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En conciencia

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«Es rescatable, en todo  caso, que la conciencia tenga una nueva vida, por breve que sea. Donde priman las componendas, las vueltas de chaqueta y el cálculo utilitario (político, económico), la interioridad del juicio interno queda casi anulada».


“Decidir en conciencia” parece ser la consigna de algunos debates públicos actuales, una sentencia del más alto tribunal que no admite apelación. Evidente: quien obra en contra de lo que cree correcto -en contra de su conciencia- obra mal, no tanto por la acción que realiza, sino porque al obrar en contra de su conciencia necesariamente comete una traición. De lo anterior no se sigue que quien obre de acuerdo con su conciencia siempre haga el bien, pero no se le puede exigir a todo el mundo un razonamiento tan riguroso.

Es rescatable, en todo  caso, que la conciencia tenga una nueva vida, por breve que sea. Donde priman las componendas, las vueltas de chaqueta y el cálculo utilitario (político, económico), la interioridad del juicio interno queda casi anulada. Sin embargo, cuando se apela públicamente a la conciencia parece que ésta no tuviese otra función que la de aprobar la conducta que se quiere seguir. Casi nunca se sugiere que, después de deliberar (o discernir), la conciencia pueda prohibir: los remordimientos de conciencia son algo poco menos que imposible.

La apelación a la conciencia tiene sus riesgos, porque si bien esta voz interior de alguna manera supone que el hombre se observa objetivamente como desde fuera (por algo se dice que es la voz de Dios en el alma), no se puede olvidar que en estos juicios el sujeto es, a la vez, juez y parte. No es fácil poner entere paréntesis los propios intereses o inclinaciones y, aunque esto se logre, la objetividad del juicio no queda garantizada: también puede haber errores de buena voluntad, avalados por la conciencia que, como dice Robert Spaemann, es juez pero no oráculo. Por lo mismo, la conciencia no puede estar separada de la realidad, que no se encuentra en la propia subjetividad.

Pero para muchos es fácil ahogar los remordimientos en alcohol o en dinero: los remordimientos muerden, fuerte la primera vez, pero cada vez más despacio, hasta que terminan lamiendo la mano. Si a esto se suma que “actuar en conciencia” a menudo no es más que una excusa para hacer lo que se quiere sin rendir cuentas, una especie de darse permiso a uno mismo, acudir a la conciencia no tiene mucho sentido. Una conciencia bien amaestrada termina diciendo lo que uno quiere que diga.

Pero de vez en cuando hay excepciones: uno de los asesinos del matrimonio Luchsinger-Mackay no pudo aguantar la culpa y, tras un intento de suicidio (el juicio de la conciencia puede ser más severo que el de la ley), habló. Lástima que haya sido sólo uno de entre todos los involucrados. ¿Qué pasa en los otros casos, en la mayoría de los casos, en los que la voz de conciencia es ahogada o torcida? Esa destrucción de lo más íntimo, puesto al servicio del dinero, del poder o de la ideología, no puede más que implicar una anulación de la persona.

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