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Franco a los leones: dos objeciones morales al protocolo del zoológico Opinión

Franco a los leones: dos objeciones morales al protocolo del zoológico

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Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Algunos medios han llamado la atención acerca del supuesto plan del individuo por imitar la proeza bíblica de Daniel, que echado al foso de los leones fue salvado por mandato divino. Franco, según esta interpretación, no buscaba morir sino ser salvado por su dios. Esto añade otra complicación, que funciona también como contraobjeción: Franco no estaba, realmente, tomando una decisión autónoma, libre y soberana. Es lo que han sostenido los psiquiatras invitados a comentar el caso: el individuo padecía de un cuadro mental –del cual no es culpable– que lo impulsa al delirio. Si aquello es correcto, Franco debe ser rescatado de su propia locura.


Han pasado algunos días desde la inaudita tragedia del zoológico que terminó con la hospitalización de Franco Ferrada en riesgo vital y la comentada muerte –que dio la vuelta al mundo– de dos leones en cautiverio. El protocolo activado por el personal del zoológico metropolitano ha sido objeto de cuestionamientos. En general, sin embargo, la mayoría parece pensar que la medida adoptada –disparar a los animales para salvar la vida de un ser humano– oscila entre lo razonable, lo apropiado e incluso lo imperativo. Una minoría considera que los leones no debieron pagar con su vida la temeridad suicida del joven. El objetivo de esta columna es describir las dos objeciones morales más relevantes al protocolo del zoológico. Estas objeciones, como se verá, no son necesariamente invencibles. Después de analizarlas, el lector podría estimar que no son lo suficientemente poderosas o persuasivas como para recomendar un protocolo alternativo. Pero es importante describir su fuerza normativa.

La primera objeción al instructivo que establece que siempre se debe salvar la vida del animal humano por sobre la de los animales no-humanos que viven en el zoológico apunta al derecho a la autodeterminación del suicida.

La objeción se sostiene en la idea de que las personas pueden poner término a sus vidas cuando lo estiman conveniente, bajo la premisa de que dicha decisión se toma en forma autónoma, libre y soberana. Ese derecho generaría en la sociedad una especie de deber de omisión en los casos en los cuales la voluntad del suicida se haya hecho conocida o manifiesta.

Me estoy refiriendo, evidentemente, a un derecho que no está consagrado en la ley. Este es un debate, principalmente, ético y filosófico. La dimensión estrictamente jurídica no es determinante. Si pensamos que las personas tienen derecho a poner término a sus vidas cuando consideran que ya no vale la pena seguir viviéndolas, entonces se genera una primera objeción moral a la actuación del zoológico. Hay grupos de la población que creen que ningún ser humano puede disponer de su vida porque esta no les pertenece. Para ellos, obviamente, no se trata de una objeción válida.

Pero el protocolo de un organismo público no debiese fundarse en ninguna doctrina religiosa particular. Hasta cierto punto, esta discusión guarda similitud con el debate sobre la eutanasia, que bajo ciertas formas constituye un suicidio. Una contraobjeción más seria es aquella que señala que es imposible saber la voluntad del sujeto que se arroja a la jaula de criaturas peligrosas. ¿Cómo diferenciar entre un accidente y un suicido en un lapso de pocos minutos? Si es un accidente, no se activa la objeción moral de autodeterminación del suicida y, por ende, existiría el deber de actuar. El sentido común parece indicar que, en caso de duda, mejor actuar.

¿Entregó Franco Ferrada –a través de su comportamiento– información que hiciese a los guardias suponer que se trataba de un suicidio? Difícil estar seguros. Es cierto que entregó suficiente información de que no se trataba de un accidente. Las personas que caen por error a una jaula de animales salvajes no lo hacen desnudas elevando cantos apocalípticos al cielo.

Quizás existe una gama de posibilidades entre el accidente y la manifestación de voluntad suicida. Algunos medios han llamado la atención acerca del supuesto plan del individuo por imitar la proeza bíblica de Daniel, que echado al foso de los leones fue salvado por mandato divino. Franco, según esta interpretación, no buscaba morir sino ser salvado por su dios. Esto añade otra complicación, que funciona también como contraobjeción: Franco no estaba, realmente, tomando una decisión autónoma, libre y soberana. Es lo que han sostenido los psiquiatras invitados a comentar el caso: el individuo padecía de un cuadro mental –del cual no es culpable– que lo impulsa al delirio.

Si aquello es correcto, Franco debe ser rescatado de su propia locura, y la sociedad tendría su cuota de responsabilidad en aquello. No se aplicaría la objeción moral de autodeterminación del suicida. Abstrayéndonos de las particularidades del presente caso, el dilema moral más interesante es aquel en el cual podemos conocer con cierta seguridad la intención suicida del agente y podemos acordar que dicha intención fue formada sin coerción externa ni interna relevante.

En ese caso de laboratorio, ¿tenemos la obligación de actuar cuando una persona ha decidido autónomamente terminar con su vida? ¿Cambiaría nuestra opinión respecto del protocolo del zoológico –que no admite excepciones ni calificaciones sobre la obligación de salvar la vida humana– si Franco Ferrada hubiese estado en sus completos cabales y hubiese entregado con anterioridad una carta indesmentible de suicidio?

Mi impresión es que la autodeterminación del suicida tiene, en estos casos, cierta fuerza moral. Que tenga cierta fuerza no la hace inexpugnable. Hay aspectos prácticos que también deben ser tomados en cuenta. Por ejemplo, ¿es correcto dejar que se suicide devorado por leones ante la vista de cientos de familias? Pero si ese fuese el único problema práctico, quizás estemos dispuestos a omitir la operación de rescate si el suicida se mete a la jaula de noche cuando el zoológico está desierto.

[cita tipo= «destaque»]Peter Singer, temprano defensor de los derechos de los animales, sostiene que nuestra tendencia a pensar que tenemos un estatus moral privilegiado respecto de los animales no-humanos es una variante del racismo, denominada especismo. Pero seguir a Singer no solo nos conduce a rechazar el protocolo en cuestión, sino a promover la abolición de los zoológicos. Si los animales no-humanos son dignos de la misma consideración moral que los humanos, no hay argumento alguno para mantenerlos en cautiverio y esclavitud. Esta es una posición filosófica enteramente respetable, aunque poco difundida en nuestro entorno intelectual.[/cita]

Ahora viene la segunda objeción moral. Según el protocolo, siempre y en todo escenario la vida de los animales es inferior a la vida de las personas. Nuevamente, este razonamiento tiene perfecto sentido para quienes creen que la vida humana es especial en un sentido religioso. Si somos en efecto la joya de la creación del Señor, no hay dudas respecto de la prelación jerárquica entre las distintas especies y nosotros. No es, en cualquier caso, un razonamiento puramente religioso. El humanismo secular tiende a pensar parecido. El filósofo británico John Gray critica justamente al humanismo por preservar la idea –injustificada ante los ojos de la biología evolutiva– de que somos merecedores de un trato preferente en el ecosistema.

Peter Singer, temprano defensor de los derechos de los animales, sostiene que nuestra tendencia a pensar que tenemos un estatus moral privilegiado respecto de los animales no-humanos es una variante del racismo, denominada especismo. Pero seguir a Singer no solo nos conduce a rechazar el protocolo en cuestión, sino a promover la abolición de los zoológicos. Si los animales no-humanos son dignos de la misma consideración moral que los humanos, no hay argumento alguno para mantenerlos en cautiverio y esclavitud. Esta es una posición filosófica enteramente respetable, aunque poco difundida en nuestro entorno intelectual.

Si algo positivo sale de todo esto, podría encontrarse en esa dirección. Los zoológicos cumplieron un rol histórico determinado en tiempos en los cuales no solo éramos ignorantes respecto a las enormes similitudes que guardamos con otras especies, sino además como herramienta de pedagogía insustituible. En la era de las comunicaciones, un niño puede maravillarse ante una estampida de elefantes en Discovery Channel o YouTube. Es dudoso que se justifique para ver cómo ronda el tigre en su celda de dos por dos.

Queda finalmente una manera menos radical de cuestionar el protocolo. Muchos zoológicos se han reconvertido en auténticos centros de cuidado y conservación –la única forma moralmente aceptable de seguir adelante, al parecer–.

Si aquella es la nueva vocación de los zoológicos, entonces se genera una cierta disonancia entre la misión –de cuidado y conservación– con la implacabilidad del protocolo. Los leones muertos a manos del personal del zoológico metropolitano eran prisioneros en un hábitat ajeno y forzado. La única justificación del cautiverio estaría entonces en los especiales beneficios del cuidado que les otorga el zoológico. Precisamente esa parecía ser la historia de una de las leonas –Flaca–, que fue rescatada en pésimas condiciones de un circo.

Cuesta entonces entender cómo se expresa esa misión cuando los objetos del cuidado son víctimas de un ataque –circulan las fotos y videos del sujeto hostigando y acosando a los leones– del cual supuestamente debieran ser protegidos, pero se hace exactamente lo contrario. Esta es una particularidad relevante del caso, pues no está presente cuando un perro callejero o el pitbull malas pulgas del vecindario ataca a un niño. Nuestra intuición moral, en el último ejemplo, se inclina hacia el sacrificio del perro, toda vez que el niño no es un agresor y que no tenemos deberes especiales de generar un “cautiverio feliz” respecto del perro.

Por supuesto, ni la formulación radical a favor de los derechos de los animales ni el argumento respecto de la actuación inconsistente con la misión de un zoológico moderno harán mella en la convicción que tienen aquellos que creen dogmáticamente que la especie humana –por estar dotada de cultura y hacer uso de facultades intelectuales sofisticadas– debe siempre prevalecer (aunque sea agresora, invasora o esclavista). Pero esa es una convicción que debe defenderse y no darse por descontada, como lo hacen muchas personas a quienes “no les cabe en la cabeza” que haya gente que hubiera optado por la vida de los leones, o que creen erróneamente que lo último implica automáticamente desconocer el valor de la vida humana.

Como se advierte, ninguna de las dos partes de este debate sostiene argumentos completamente disparatados. Me incluyo entre aquellos que, en un comienzo, catalogaron el protocolo como “demencial”. Luego pude moderar mis juicios y comprender que se trata de evaluaciones complejas.

Como tantos, también soy culpable de algún grado de especismo. En esta columna he tratado de dejar establecidas dos posibles objeciones morales que, desde ciertas tradiciones de pensamiento –libertarianismo ético respecto del derecho de autodeterminación del suicida, naturalismo filosófico respecto del estatus moral de los animales no humanos–, poseen cierto atractivo y no deben ser descartadas de plano. Y aunque algunas de estas objeciones puedan ser desechadas luego de ser contrastadas con el caso particular de Franco Ferrada y los leones del zoológico metropolitano, no se puede ignorar su fuerza normativa en abstracto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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