El pasado 29 de mayo y tras una semana de intensa publicidad, TVN transmitió un capítulo de ‘Informe Especial’ sobre la Coordinadora Arauco Malleco (CAM) que incluía entrevistas a su líder Héctor Llaitul y a integrantes de las Organizaciones de Resistencia Territorial (ORT). Las reacciones no se hicieron esperar, entre ellas, la predecible exigencia de los partidos opositores de aplicar (más) mano dura para la organización y una que sorprendió por su tono descalificador, agravado por la investidura del declarante: el intendente de la IX Región, Andrés Jouannet, designado por la Presidenta Bachelet en agosto de 2015.
Tras la emisión del reportaje, el intendente señaló a la prensa “yo no reconozco ninguna reivindicación de territorio, eso por ningún motivo. El pueblo mapuche es parte del pueblo chileno. El 95% de los chilenos tenemos sangre originaria, y por tanto, son parte nuestra, parte de nuestra patria…”.
Se trata de una de las versiones más burdas del discurso del mestizaje que se haya escuchado a una autoridad, la que revela un uso reaccionario de aquel paradigma político que surgió en las primeras décadas del siglo XX en América Latina y que depositaba en una orquestada fusión de razas la esperanza de un progreso rampante para los países de la región.
De ese paradigma derivaron importantes políticas públicas, entre ellas las políticas indigenistas, pero con el correr de las décadas su efectividad fue puesta en duda (crisis del Estado de bienestar mediante), precisamente porque las tentativas de integrar sociedades heterogéneas por medio del mestizaje cultural y biológico quedó en la mera voluntad, siendo más evidente la continuidad del menosprecio, de la pobreza y que, en el fondo, se trataba de un proyecto de blanqueamiento, aunque formulado en otros códigos.
La diferencia cultural e histórica de los pueblos indígenas, incluidos sus territorios, no encontró cabida en ese discurso de la buena mezcla que llegó a ser obsesivo y delirante. Cómo no recordar al mexicano José Vasconcelos y su libro La raza cósmica, de 1925, y antes de eso al más claro exponente local, Nicolás Palacios, quien en 1904 publicó Raza chilena, donde postuló la curiosa tesis de que el pueblo chileno era mapuche-godo, una raza perfecta que habría surgido de la mezcla de lo mejor de los mapuche y lo mejor de los conquistadores europeos, con la cual el médico Palacios sedujo a generaciones de nazis chilenos.
La de Jouannet, insisto, es una versión simple de esa genealogía de pensamiento mestizófilo articulado por figuras del campo cultural y político que vieron en estas curiosas fórmulas raciales una posibilidad de redimir a los indígenas y sacarlos de la pobreza. Agregué que el mestizaje de Jouannet es reaccionario al interior de esta tradición porque resguarda de contrabando los intereses de quienes asoman como los responsables actuales y más directos de esa pobreza (no hubo ninguna reacción equivalente por parte del intendente frente a los guardias armados y la policía de fuerzas especiales a cargo de proteger los predios ocupados por las empresas forestales que mostró el mismo reportaje, ni siquiera a modo de empate).
Lo de Jouannet es el mestizaje como estrategia de negación en su forma más pura, recurriendo al argumento más anacrónico de todos: el de la sangre. ¿Qué son los mapuche entonces sino un reducto del pasado con fecha de vencimiento, un sujeto colectivo cuya diferencia (y derechos) se ha diluido en el presente del pueblo chileno?, nos dice el intendente.
Los movimientos indígenas contemporáneos, incluido el movimiento mapuche, enarbolan demandas que dan cuenta de la crisis definitiva de ese paradigma integracionista. Por eso hablan de reconocimiento cultural, reconocimiento político, autodeterminación y territorio, pilares de un constructo teórico y político vinculado con la condición de pueblos que reivindican. Esta nomenclatura es la que predomina a nivel mundial para tratar la temática indígena, con un enfoque general de derechos humanos. Así se observa, con variantes por cierto, en las nuevas jurisdicciones nacionales, en la sociedad civil mundial, en los organismos internacionales, en el desarrollo de las disciplinas y las ciencias sociales, etc.
La política indígena en Chile a partir de 1990 acoge moderadamente estos principios y corrientes, en un contexto de precario equilibrio de fuerzas que rápidamente se fue decantando hacia una mayor protección del modelo agroexportador y sus nefastas expresiones en la Región de La Araucanía (al fomento estatal recibido por este modelo desde el golpe militar de 1973, se le suma la protección policial entregada por los gobiernos de la Concertación, la que ha ido de la mano de la criminalización de demandas que la propia coalición reconoció en 1989 con el Pacto de Nueva Imperial).
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Este derrotero ha derivado en que el aggiornamento multicultural del Estado chileno se manifieste cada vez más superficial y oportunista.
Así lo entendí en las palabras de Ricardo Lagos cuando impulsó durante su gobierno la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, en el 2001: “Esto es lo que corresponde a un país culto, a un país civilizado y a un país democrático. Es la tendencia que predomina en nuestro mundo contemporáneo…”.
La intención del entonces mandatario pareció ser la concreción de un negocio políticamente redondo: pocas concesiones internas, aislamiento de las organizaciones mapuche más radicales y posicionamiento internacional en materia de diversidad cultural y políticas indígenas. Al menos esto último, al decir de los informes emitidos por distintos organismos internacionales y de derechos humanos, ha sido un completo fracaso para el Estado chileno.
Este diagnóstico no significa negar un proceso que con altos y bajos (aunque hace años que predominan los bajos) significó en muchos ámbitos la superación del legado dictatorial, cuya vara era bastante baja, hay que decirlo. Sin embargo, también es claro que la consolidación de un neoliberalismo avanzado durante la transición democrática ha sido central en la falta de compromiso con un reconocimiento real de los pueblos indígenas.
Sobre eso arrojó algunas pistas el reportaje de ‘Informe Especial’ cuando se hizo mención a la historia de los predios que reivindica la CAM, reproduciendo información que ha salido a la luz pública en los últimos años y que pone de manifiesto la naturaleza política de ese entramado de intereses: que Forestal Mininco es propiedad del grupo Matte, cuyo poderío se expandió a partir del golpe de Estado, con casos de violaciones a los derechos humanos que se encuentra investigando la justicia y con la activa participación del gobierno de facto a través de la Conaf, donde la figura de Julio Ponce Lerou –el mismo del financiamiento ilegal a los partidos de la Concertación a través de SQM– aparece dirigiendo la orquesta. Que el Intendente no haya sido igualmente estridente con la historia de los predios disputados es un indicador elocuente.
Frente a este multiculturalismo que se desvanece, afloran con fuerza convicciones políticamente anacrónicas pero socialmente extendidas, como el discurso del mestizaje negador y racista de Jouannet que origina esta columna.
En efecto, los indígenas han sido los históricos racializados por la sociedad chilena, que los ha instalado arbitrariamente como punto de referencia para medir el estatus social (real o ficticio) de sus integrantes; una suerte de termómetro de “morenidad”, ese eufemismo con el que hipócritamente se ha llamado en Chile a los no blancos. Y esto en un país que se ha ufanado de no ser racista y de tratar bien a los “negros”, por cierto, cuando las personas afrodescendientes eran una anécdota pasajera.
Lo que se entiende por “culturas indígenas” no puede abstraerse de este marco histórico, porque cuando se habla de ellas sin pudor se hace referencia a una conformación colectiva compacta en la que se imbricarían cultura, biología y psicología, asociada al principio de pureza (hasta conocidísimos intelectuales suelen exigir a los indígenas que se mantengan tal cual los encontraron los conquistadores europeos en el siglo XVI, pero jamás se les ocurriría pensar que españoles y portugueses deberían ser idénticos a los que se bajaron de las carabelas).
Esa camisa de fuerza constituye una de las principales expresiones del racismo chileno, que vincula a los pueblos indígenas tendenciosamente con un culturalismo apolítico, con la inocencia primitiva, ahistóricos y “originarios”, no precisamente de los territorios por los que organizaciones como la CAM luchan, sino de la nación chilena, la misma que se muestra esquiva frente al reconocimiento político y la reparación de todas sus deudas.