«El fantasma de una Europa sometida al Islam alimenta el imaginario destinado a impulsar el retorno del Estado confesional pre-moderno y por ende, la abolición –en nombre de una supuesta cruzada anti-islámica- de una de las más caras conquistas de la Ilustración: la libertad de culto».
Después de una lectura detallada de las 78 páginas del programa del partido Alternativa para Alemania (DfU) aprobado en su primer Congreso (30.04.2016, Stuttgart) solo se puede afirmar lo siguiente: no hay una sola idea, un solo párrafo, que permita diferenciarlo del resto de sus equivalentes europeos como son el Frente Nacional francés, el Fidesz de Hungría, el PiS de Polonia, el FPÖ de Austria.
Ya no hay duda. Una característica común a todos los movimientos neo-fascistas es su alto grado de homogeneidad. Cada uno se parece como una gota de agua al otro.
Los nuevos partidos tampoco parecen diferenciarse demasiado del que fuera el fascismo clásico del siglo XX cuyos programas también eran muy similares entre sí. Y al igual que en el caso de sus predecesores, llama la atención la dudosa virtud de presentar problemas complejos como resultado de causas simples a las que ofrecen soluciones aún más simples. Pues si dejamos de lado la ampulosa retórica, el programa de AfD reposa sobre una mesa de tres patas
1) El abandono del Euro
2) La demolición de la Unión Europea
3) La lucha contra la denominada “islamización de Europa”.
El abandono del Euro, visto desde una racionalidad económica, es simple aberración. Si tuviera éxito llevaría a la rehabilitación del dólar como moneda internacional (norteamericanización simbólica de la economía de la que tales partidos dicen renegar en su oposición abierta al TLC). Hay que concluir entonces que las propuestas de AfD obedecen a razones no lógicas sino más bien ideo-lógicas.
Por una parte, la mayoría de los partidos neo-fascistas nacieron como resultado de una protesta conservadora y regionalista, incluso romántica, en contra de una moneda única. Es, si así se quiere, su marca de origen. Por otra, el retorno del nacionalismo monetario es la vía que lleva al segundo tema del programa: la demolición de la UE. Solo así se entiende la oposición al Euro. Sin Euro, piensan los neo-fascistas, no hay UE. Y, desde ese punto de vista, tienen razón.
La guerra declarada por el neo-fascismo a la UE tampoco obedece a una lógica económica aunque nos sea así presentada. “La dictadura de la UE” (para usar la expresión de los ultra-nacionalistas británicos del UKIP) es solo el imaginario destinado a afirmar una arcaica utopía orientada a la reconstrucción del estado nacional decimonónico: militarista, nacionalista y, en algunos casos, confesional. Pero ahí justamente nacen dos extrañas paradojas.
Una es que mientras la UE agrupa a estados con diferentes formatos políticos, la lucha en contra de la UE agrupa a partidos y movimientos portadores de una ideología única y excluyente. Eso quiere decir que en nombre de la diversidad nacional, los neo-fascistas impulsan la homogenización ideológica de Europa: una nueva alianza inter-europea más programática y unitaria que la representada por la extremadamente burocrática (y hasta ahora, políticamente inoperante) UE.
Esa nueva alianza ya tiende a tomar forma en la lucha común por una Europa radicalmente opuesta a la islamización del continente cuyos supuestos portadores son los refugiados de las guerras que azotan el medio Oriente.
La segunda paradoja reside en en hecho de que, en su gran mayoría, las asociaciones neofascistas declaran su incondicional admiración a la Rusia de Putín. Incluso, mientras más demonizan a la figura de la europeísta Ángela Merkel, más divinizan a la del autócrata nacionalista ruso. La paradoja es que mientras Merkel propone la independencia de los estados nacionales europeos con respecto a poderes externos a Europa –lo que solo es posible lograr con una Europa unida y no desunida- los neo-fascistas, en nombre precisamente de sus supuestos principios nacionalistas, preparan el camino para la abierta intervención rusa en los asuntos europeos.
Sin el propósito de comparar a Putin con Hitler (ni siquiera con Stalin) no está fuera de foco recordar que durante el apogeo del nazismo los ultranacionalistas europeos se convirtieron en colaboradores objetivos de una potencia extranjera: Alemania. Mientras más nacionalistas se decían, más entreguista era su comportamiento internacional.
Del mismo modo, tanto para Marine Le Pen, como para Orban, como para la rígida Frauke Petry del AfD o para el agresivo Norbert Hofer de Austria, Rusia aparece hoy como el campeón de una nueva santa alianza gestada en contra de la supuesta islamización de Europa. Islamización representada por esas miles de familias que huyen, entre otras razones, de los bombardeos perpetrados por Rusia en la región, no tanto en contra del ISIS sino de todos los que no aceptan someterse al tirano pro-ruso de Siria, El Asad.
El fantasma de una Europa sometida al Islam alimenta el imaginario destinado a impulsar el retorno del Estado confesional pre-moderno y por ende, la abolición –en nombre de una supuesta cruzada anti-islámica- de una de las más caras conquistas de la Ilustración: la libertad de culto.
Definitivamente, nada nuevo. El ideario de los fascistas, bajo formas religiosas o laicas, no ha cambiado mucho en sus formas. ¿Volverán al poder? Pregunta tal vez retórica: ya lo están alcanzado.
Probablemente la denominación neo-fascismo utilizada aquí para designar a la ola xenofóbica y ultranacionalista que arrasa Europa no contará con la aceptación de una u otra academia. No importa. Lo decisivo es, si la comparamos con otros términos en boga, muy adecuado.
Llamarlos populistas, como prefiere la prensa internacional, es un cómodo recurso. Su aplicación persigue solo el objetivo de salir del paso con una palabra que sirva para todo. “Partidos de ultraderecha”, como son catalogados por la prensa socialdemócrata tampoco es un concepto muy feliz, entre otras razones, porque busca entender un fenómeno anti- político mediante categorías de la política tradicional (izquierda – derecha). Precisamente la política con la cual quiere romper el neo-fascismo. En cambio, el término neo-fascista, usado no como insulto o difamación sino en sentido politológico estricto, tiene la ventaja de vincular las nuevas apariciones con el reciente pasado histórico de Europa.
Con lo dicho se afirma la tesis de que el fascismo como ideología nunca ha desaparecido del suelo europeo. Las expresiones recientes –aunque los neo-fascistas afirmen lo contrario- no son ni con mucho resultado de las migraciones islámicas. En el hecho las preceden desde hace mucho tiempo. Lo único relativamente nuevo –por eso hablamos de neo- fascismo– son los objetos de agresión elegidos por las nuevas organizaciones.
En la práctica los neo-fascistas operan sobre un vasto campo de acción, uno que se extiende desde los grupos de choque (cabezas rapadas) hasta alcanzar una masa atemorizada por el advenimiento de una sociedad post-industrial cuyos cánones no logran entender. No deja de llamar la atención por ejemplo el hecho de que los lugares donde más florecen las manifestaciones xenófobas son reductos con muy escasa población islámica.
El anti-islamismo del siglo XXl ha venido definitivamente a ocupar el lugar –aún no totalmente vacío- del antisemitismo del siglo XX. Tanto los judíos de ayer como los musulmanes de hoy encarnan para los neo-fascistas los símbolos de la anti-nacion.
En la mayoría de los países europeos ha llegado incluso a ser establecida una vinculación orgánica entre movimientos plebeyos, partidos verticalmente jerarquizados, elites intelectuales ultranacionalistas y odiosos líderes. Y bien, en ninguno de esos puntos el nuevo fascismo se diferencia radicalmente del antiguo. El neo-fascismo es, no hay otra posibilidad, fascismo. Las cosas deben ser nombradas por su nombre.
¿Cómo enfrentar el tsunami neo-fascista? No hay ninguna respuesta standard. Las explicaciones fáciles están fuera de lugar. Seguir repitiendo la monserga de que el neo-fascismo es el resultado de una crisis económica ya no convence a nadie. Más aún si se tiene en cuenta que el crecimiento neo-fascista mantiene un ritmo acelerado en dos naciones que gozan de un alto nivel económico, como son Austria y Alemania. ¿Crisis de las identidades nacionales? ¿Miedos irracionales aparecidos frente a la cosmopolitización de grandes zonas urbanas? ¿O simple rechazo al aburrimiento que inspira la clase política? Sobre esos temas hay mucho que pensar. Lo cierto por el momento es que los demócratas europeos han sido empujados hacia posiciones defensivas.
Los principios que dieron vida a la democracia liberal de nuestro tiempo, dicho en consonancia con ese gran liberal que fue Ralf Dahrendorf, no son solo una bandera de los liberales. Socialcristianos, socialdemócratas, ecologistas e incluso conservadores se han visto obligados -como ha ocurrido en Francia y recientemente en Austria- a practicar políticas de bloque y formar agrupaciones frentistas como muros de contención ante el avance del fascismo. No hay por lo demás ninguna otra alternativa.
La política europea está llegando a un terminal existencial: O defender a la democracia con todos sus errores y defectos o abrir el paso a un nuevo capítulo de la historia del terror. Ha llegado el momento de elegir y actuar.