El pasado 3 de marzo, a primera hora, circuló con rapidez la noticia trágica del asesinato de Berta Cáceres, lideresa indígena de Honduras, incansable luchadora por los derechos del pueblo Lenca. Las autoridades policiales hablan de un intento de robo, versión que nadie cree porque lamentablemente se trató de un crimen anunciado por las amenazas que durante meses recibió la dirigenta.
El pueblo Lenca y el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), bajo el liderazgo de Berta, se opuso a la construcción de la represa Agua Zarca que comprometía los territorios que habitan desde tiempos inmemoriales, incluido el Río Gualcarque, fundamental para su sistema de vida. Fruto de esa lucha los inversionistas extranjeros -una empresa china y hasta el mismo Banco Mundial- se retiraron del proyecto. Pero la inversión privada hondureña y nuevos inversionistas extranjeros continúan ávidos de esos territorios y pese a los reveses provocados por la resistencia comunitaria Lenca, siguen empeñados en construir la represa en otra ubicación cercana del Gualcarque.
Durante igual período, se denuncia, la persecución, la amenaza y los asesinatos de otros dirigentes ambientalistas, graves casos de violaciones a los derechos humanos que apuntan a la colusión entre grupos empresariales, autoridades y crimen organizado (se acusa a los empresarios de contratar sicarios, reclutados entre las pandillas que asolan desde hace más de una década a Honduras). Un entramado delictual que está causando una crisis humanitaria cuyos resultados son la criminalidad, la impunidad y la conversión de miles de jóvenes en pandilleros que venden su capacidad de exterminio a los poderes económicos y políticos que permanecen en las sombras.
El asesinato de Berta Cáceres responde a esta red macabra de intereses para la cual la sociedad civil organizada constituye su principal adversario. Los actores que componen la sociedad civil colocan serios obstáculos a la concreción de estos proyectos y al funcionamiento de “mercados” que, muy lejos de los ideales liberales, se sostienen en la corrupción de los sistemas políticos y en la eliminación física de sus oponentes. Una condición estructural que asoma en cada crimen que remece a México, El Salvador, Guatemala y Honduras, los países más afectados.
Los activistas de la sociedad civil están en la línea de fuego de esta maraña corrupta, por este motivo, entre los miles de asesinatos asoman como especialmente planificados aquellos que afectan a los ambientalistas, dirigentes indígenas, mujeres activistas y periodistas independientes. Esto ocurre mientras los gobiernos de la región formulan declaraciones generales, vacías y alcanzan acuerdos insuficientes que en nada protegen la vida de quienes se vieron en la disyuntiva de iniciar la autodefensa o desaparecer.
No es posible, entonces, hablar de la muerte de Berta Cáceres como un hecho delictual aislado, sino que es fundamental entenderla como parte de este escenario desolador que produce o tolera todo tipo de violencias, porque se sustenta en el convencimiento de que la vida humana, especialmente la de los más excluidos, es prescindible.
Sin embargo, en esta crisis de sentido de lo humano, figuras como la de Berta nos dicen que no todo está perdido, que queda dignidad allí donde ésta ha tratado de ser borrada o comprada. Su lucha y su movimiento alcanzaron notoriedad mundial precisamente porque trascendían lo local al fundar sus demandas en el respeto a los derechos humanos, en la denuncia de un modelo económico inescrupuloso, de un sistema político que admite el robo trasnacional, y de una estructura racista y patriarcal que la afectó directamente en su condición de mujer indígena.
El asesinato de Berta es un golpe durísimo para el movimiento de mujeres, de los pueblos indígenas y ambientalistas en América Latina y en el mundo. Coincidente con la conmemoración del 8 de marzo se perpetró este femicidio que produce infinito agobio frente a una lista de mártires que no termina de crecer. La consigna que han levantado en los últimos años los movimientos de mujeres y de derechos humanos para denunciar el femicidio -“Ni una menos”- suena hoy más amarga que nunca. El asesinato de Berta, sumado a otros femicidios recientes, envolvió en un manto luctuoso esta conmemoración. No queda otro aliciente que recordar su vida, como estas palabras que pronunció en abril de 2015, cuando recibió el Premio Ambiental Goldman en San Francisco, California:
¡Despertemos! ¡Despertemos Humanidad! Ya no hay tiempo.
Nuestras conciencias serán sacudidas por el hecho de solo estar contemplando la autodestrucción basada en la depredación capitalista, racista y patriarcal. El Río Gualcarque nos ha llamado, así como los demás que están seriamente amenazados. Debemos acudir.