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Por una filosofía pública de la familia

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Manfred Svensson
Por : Manfred Svensson Profesor de Filosofía
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Faltan radiografías de la familia en Chile. Pocos años atrás, la prensa acostumbraba a informarnos disciplinadamente sobre su deterioro anual: los nacidos fuera del matrimonio, por ejemplo, eran un 69, 73% el 2012, un 70, 7% el 2013. Tras eso a nadie le interesó seguir transmitiendo nuevas cifras. Tal vez dicho silencio sea justificado, pues la realidad que estas cifras describían parece tenernos sin cuidado. Algunos las habrán recibido como señal de progreso. A los desprevenidos convendrá, sin embargo, advertirles: estas cifras nos sitúan como el país de peor condición de la OCDE.

Dicho dato ha sido difundido lentamente durante las últimas semanas. Nuestra clase opinante, a pesar de que ha crecido bastante, no tiene, sin embargo, nada que decir al respecto. Esta indiferencia puede contrastarse con la agitada discusión que en su momento hubo a favor y en contra del cuento “Nicolás tiene dos papás”, o con la que ha habido por algún tiempo y habrá otra vez por los “diálogos ciudadanos” sobre el matrimonio igualitario.

Sabemos bien por qué el mentado cuento se discutió tanto y la dramática situación de la familia chilena tan poco: hay una hipertrofia de la dimensión sexual de la relación, en desmedro de casi todas sus funciones sociales más relevantes. Solo hablamos de la familia cuando se trata de reivindicar o criticar la vida sexual de algunas personas, y esta sexualización de los problemas sociales es ampliamente compartida por conservadores y progresistas.

Mirando nuestro debate público tendríamos que concluir que los protagonistas excluyentes de la familia son los esposos, mientras que los niños aparecen como instrumento de reivindicación de los adultos. La gran pregunta que surge cuando uno contrasta el total silencio respecto de algunos problemas de la familia, y el incesante alboroto en torno a otros, es, efectivamente, cuánto nos importan los niños de Chile. Pero dicha pregunta solo se vuelve audible cuando enfrentamos la historia de una Lisette muerta en un hogar del Sename, un tipo de historia que se olvida con prisa: pertenece a la sección policial más que a la sección política de nuestra prensa.

A partir de dicho caso, Pablo Ortúzar ha escrito con razón sobre la necesidad de una “opción preferencial por los niños” como criterio de orientación política, como filtro de justicia básico para nuestras instituciones. No hay otro camino si queremos que nuestra reacción ante tales historias sea algo más que una catarsis. Pero dicha opción preferencial por los niños requiere a su vez estar inscrita en una visión social más amplia.

La preocupación por dicha visión puede ser descrita como una “filosofía pública de la familia”. Tal filosofía pública es algo distinto de un programa político, no solo porque puede inspirar programas políticos disímiles, sino también porque puede inspirar un amplio rango de acción social distinta de la específicamente política. Además, la existencia de tal filosofía pública puede no solo inspirar acción, sino también modificar el modo en que llevamos ciertas discusiones: puede encauzar de modo más racional discusiones ya existentes, y puede permitir que otras que eran invisibles sean capaces de articularse.

Resulta llamativo, por ejemplo, que el cambio más grande de la familia chilena en las últimas décadas, el aumento sin par de la convivencia, no sea objeto de reflexión alguna. Que no seamos capaces siquiera de ver eso, es una muestra elocuente de que no poseemos tal filosofía. Su ausencia explica también nuestro ocasional clamor por padres que se hagan responsables por los actos de sus hijos, una pretensión no muy consistente con una sociedad que simultáneamente quita a los padres las herramientas y autoridad que podrían justificar tal expectativa.

La existencia de tal filosofía pública no implica caer, como a veces se teme, en la imagen de la familia como lugar impoluto. Sería raro que las familias fuesen mucho mejores que la sociedad que conforman: las injusticias, deslealtades y abusos que conocemos a gran escala, encuentran aquí con frecuencia su germen. Pero ella no es simple origen, receptora o reflejo, sino también caja de resonancia; y precisamente por ser una caja de resonancia tan efectiva, no puede dejar de preocuparnos.

No se trata, pues, de perpetuar como letanía el discurso sobre la familia como base de la sociedad. No es extraño que hoy esas expresiones sobre la familia como base de la sociedad suenen a unos como idolátricas y a otros como ridículas. Quienes por siglos pensaron en ella como núcleo básico de la sociedad, estaban pensando en la familia concebida en términos de forma y funciones, no en una descripción sobre la base de meros afectos. La mera relación romántica no es base de la sociedad: hablar de la familia como base requiere que antes seamos capaces de someter a crítica la mezcla de lógica contractual y concepción romántica del amor que hemos dado en llamar familia. ¿Está la “familia tradicional” en crisis, o esta curiosa síntesis de los últimos siglos?

[cita tipo=»destaque»]Reducida a cuestión “valórica”, a elemento en las querellas sobre la sexualidad, la familia se nos vuelve, en cambio, invisible como fenómeno social. Bien cabe reconocer que esa dimensión sexual no puede ser dejada a un lado: aunque la relación sexual no se reduzca a reproducción, hay un vínculo entre ambas; y es esa reproducción, seguida de deberes de cuidado y educación, la que en parte da su dimensión social a la familia.[/cita]

Si la familia ha de estar presente en nuestra discusión, se requiere de un doble esfuerzo. En primer lugar, debe haber una reflexión sobre lo que la hace ser una institución pública; en segundo lugar, debemos a la luz de eso considerar cómo se amplía el rango de preocupaciones que debieran integrar nuestro discurso. ¿Es pública? Algunos, también en nuestro país, piden su literal privatización, la abolición del matrimonio. Pero son los menos los que rechazan con tal franqueza su carácter público.

Lo que rige para la mayoría es un simple silencio o desconocimiento de este carácter. Nos va aquí como con la amistad: podemos declarar el mismo aprecio por la amistad como un Cicerón o un Aristóteles, pero cuando hablan de amistad política apenas entendemos bien a qué se refieren.

Una parte no menor del discurso sobre la familia apenas es capaz de articular su valoración de la misma en términos que la muestren como una instancia públicamente relevante: valoran la familia, pero ella evoca en ellos solo un sentimiento hogareño. En lugar de valorarla como institución social, son románticos de la familia, tanto como sus contradictores son románticos de los órganos que pretenden suplir el quiebre de la misma.

Si, en cambio, la familia ha sido comprendida por cientos de filósofos políticos, sociólogos y antropólogos como la unidad básica de la sociedad, ello no se debe ni única ni principalmente a los vínculos afectivos de los cónyuges, sino sobre todo a la posibilidad de dar vida a nuevas generaciones humanas, brindarles protección, educarlas en la cultura y permitirles, así, constituirse en el tiempo como ciudadanos por derecho propio. Esta es (o al menos tiene el potencial de ser) la principal red de protección social con que cuenta cualquier ser humano que habita el mundo. Aquí se entra no solo en relación con el cónyuge, sino que se entra en alianza con futuros hijos y con distintas esferas de la sociedad. Como instancia de justicia intergeneracional, se juega aquí más que la realización personal. Por eso debe importarnos a todos.

Reducida a cuestión “valórica”, a elemento en las querellas sobre la sexualidad, la familia se nos vuelve, en cambio, invisible como fenómeno social. Bien cabe reconocer que esa dimensión sexual no puede ser dejada a un lado: aunque la relación sexual no se reduzca a reproducción, hay un vínculo entre ambas; y es esa reproducción, seguida de deberes de cuidado y educación, la que en parte da su dimensión social a la familia.

Por lo mismo, es difícil hablar sobre la familia sin en un momento u otro caer a algún lado del debate sobre la sexualidad. No hay por qué hacer el quite a dicho punto. Tal como la “opción preferencial por los niños” adquirirá rasgos distintos según la tradición política a la que se pertenezca, también una filosofía pública de la familia adquirirá en sus diversas concreciones políticas distintos rasgos. Esas diferencias no carecen de importancia, en algunos casos de considerable importancia, pero quienes disienten sobre la dimensión sexual todavía pueden encontrar algunos puntos importantes de encuentro.

Por la misma razón, en otras latitudes ni la izquierda ni la derecha presentan la alergia patológica de acá a hablar sobre la familia, y a recordar el vínculo entre los problemas de la misma y fenómenos como deserción escolar, pobreza, delincuencia y debilitamiento de las comunidades. El Partido Socialista alemán puede incluir como aserción programática “la necesidad de madre y padre que tienen los niños”. Por algún motivo, entre nosotros, el hablar de la familia parece, en cambio, una beatería. Tal vez por eso mismo tiende a imaginarse como preocupación de la derecha. Pero si alguna vez eso fue cierto, hoy es patentemente falso (véase la reciente propuesta constitucional de la derecha para un elocuente silencio). 

Tenemos muchísimos problemas sociales –materiales, culturales, psicológicos y espirituales– cuyo telón de fondo es la ausencia de familias cohesionadas y estables, pero esta se encuentra hoy patentemente dejada a un lado por el conjunto del espectro político.

Sin embargo, tener una concepción robusta del carácter público del matrimonio no implica un simple recitar estadísticas sobre las consecuencias de un hogar roto. Las advertencias respecto de la consideración utilitarista del matrimonio que puede ocultarse tras esa práctica son del todo pertinentes. Además, el manejo de cifras sobre el impacto de la vida familiar en el resto de la vida humana siempre es una materia delicada. Publicitadas de un modo inadecuado, algunas cifras pueden contribuir a su propio cumplimiento: fortaleciendo una autoimagen negativa de los niños, es fácil convertir sus desventajas potenciales en desventajas actuales. Si a esto sumamos los riesgos propios de toda generalización inadecuada cuando se tratan materias tan sensibles, la importancia de examinar el propio lenguaje salta a la vista. Pero una cosa es no estigmatizar a los niños; otra cosa es tratar con guante de seda a los adultos que abandonan a sus familias.

Con los debidos resguardos, la meta debe ser poder sacar a la luz el conjunto de bienes directa e indirectamente tocados por la unión. Hablamos aquí de cientos de miles de niños chilenos que carecen del más elemental apoyo psicosocial porque sus familias se encuentran descompuestas y debilitadas. Son futuros ciudadanos que no quieren llegar a su casa porque adentro no hay un hogar, sino solo violencia. Futuros ciudadanos que en lugar de recibir el capital cultural que los haría aptos para el estudio y las virtudes que los harían buenos para la convivencia armónica, aprenden a robar o a traficar. Son personas que no tienen una comunidad vital que les otorgue un sentido de pertenencia al mundo. La familia es una fuente enorme de desigualdad: podemos nivelar hacia abajo para que nadie goce de sus beneficios, o desplegar nuestras fuerzas para hacerlos extensivos a más conciudadanos.

Sobra decir que esto solo tiene sentido atendiendo también a las condiciones materiales que la hacen posible: salarios que permitan mantener una familia, jornadas laborales que permitan tanto a mujeres como hombres combinar trabajo con crianza, viviendas de un precio y tamaño que haga posible la vida familiar de millones de compatriotas. Podríamos evaluar qué implica para nuestra valoración del otro que los familiares sean considerados por las Isapres como “cargas” o que nuestro régimen tributario castigue el hecho de tener hijos y premie la vida del individuo solitario. Y están las cárceles: Ana María Stuven ha llamado pertinentemente la atención sobre el impacto que tiene la prisión materna para la perpetuación de un círculo de crimen y pobreza.

Hay un sinfín de tareas en que la familia no puede ser sustituida por ninguna red de protección social que pueda articular el Estado. Es cierto que nuestro Sename clama al cielo por una reestructuración, que se ha tenido que llegar a tribunales incluso para que podamos ser informados sobre la realidad de algunos de sus centros. Pero por mucha importancia que tenga su reforma, las prestaciones sociales burocráticas no compensan la ausencia de soportes gratuitos basados en el amor, el conocimiento y la confianza.

No todo lo resuelve la familia, como tampoco todo lo resuelve la educación. Pero en su crisis encontramos al menos una de las dimensiones cruciales de nuestros problemas; y mientras no estemos dispuestos a reconocer dicha dimensión, a volverla objeto de reflexión, no hay que sorprenderse de lo truncados que son tantos de nuestros restantes esfuerzos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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