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Tomas y tabú: Carlos Peña y la facticidad del poder Opinión

Tomas y tabú: Carlos Peña y la facticidad del poder

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Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Hay una patología social y política en esto. Devolviendo la palabra, desconociendo la realidad del poder, es posible sin duda paralizarlo: ‘No los vamos a dejar gobernar’, como dijera hace poco Diego Arraño, vocero de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios. Pero, de este modo, meramente reactivo, no es posible crear poder, hacer política. El consiguiente juego suma cero puede durar algún tiempo. Pero la experiencia muestra que ese vacío no tarda en ser llenado por alguna fuerza ávida de ejercer el poder, sin detenerse ante el exceso.


Con el título ‘Tomas y tabú. La obstinación de Carlos Peña’, se publicó en días recientes, una carta firmada por un grupo de estudiantes de Psicología de la Universidad Diego Portales. La carta se propone poner en evidencia la duplicidad que afectaría al discurso de Carlos Peña, rector de la UDP: en intervenciones públicas, su exigencia de elevados estándares de racionalidad; su ‘obstinación’, en cambio, cuando se trata de defender la facticidad de la estructura de gobierno de la propia universidad, ‘la perpetuación de una realidad institucional que no coincide con el ideal democrático que sostiene Peña a nivel nacional’, como escriben los estudiantes.

La toma, por su carácter fáctico, operaría así como la necesaria corrección de una asimetría también fáctica; no sería ‘un acto coactivo inaceptable’, como habría dicho Peña en un comunicado del 8 de junio, sino un acto restitutivo indispensable para entablar un diálogo a la altura del ‘ideal democrático’ del propio Peña.

Llama la atención que tanto en esta carta como en otras manifestaciones del movimiento estudiantil de la UDP, Carlos Peña tienda a ser visto, no como un aliado en un proceso en el cual puede haber diversidad de matices y velocidades, sino como el adversario. No obstante, en la historia de la UDP hay claramente un antes y un después de la rectoría de Carlos Peña.

Esta se inició el año 2006, luego que la movilización de los académicos lograra la salida del entonces rector, el conocido ex ministro de Pinochet Francisco Javier Cuadra. A partir de allí, la UDP, hasta entonces una suerte de fundo administrado por un terrateniente benévolo –pero también, por una generosa cohorte de funcionarios provenientes, muchos de ellos, de los sótanos intelectuales de la dictadura–, ha dado pasos decisivos para transformarse en una genuina universidad.

En síntesis: obligación de la universidad de ser propietaria de sus instalaciones; el Consejo Académico, en el cual participan académicos y estudiantes, puede bloquear cualquier intento de pasar por sobre esta norma fundamental.

Asimismo, obligación de reinvertir cualquier excedente en la misma universidad; las filtraciones hacia eventuales sociedades relacionadas han quedado definitivamente bloqueadas.

Por último, y quizás lo más relevante, carrera académica que garantiza libertad de cátedra y a la cual se ingresa y se permanece por mérito: no es legítimo ingresar al claustro académico de la UDP por la ventana.

Por cierto, subsisten en la cultura institucional de la UDP enclaves en los que el viejo régimen discrecional sigue operando subterráneamente. Por otra parte, cabe preguntarse si su modelo de gobierno, no obstante su eficacia durante una década, está aún vigente.

A mi entender, ha perdido vigencia: adolece de un exceso de verticalismo, de modo que cada uno de los niveles inferiores de la organización, a falta de otras señales vinculantes, tiende a comportarse según lo que supone son las expectativas del nivel superior; así, al margen de las buenas intenciones, las autoridades centrales terminan recibiendo, de facultades y comunidades académicas, una suerte de imagen especular de sí mismas. De ser así, un proceso de revisión debiera abrirse, con participación, por cierto, de académicos y también de estudiantes.

Pero no es esta la posición de los estudiantes. Más bien, como lo hacen los firmantes de la carta, le cobran la palabra a Carlos Peña: se la devuelven y, de este modo, repitiéndolo, ponen en evidencia su dependencia de esta palabra, como palabra de padre. Una palabra sobre la cual, sin embargo, ese padre, como el liberal autoconsciente que sin duda es, sabe algo más.

Ese ‘algo más’ es decisivo: sabe que la autoridad, al asegurar las condiciones para que la argumentación racional sea posible, se aloja, paradójicamente, en una zona que puede ser aproximada por aquella, pero jamás alcanzada plenamente. Hay una facticidad, una heteronomía indisoluble asociada al poder; la condición de su ejercicio, en los tiempos del liberalismo moderno es, precisa y paradójicamente, negarla.

Al devolverle la palabra, los estudiantes buscan forzarlo a poner en evidencia este secreto: a ejercer abiertamente el poder reprimiéndolos, o a renunciar a él. Pero no por eso se empoderan ellos: como la historia del movimiento estudiantil iniciado el 2011 lo muestra, los despotencia su filial creencia en una racionalidad horizontal, carente de secreto. Pues el secreto es también la condición que hace legítima la representación, por sobre el estéril asambleísmo, y que permite entonces verdaderamente hacer política.

[cita tipo= «destaque»]Hay una facticidad, una heteronomía indisoluble asociada al poder; la condición de su ejercicio, en los tiempos del liberalismo moderno es, precisa y paradójicamente, negarla. Al devolverle la palabra, los estudiantes buscan forzarlo a poner en evidencia este secreto: a ejercer abiertamente el poder reprimiéndolos, o a renunciar a él. Pero no por eso se empoderan ellos: como la historia del movimiento estudiantil iniciado el 2011 lo muestra, los despotencia su filial creencia en una racionalidad horizontal, carente de secreto.[/cita]

Por cierto, el inmovilismo, la ‘obstinación’, que erróneamente la carta que comento atribuye a Carlos Peña, no contribuye a la discusión sobre la universidad. Pero tampoco lo hace aquello que cabría denominar ‘obstinación democrática’, que parece haberse apoderado del imaginario del movimiento estudiantil. Para esta forma de obstinación, la democracia, tal como se practica en algunas universidades del Estado, sería el modelo a seguir incondicionalmente.

No obstante, en sí mismo este modelo no resuelve la cuestión, solo la desplaza y la disimula. Decanos y directores, elegidos por sus pares, se transforman en los representantes de intereses disciplinares y corporativos; el rector y sus funcionarios, en un mediador entre poderes fácticos. Lo que está detrás de esto es un dato fundamental: con el mundo moderno, desaparece la unidad del saber; solo resta, para la institución universitaria, el establecimiento de una suerte de unidad mediante equilibrios estratégicos de poder y recursos entre disciplinas que carecen ya de todo denominador común.

En suma, hay un quántum de heteronomía que ninguna forma de gobierno universitario, por democrática que sea, puede jactarse de disolver; los criterios según los cuales una organización moderna del saber puede ser medida son únicamente pragmáticos, según la naturaleza y circunstancias de cada institución.

No deja de ser sugerente que, durante el siglo XX, los intentos más profundos por restablecer una unidad orgánica del saber no hayan tenido un carácter precisamente democrático.

Así sucede con el desgraciado ‘Discurso Rectoral’ del filósofo Martin Heidegger, en la Universidad de Friburgo, en 1933. Heidegger, arrastrado por el entusiasmo despertado por el nacionalsocialismo, pensaba que la perdida unidad podía ser restablecida en torno al nacionalismo alemán y al Führer. Por su parte, para los ‘socialismos reales’, la unidad había de ser establecida en torno a la clase obrera, a cuyos intereses la universidad debía servir. Pero determinar estos corría por cuenta de una tecnocracia, la del Partido, que ejercía dictatorialmente el poder en su nombre.

La heteronomía es porfiada, siempre aparece por otra parte. Y es que es resultado, no de la existencia de poderes espurios, sino de la naturaleza misma del mundo moderno. De paso, Sigmund Freud lo sabía; conocía el secreto.

Así, Totem y Tabú, la obra a la cual el título de la carta que comento hace referencia, sostiene, como tesis principal, que la ley moral es resultado de una violencia originaria, que Freud proyecta hacia una escena mítica, la del asesinato de un padre tiránico por sus hijos. Para el psicoanálisis, entonces, la ley, y en rigor no solamente la ley moral, sino también los mismos principios fundantes de la racionalidad, llevarían en sí la huella de una primordial violencia: de la heteronomía y el poder. Este es, ahora en términos freudianos, su secreto.

El movimiento estudiantil del 2011 apuntó hacia los supuestos de base de la transición, vinculando con ellos las demandas específicas de la educación superior. No obstante, a poco andar demostró que, aunque de modo reactivo, se encontraba aún bajo el influjo del padre y de su secreto. Pues, a la manera de padres permisivos, por acción o por omisión, las elites que se hacen cargo del poder al fin de la dictadura parecieron prometer un mundo no solamente sin Pinochet, sino en el cual todo estaría permitido.

Durante algún tiempo, esa libertad sin límites se canalizó, no solo a través de la recién ganada libertad de pensamiento, de cátedra y de prensa, sino a través de una acelerada y asombrosa liberalización de las costumbres, de la cultura y de la moda, de los medios.

No obstante, la promesa es imposible de cumplir en su integridad. Y es esta imposibilidad la que desencadena las energías reactivas, ‘libertarias’, que imperan hoy entre los estudiantes. En el escenario de la calle, se les cobra a esas élites su promesa incumplida: todo debería pasar a ser un derecho, paradójicamente protegido por la ley que se desprecia.

Hay una patología social y política en esto. Devolviendo la palabra, desconociendo la realidad del poder, es posible sin duda paralizarlo: ‘No los vamos a dejar gobernar’, como dijera hace poco Diego Arraño, vocero de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios. Pero de este modo, meramente reactivo, no es posible crear poder, hacer política. El consiguiente juego suma cero puede durar algún tiempo. Pero la experiencia muestra que ese vacío no tarda en ser llenado por alguna fuerza ávida de ejercer el poder, sin detenerse ante el exceso.

Los estudiantes, por cierto, son jóvenes, tienen tiempo en sus vidas para recapacitar. Pero, y esto lo enseña también la experiencia, hay veces en que ninguna vida es lo suficientemente larga para reparar el daño.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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