A lo largo de la historia de los procesos de reivindicación social en Chile, las manifestaciones de violencia callejera han sido una constante, sufriendo ellas mismas mutaciones que siempre las hacen parecer un fenómeno novedoso. Y por esa misma percepción es que los análisis que buscan explicarse la ocurrencia de esta aumentan.
Esta tarea no es exclusiva de los intelectuales. Las instituciones que detentan el poder usan la política pública no solo para neutralizar los focos de violencia insurgentes, sino que también deben crear un discurso, una narrativa que explique por qué esta violencia ocurre.
Un gobierno como el actual, que tiene como principal premisa monopolizar la soberanía popular y posicionarse como el representante de esta, supuestamente llevando a cabo las reformas que la ciudadanía demanda, se esfuerza por separar al movimiento cívico de reivindicación social (del cual la Administración se considera a sí misma como su voz institucional) de los que se enfrentan al aparato policial de manera directa y violenta, reservando para estos el más completo repudio y usando la herramienta penal para su neutralización, siempre enfatizando que el gobierno ha permitido instancias de expresión pacífica, tales como la manifestación callejera (peticionista) e, incluso, que ha creado dichas instancias , como las fases de participación ciudadana para la elaboración de la nueva Constitución.
Por otro lado, los paradigmas del conocimiento que han tenido lugar en las últimas décadas han hecho surgir cada vez con más fuerza la idea de que esta violencia es la respuesta de un sector de la sociedad que ha sido excluido del modelo de desarrollo, no teniendo posibilidad de entrar al mercado laboral, en conjunto con servicios básicos precarios (vivienda, educación, salud, etc.), grupo familiar disfuncional, delincuencia, etc.
Incluso la voz de una de las instituciones que históricamente se han identificado como detentadoras del poder, como lo es la Iglesia Católica, se han referido al tema en estos términos: el padre Fernando Montes, en la revista de la Iglesia Católica de Santiago, Encuentro, ha usado la expresión violencia estructural para designar todo tipo de violencia que proviene de la institucionalidad económica, política, etc., la cual tiene como consecuencia, según Montes, las manifestaciones de carácter bélico por parte de un sector de la población.
Es decir, por un lado, se recurre a una lógica culposa, aludiendo a la falta de criterio e insensatez de dichos grupos, y, por otro lado, se recurre a un análisis estructuralista, considerándolos simplemente como productos.
[cita tipo= «destaque»]¿Qué pasará cuando los caramelos que el poder otorga con la finalidad de quitar el hambre momentánea de expresión ciudadana ya no sirvan para su cometido, y aun nos encontremos sujetos a una institucionalidad que, como en toda la historia de Chile, monopoliza la soberanía popular? Quizás, en ese momento la violencia se constituya como la única práctica política realmente soberana.[/cita]
Si bien no es el objeto de este modesto espacio adentrarnos en los orígenes de la violencia callejera, es necesario situar en este duopolio argumentativo un elemento que dichos análisis han omitido.
Si bien Montes y las hipótesis de violencia estructural e institucional se sitúan –a mi juicio– como aspectos determinantes al momento de explicarse la violencia popular, esta posee una causa aún más inmediata y urgente, que ha sido transversal en la historia de Chile y que está anclada en nuestra memoria histórica: la imposibilidad de expresar nuestras inquietudes cívicas en espacios de decisión de carácter vinculante para el poder político, de desarrollarse como ciudadano en el marco de una institucionalidad que no dirija los procesos de expresión popular: de ser finalmente soberanos.
Y es aquí donde los procesos de reformas a la Constitución que hemos experimentado desde finales del año pasado son gravitantes.
Si la Constitución es el cuerpo jurídico que regula la institucionalidad que expresa la soberanía popular, y en el desarrollo mismo de esta nos vemos sujetos a un proceso dirigido y encauzado, en donde las fases de participación ciudadana no tienen ningún carácter vinculante, en donde la Carta Fundamental se usa como un artefacto para salvaguardar lo poco que queda de la legitimidad de la clase política, entonces cabe preguntarnos: ¿qué pasará cuando los caramelos que el poder otorga con la finalidad de quitar el hambre momentánea de expresión ciudadana ya no sirvan para su cometido, y aun nos encontremos sujetos a una institucionalidad que, como en toda la historia de Chile, monopoliza la soberanía popular? Quizás, en ese momento, la violencia se constituya como la única práctica política realmente soberana.