9 de inversiones del TPP no supera lo establecido en el Capítulo 10 del TLC con EE.UU., que en materia de regulaciones de flujos financieros el TPP (capítulo 11) tampoco es diferente de lo ya cedido con el TLC (capítulo 10). Pero aquello no es algo positivo en sí mismo, más bien nos habla de todo el espacio de políticas soberanas que ya hemos cedido a lo largo de los últimos 30 años de política comercial (ver mi artículo anterior). Segundo, contrario a lo que sostiene la lectura oficialista, sí hay áreas donde el TPP iría más allá de los marcos regulatorios establecidos.
El capítulo 27 establece un nuevo entramado burocrático supranacional (la «Comisión») que supervisaría el funcionamiento del acuerdo, lo que adhiere una nueva capa regulatoria por sobre la soberanía nacional. El capítulo 28 establece nuevos mecanismos de solución de controversias entre las partes, ampliando la gama de opciones disponibles para las empresas hasta el momento –o sea, posee más espacios de resolución de conflictos por sobre los tribunales nacionales–. A su vez, el Capítulo 18 de propiedad intelectual si bien genera dos alternativas para la protección de nuevos productos biológicos –una de 8 años y otra de 5–, la segunda opción –art. 18.52 (b) (ii)– abre la puerta para que se extienda el periodo 3 años –ya hay antecedentes con Japón– (ver informe de Public Citizen).
A su vez, en el art. 18.52 párrafo 3, se permite que esta «Comisión» –una especie de burocracia transnacional (derivada del Capítulo 27)– vuelva a revisar –bajo el criterio de «evolución de las condiciones del mercado»– cuando estime conveniente el marco regulatorio en materia de productos biológicos.
Tercero, y en esto comparto la visión escéptica de Díaz y Rosales, el TPP no será una variable relevante a la hora de superar la ‘trampa de los ingresos medios’. Únicamente permitiría consolidar el acceso a mercados de nuestros productos con bajo nivel de procesamiento que fortalecen relaciones laborales precarias y de baja productividad –esto bajo el dudoso supuesto de que el TPP efectivamente puede aportar algo más que los TLC ya brindan–.
De hecho, por ejemplo, en el periodo 2010-2014, el 80% de lo que Chile exportaba a los países miembros del TPP eran recursos naturales, y un 15% restante eran manufacturas basadas en recursos naturales con bajo nivel de procesamiento –según datos de UNCTAD Stat basados en la clasificiación de Lall–. Ninguno de esos nichos han sido fuentes de despliegues tecnológicos y externalidades positivas para el resto de la economía, más bien han construido una marcada heterogeneidad estructural entre empresas y sectores.
La visión escéptica tiene el mismo diagnóstico, pero sostiene que la solución es ‘TPP+políticas industriales’. En eso se equivocan. Si una característica tienen en común todos estos acuerdos –desde la OMC, el TLC con EE.UU. como el TPP– es que limitan las esferas de acción de las políticas industriales que no sean únicamente los famosos «clusters».
Paus y Abuggatas y Ffrench-Davis (muy cercanos a la Cepal) hablan de la necesidad de una macroeconomía pro desarrollo antes que pro mercado, y aquello requiere regular ciertos precios clave –tipo de cambio, tasa de interés– como también movilizar recursos desde áreas rentistas y de baja productividad –donde el mercado brinda los incentivos– hacia áreas con potencialidad tecnológica. Eso es, después de todo, el objetivo de las políticas industriales. Ninguna de aquellas políticas es posible si el Estado queda incapacitado de imponerles reglas pro desarrollo a las multinacionales bajo la amenaza de «expropiación indirecta», si no puede establecer controles de capitales en periodos de boom de flujos financieros hacia la región –protegiendo el tipo de cambio y la tasa de interés de las dinámicas de manías, pánicos y cracks de los flujos espectulativos–, si no puede desregular la propiedad intelectual para hacer más fácil el ingreso de ideas productivas y si no puede tener flexibilidad para uso estratégico de aranceles.
Puesto de esta forma, la perspectiva crítica –la que defienden los movimientos sociales, Chile mejor sin TPP, Derechos Digitales, etc.– parece la más razonable: el TPP limita la soberanía del Estado y fortifica el patrón de inserción rentista y extractivo del régimen chileno. Consolida lo que hay que cambiar y limita las herramientas para el cambio.
Si eso es correcto, puede que efectivamente oponerse al TPP sea una actitud propia del «folclor» o del «proteccionismo», pero también es propia de la sensatez.