La patria del ex alcalde es la misma donde los candidatos a gobernadores presumen de no haber concedido la gracia a un condenado a muerte o exhiben la placa de un policía muerto prometiendo venganza. Por su parte, quienes financian este encuentro no son entes neutrales. El Mercurio es el padre de Paz Ciudadana (comparten presidente); la plataforma ‘La otra mirada’ tiene en su Directorio a la hija de un candidato a la Presidencia de la República (por no nombrar a su presidente, un dueño de supermercados admirador de Pinochet); y la Universidad Adolfo Ibáñez exhibe con orgullo, en su galería de académicos honorarios, a personajes que en otro momento de la historia reciente desempeñaron un obscuro papel en desmedro de las libertades públicas.
Hoy 16 de junio, Rodolph Giuliani, ex alcalde de Nueva York y amigo personal de Donald Trump, visitará Santiago. Según la publicidad desplegada al respecto, el republicano dictará una conferencia de una hora y media titulada Tolerancia Cero: La otra mirada a la seguridad ciudadana. El encuentro lo organiza el diario El Mercurio, la plataforma ‘La otra mirada’ y la Universidad Adolfo Ibáñez.
Como se sabe, Giuliani era alcalde de Nueva York cuando esta fue objeto de los ataques del 11 de septiembre de 2001. La razón de su visita, sin embargo, es otra. Tras dejar el cargo, Giuliani ha recorrido buena parte del mundo exportando el eslogan –no es más que eso– de la tolerancia cero contra la delincuencia. En el plano estético, ha tenido un éxito indiscutido, ya que nadie (o casi nadie) ha puesto en duda sus credenciales de respetado experto en la prevención de la delincuencia.
El papel que al respecto han desempeñado los medios de comunicación para mostrarnos a un personaje afable –lo podemos llamar con confianza Rudy– que defiende ideas supuestamente sensatas, ha sido fundamental en el éxito que ha tenido al comercializar el producto-concepto de la seguridad ciudadana. El italoamericano viene de cerrar un suculento negocio con los dominicanos del Partido Revolucionario Moderno. Poco antes, tuvo un coqueteo ideológico con Sergio Massa, ex candidato a la Presidencia argentina.
La verdad sea dicha, a este éxito ha contribuido la poca claridad con que la criminología académica enfrenta al discurso hegemónico cuando tiene ocasión de dirigirse a audiencias amplias.
Por eso es que resulta prudente emitir un juicio crítico y develar parte del aparataje que subyace al discurso que escucharán quienes asistan a la conferencia.
La premisa de la que parte la construcción de Giuliani no es distinta al discurso republicano de los años ochenta. Conforme a este, toda comunidad está cultural y socialmente dividida entre nosotros, es decir, los que compartimos los valores de las víctimas inocentes y de las personas decentes, y ellos, los criminales inmorales, peligrosos, aprovechadores e indignos de ser beneficiados con derechos. El delincuente pasa a ser concebido como un enemigo, un diferente que debe ser controlado, eliminado o neutralizado. En esos términos, nuestra seguridad depende del grado de control que se consiga sobre esta segunda esfera.
Sin embargo, esta, lejos de ser un conjunto compuesto por criminales de carne y hueso, corresponde, en verdad, a un estereotipo. La criminología mediática, es decir, lo que sobre los crímenes y sus causas nos dicen los medios de comunicación, se encarga de darle fisionomía: el delincuente es pobre, violento y poco instruido. En tanto estereotipo, bastará asemejarse a él para ser parte del mundo de ellos. El planteamiento es simple: de sujetos parecidos es dable esperar comportamientos análogos. Por ende, es necesario controlarlos mediante la detención y la vigilancia si es que no queremos lamentar nuevas víctimas.
A su vez, la categorización de personas genera que la intensidad de la sanción penal esté determinada no por el daño social que se produce, sino por el solo hecho de pertenecer a la categoría en cuestión. Esto genera una intervención penal “bipolar”, cuyo paradójico efecto consiste en la sanción mínima o leve para los causantes de un gran daño social (grandes estafadores, autores de contaminación ambiental severa, directores de laboratorios que se coluden para subir los precios de medicamentos, etc.) y una severidad draconiana en contra de los autores de delitos leves en contra del patrimonio.
[cita tipo= «destaque»]Dado que se trata de un discurso que satisface a una clase media culturalmente en decadencia, no es raro que algunos políticos busquen apoderarse de él y hasta se lo disputen (la contienda Harboe-Espina es sintomática de esto). Si lo hace por oportunismo o por miedo a la exclusión, poco importa (por lo demás, nunca lo sabremos), ya que, de todas formas, el discurso único del autoritarismo se habrá impuesto. Esto lo pudimos apreciar hace no mucho, cuando la última agenda corta patrocinada por el Gobierno fue aprobada con el voto de ambas coaliciones.[/cita]
La criminología mediática, que no es más que el fruto de temores y discursos populistas, necesitó travestirse de ciencia. Al efecto presentó a sus propios especialistas. Fue lo que hizo el Manhattan Institute con Charles Murray, un mediocre politólogo desocupado que aceptó la suma de treinta mil dólares para escribir un estudio (de tesis predeterminada) que llevó por título Losing Ground: American Social Policy, 1950-1980.
El texto, lanzado en 1984 con enorme cobertura mediática, sostenía la tesis de que los jóvenes de sectores pobres delinquían porque los programas sociales de desempleo los trataban con una benevolencia excesiva. A la legitimidad científica que buscaba este discurso también contribuyeron los libros del mismo Murray y Richard Hernstein, The Bell Curve: Intelligence and class structure in American life (cuya notoriedad se debió a la defensa implícita de la teoría del menor coeficiente intelectual de los afroamericanos) y Wealth and Poverty, de George Gilder (donde se afirma que las causas de la miseria se encontraban en la anarquía familiar de los pobres).
Especial mención merece en este listado, dada la visita de Giuliani, el libro de James Q. Wilson y George Kelling, Fixing broken windows, ya que fue gracias a este best seller que terminó por acuñarse el eslogan de la tolerancia cero.
La tesis recurre a la imagen de un edificio con ventanas rotas. Según los autores, estas inducirían a los vándalos a romper más ventanas y, después de un tiempo, a ocupar el edificio, puesto que pensarán que la estructura se encuentra abandonada. Obviando cualquier relación de tipo causal, el estudio concluye que el ejemplo del edificio es perfectamente extrapolable en materia de seguridad ciudadana: si un infractor no es condenado inmediatamente, se lo estimula a reincidir; por su parte, si los autores de infracciones menores no son sancionados, aumentarán en forma progresiva sus infracciones hasta llegar a cometer los peores crímenes.
Además de cruel y excesivamente costosa (si hablar de dinero es siempre de mal gusto, lo es todavía más cuando se tiene que invocar la economía para convencer al adversario de la inmoralidad de su idea), la aplicación de la tolerancia cero es inútil para disminuir la delincuencia. Recurrir a la pena privativa de libertad para sancionar pequeñas infracciones desconoce un sinnúmero de estudios que, frente al deterioro humano que genera la prisión, recomiendan lo contrario. Al respecto, conviene retener un dato al que los asistentes a la charla probablemente no tendrán acceso: Estados Unidos de Norteamérica y Chile son dos de los países del continente con mayor porcentaje de encarcelamiento por cada cien mil habitantes (693 y 245 presos, respectivamente).
La implementación de la tolerancia cero en Nueva York dispuso de una amplia propaganda que se encargó de presentarla como la causa de una supuesta disminución de la delincuencia, omitiendo que el crimen en esta ciudad (que a la sazón gozaba de pleno empleo) ya había comenzado a disminuir antes de su implementación y que durante el mismo período bajó en todo el territorio.
Se trata de un discurso cuyo indispensable aliado ha sido deterioro cultural de la sociedad estadounidense, responsable, entre otras cosas, de su actual escenario electoral.
En lo que atañe a Chile, la necesidad de darle ropajes de cientificidad a este discurso vindicativo no nos es ajena. La Fundación Paz Ciudadana –el paradigma del espacio de convivencia apacible entre históricos defensores de la dictadura e importantes socialdemócratas locales– es la principal encargada de este cometido.
Que ha sabido aprovechar como pocas instituciones un maridaje que, por hechos de dominio público, era más extenso de lo que creíamos, es, asimismo, un hecho indiscutido. Su composición le ha permitido ganar adhesión al interior de las dos principales coaliciones políticas. Dado que se trata de un discurso que satisface a una clase media culturalmente en decadencia, no es raro que algunos políticos busquen apoderarse de él y hasta se lo disputen (la contienda Harboe-Espina es sintomática de esto). Si lo hace por oportunismo o por miedo a la exclusión, poco importa (por lo demás, nunca lo sabremos), ya que de todas formas el discurso único del autoritarismo se habrá impuesto. Esto lo pudimos apreciar hace no mucho, cuando la última agenda corta patrocinada por el Gobierno fue aprobada con el voto de ambas coaliciones.
La realidad, en cambio, es otra. Paz Ciudadana –la cantera de la que proviene la actual ministra de Justicia– es solo una poderosa plataforma comunicacional, en ningún caso un centro de estudios serio en materia de delincuencia. Por el contrario, asisten buenas razones para mirarla con desconfianza. Su presidente fue en el pasado un importante agente de la CIA y entre los miembros de su directorio alguna vez figuró Carlos Délano, actualmente formalizado por millonarios delitos tributarios y sobornos.
El diagnóstico se corrobora tras advertir que Paz Ciudadana concentra su atención en la criminalidad callejera y estereotipada, guardando un silencio colosal en materia de delincuencia económica. La incapacidad crítica del Gobierno y del Parlamento frente a este interesado desequilibrio solo puede alimentar la adopción de un modelo político-criminal selectivo y clasista.
Frente a la gran cobertura de la que gozará el norteamericano y el discurso que defiende, la invitación –no podría ser otra– es a la agudeza.
Giuliani implementó su discurso al interior de un país que de cuentas ante tribunales internacionales sabe bien poco. La patria del ex alcalde es la misma donde los candidatos a gobernadores presumen no haber concedido la gracia a un condenado a muerte o exhiben la placa de un policía muerto prometiendo venganza.
Por su parte, quienes financian este encuentro no son entes neutrales. El Mercurio es el padre de Paz Ciudadana (comparten presidente); la plataforma ‘La otra mirada’ tiene en su Directorio a la hija de un candidato a la Presidencia de la República (por no nombrar a su presidente, un dueño de supermercados admirador de Pinochet); y la Universidad Adolfo Ibáñez exhibe con orgullo, en su galería de académicos honorarios, a personajes que en otro momento de la historia reciente desempeñaron un obscuro papel en desmedro de las libertades públicas.