Berríos parte de una premisa válida, que en una sociedad determinada por el mercado se producen necesariamente actos de violencia; pero no logra arribar a las consecuencias últimas que derivan de su premisa, ya que comienza y termina su análisis dentro de los límites del discurso neoliberal. Lo que no logra percibir es que la violencia que se vuelve evidente es aquella que se canaliza por fuera del mercado, no la que deriva de este.
Si se echa una mirada rápida por algunas de las más grandes figuras de la disciplina sociológica se podrá apreciar que, independientemente de sus diferencias, algo tienen en común: prácticamente todas han elaborado análisis sobre la modernidad. Y es que, si hay algo que es seguro en la sociología, es que ella es una disciplina moderna. Se podría decir que la sociología nace para intentar comprender el impulso transformador que la modernidad trae consigo, por lo que parece natural que la modernidad y los procesos modernizadores constituyan su objeto de estudio privilegiado.
Pero, como es moneda corriente en los análisis, la modernidad está lejos de ser un proceso unívoco y exento de contradicciones. Berger y Luckmann, en Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, sostienen que uno de los elementos que diferencian a la sociedad moderna de la tradicional es que con el arribo de la primera se rompen los monopolios del sentido. De manera sucinta: nuestro mundo tiene una determinada forma porque su sentido ha podido institucionalizarse en “acervos sociales de conocimiento” que terminan por objetivarse. Pues bien, mientras en las sociedades tradicionales dicha institucionalización tenía fuentes legítimas restringidas (la religión, principalmente), en las sociedades modernas el sentido no emana de fuentes únicas, por lo que la desmonopolización del sentido constituye una de sus principales características.
Para la sociología, esto genera una paradoja. Por un lado, pareciera no haber dudas de que la modernidad es el gran objeto de estudio de la sociología, mientras que, por otro lado, la modernidad amplía los espacios de reflexión hasta el punto de que nadie puede arrogarse para sí el monopolio natural del sentido. De ahí que por más que la sociología analice primariamente la modernidad, ello no implica que sea la única fuente válida. Berger y Luckmann afirman que por más que exista un conocimiento general y un conocimiento de especialistas, lo común en nuestras sociedades es que sus límites se vuelvan porosos, ya que, por ejemplo, “los medios de comunicación masivos difunden en forma popularizada el saber de los expertos y la gente se apropia de fragmentos de dicha información y los integra a su bagaje de experiencias”.
Es en consideración a lo anterior, esto es, al hecho de que resulta legítimo que todo quien quiera puede emitir un juicio respecto a la sociedad y aspirar a su reconocimiento, que pretendo evaluar el análisis (muy sociológico) de Felipe Berríos acerca de los actos de violencia en contra de la Iglesia de la Gratitud Nacional de la semana pasada.
Quizá lo central sea su afirmación de que quienes provocaron los incidentes “son hijos del mercado. No tienen ningún respeto por el resto de la gente y actúan de forma agresiva si no se les da todo lo que quieren. Son jóvenes mimados por el consumo y ahora todos tenemos que soportar sus rabietas”.
[cita tipo= «destaque»]¿Qué decir sobre las afirmaciones de Berríos acerca de que la violencia de quienes destruyeron la figura de Cristo muestra “su intolerancia e ignorancia ante todo lo sagrado”? Quizá recordarle que uno de los pasajes más célebres del Manifiesto Comunista es aquel que enfatiza que con el triunfo del capital “todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado”.[/cita]
Lo que resulta innegable es que los actos a los que se refiere Berríos efectivamente son violentos (más o menos violentos dependiendo de si se es católico o no, evidentemente). Sin embargo, el punto central está en la imputación de sentido que Berríos genera para comprenderla: son muchachos violentos porque son hijos del mercado. Ligar, como se hace aquí, el mercado y la violencia parece sostenible: lejos de ser un espacio neutro donde todos los que quieran pueden ingresar, el mercado es por definición violento, ya que su estructura es altamente segmentada dependiendo del poder adquisitivo de las personas, por lo que dentro de él se reproducen las desigualdades sociales (de clase, agregarían algunos). El mercado, cuya principal función es la de ser el espacio donde se distribuyen los bienes y servicios, lo hace siempre de forma desigual y sobre la base de la segmentación de la población (de lo contrario, no existiría el marketing).
Si partimos de la base de que los niveles de desigualdad social de Chile son altamente violentos, y agregamos que el mercado reproduce dicha desigualdad, parece plausible la afirmación de Berríos. A pesar de ello, lo que no parece razonable es suponer que la violencia de quienes pueden considerarse “hijos del mercado” se manifieste en actos como el saqueo de iglesias. Esto por razones sencillas. Si el modo de producción capitalista es el que ha prevalecido desde hace varios siglos y, además, si la matriz ideológica hegemónica del Chile contemporáneo es el neoliberalismo, parece difícil engendrar hijos por fuera del mercado. Por tanto, si el saqueo y destrucción de iglesias se explica porque sus agentes son hijos del mercado, pues ya no deberían quedar iglesias.
Lo anterior no anula la premisa de la relación entre mercado y violencia, simplemente su expresión concreta no puede ser la que le atribuye Berríos. Efectivamente, el que prácticamente todos los planos de nuestra existencia se jueguen en el mercado es una forma de violencia (porque, como ya dijimos, el mercado no resuelve desigualdades sociales, sino que las presupone y reproduce en forma de bienes y servicios) que perfectamente puede fungir como catalizador de otras expresiones de violencia. El punto clave es que la violencia que efectivamente se deriva del mercado es socialmente aceptada y legitimada, por lo que se la incorpora subjetivamente como no-violencia.
Aquí es donde entran en escena los múltiples discursos que dan cuerpo y consistencia a la ideología neoliberal actual, como el discurso meritocrático y el discurso emprendedor, que tienen un rasgo común fundamental: librar de toda responsabilidad a las condiciones estructurales en la reproducción de las desigualdades sociales y atribuirlas a un problema actitudinal de los individuos. Es, entonces, por falta de esfuerzo, por no saber aprovechar las oportunidades, o por simple flojera, que las personas no alcanzan una mejor posición en el mercado, no porque este reproduzca las desigualdades sociales.
Nuestro día a día está sostenido estructuralmente por una enorme cantidad de violencia que, simplemente, hemos asumido como elemento constitutivo de nuestra sociedad, por lo que no la percibimos como violencia. Por el contrario, estamos, por así decirlo, programados para identificar automáticamente toda violencia subjetivada, vale decir, toda violencia física que ejerce un agente concreto en un contexto específico. Podríamos decir que se ha podido invisibilizar la violencia estructural mediante la construcción discursiva de un solo tipo de violencia: la violencia física.
Así, Berríos parte de una premisa válida, que en una sociedad determinada por el mercado se producen necesariamente actos de violencia; pero no logra arribar a las consecuencias últimas que derivan de su premisa, ya que comienza y termina su análisis dentro de los límites del discurso neoliberal. Lo que no logra percibir es que la violencia que se vuelve evidente es aquella que se canaliza por fuera del mercado, no la que deriva de este.
¿Qué decir sobre las afirmaciones de Berríos acerca de que la violencia de quienes destruyeron la figura de Cristo muestra “su intolerancia e ignorancia ante todo lo sagrado”? Quizá recordarle que uno de los pasajes más célebres del Manifiesto Comunista es aquel que enfatiza que con el triunfo del capital “todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado”. O que, como señala Marshall Berman: “Si miramos detrás de los sobrios escenarios creados por los miembros de nuestra burguesía y vemos la forma en que realmente operan y actúan, vemos que estos sólidos ciudadanos destrozarían el mundo si ello fuese rentable”.
Solo para concluir, Berríos sostiene que “los estudiantes” se han limitado a demandar y olvidan sus deberes. Independientemente de si se comparte o no dicho juicio, cabe destacar que nuestra sociedad, por suerte, permite que más o menos todos podamos emitir juicios e incluso diagnósticos (como él lo hace) sobre ella misma. Sin embargo, si se opta por hacerlo, el único deber es hacerlo rigurosamente.