Me quiere mucho, poquito, nada; me quiere mucho…. Nada. Ese juego de niños expresa bien lo que nos pasa con la posibilidad que nos abren las redes sociales y los medios de comunicación de conocer verdades antes encubiertas o negadas. Sacerdotes, políticos y empresarios presentan un espectáculo al que el país asiste desilusionado o, mejor, enfurecido. Es cierto que hemos vivido rodeados de mucha mentira, de mucha hipocresía, de muchos hábitos malsanos que hoy son públicos y podemos condenar. También es cierto que hemos tenido “los ojos bien cerrados” y ahora queremos abrirlos de golpe.
Queremos saberlo todo, destaparlo todo, hacer de Chile un país transparente y diáfano; algunos nos comportamos como sedientos de verdad y convencidos de que develarla en sus más mínimos detalles nos hará libres. Otros la niegan, disfrazan, adornan. Porque lo que es más cierto es que la verdad duele, que la mariposa cuando se acerca a la luz se quema, que la total transparencia es también una desnudez difícil de soportar.
Llevamos años morbosamente escuchando las historias de pedofilia de los curas católicos. Es doloroso y, por lo mismo, comprensible que muchos piensen que la ropa sucia no debe lavarse fuera de casa. Que no es conveniente que los católicos seamos de súbito desafiados por la crisis de una Iglesia que difícilmente ha reconocido sus errores. Pensemos que la Inquisición con su macabro recuento de condenados y quemados por herejía hace apenas algunas décadas mereció el repudio de la autoridad eclesiástica.
[cita tipo=»destaque»]Como en el caso de Chicago, no nos conformemos entonces con unos casos, con nombre y apellido. Una oportunidad de mirar de frente nuestras hipocresías históricas, y nuestro temor a la verdad. Vamos al sistema que lo ha permitido y, en vez de alarmarnos y clamar al cielo como si el mundo fuera a derrumbarse, reconozcamos que hemos querido la verdad, como en el juego, mucho, poquito… nada. Y así pasaremos a ser, de víctimas, actores.[/cita]
La verdad de parte del recorrido histórico del catolicismo duele; la que ha asomado en las últimas décadas con otro tipo de delitos también nos espanta.
La verdad que la política ha dejado asomar también parece sorprendernos. Sentados sobre un pozo de mentiras sobre el financiamiento de las campañas electorales recién nos escandalizamos al enterarnos que esa montonera de afiches que tapizaban asquerosamente la ciudad se pagaban. Y que los candidatos no eran todos descendientes de Rico McPato; que de alguna parte venían sus millones.
También recién ahora parecemos enterarnos de que no todos nuestros diputados y senadores son un puñado de “honorables”, y que eran presa del deseo de algunos empresarios por influir según su conveniencia en las leyes que tan republicanamente discutían en el Congreso. ¡Cuánto tiempo nos demoramos en saber que las parejas se “divorciaban” anulando fraudulentamente sus matrimonios! ¿Hace cuánto tiempo sabemos que en Chile muchas mujeres mueren por practicarse abortos clandestinos?
Porque no solo hoy, sino a lo largo de nuestra historia, hemos querido la verdad, como en el juego, mucho, poquito, nada. Hoy nos llegó la hora, un poco a la fuerza, de empezar a quererla, de perderle el miedo, de tener que asumir posiciones frente a ella, sin negarla. Y, como a menudo, la literatura nos da una mano, la lectura de El Reino de Emmanuel Carrère es un empujón para buscarla, mirarla de frente y perderle el miedo.
Recomiendo leerlo. Despierta muchas inquietudes. También hace pensar sobre el temor, o más bien la valentía de enfrentar la verdad en el plano religioso. El libro es una combinación muy exitosa de autobiografía, novela y crítica histórica. Como lo primero, Carrère relata su historia de conversión al catolicismo cuando se encontró, de frente, a los 30 años, con la verdad de que “ser yo se me hizo literalmente insoportable”. Entonces, descubrió el Evangelio, que “Cristo es la verdad y la vida”. A los pocos años, perdió la fe.
Tuvo que reconocer su agnosticismo, que ya no era “ni siquiera lo bastante creyente para ser ateo”. Y comenzó a indagar en la historia de Pablo, de Lucas, de los Hechos de los Apóstoles. Lo hizo con el rigor del historiador, rellenando los vacíos con la libertad del novelista. Y, convencido que Jesús no resucitó, escribió un libro “para no abundar en mi punto de vista”, sino porque, con temor y temblor, se encontró fascinado tanto por la verdad de los creyentes como aquella de los que como él no pueden creer. El autor termina su libro (contarlo no estropea la lectura) preguntándose si su relato, escrito desde una crítica histórica que no deja lugar a la fantasía de una religión infantil, o de la fe del carbonero, traiciona al Señor en quien creyó, o si, en cambio, le ha sido fiel.
La pregunta interpela nuestra lectura del presente. Carrère no es un traidor a la religión que profesó y abandonó; tampoco quienes se atreven a discutir sobre el aborto o la realidad de la familia. Cuando el Papa convocó al Sínodo para mirar de frente una realidad que en el caso chileno habla de parejas que prefieren la convivencia al matrimonio y de jóvenes que inician tempranamente su sexualidad, no hizo más que invitar a mirar la verdad de frente y repensar la doctrina a la luz de la fe. Cuándo los católicos opinan sobre estos temas con libertad y critican desde dentro algunas doctrinas, ¿traicionan a su Iglesia? Cuando la prensa devela los abusos de los políticos, los financiamientos irregulares de las campañas, cuando hace el escrutinio del comportamiento de los parlamentarios seducidos por el pago de los empresarios, ¿hace un flaco favor a la democracia?
La película Primera Plana (Spotlight), con la investigación del Boston Globe que denunció el encubrimiento a los curas pedófilos que el arzobispo de Chicago practicaba hacía años, hizo una tremenda contribución a una verdad liberadora. Por eso es tan importante cuando el editor impide que un periodista apasionado cuente sus primeros hallazgos: no queremos dejar caer a unos pocos, le dice, queremos denunciar un sistema. Y lo hicieron.
Pensemos en estos momentos, que sin duda son críticos, como una oportunidad encubierta de relacionarnos con la verdad y la transparencia y enfrentarlas sin cazas de brujas ni pesimismo. Tampoco como si nos viniéramos cayendo de un árbol de Pascua. Como en el caso de Chicago, no nos conformemos entonces con unos casos, con nombre y apellido. Una oportunidad de mirar de frente nuestras hipocresías históricas, y nuestro temor a la verdad. Vamos al sistema que lo ha permitido y, en vez de alarmarnos y clamar al cielo como si el mundo fuera a derrumbarse, reconozcamos que hemos querido la verdad, como en el juego, mucho, poquito… nada. Y así pasaremos a ser, de víctimas, actores.