La mercantilización del sistema de educación superior en Chile y el afán de lucro que lo alimenta ha generado en muchas instituciones el alejamiento de criterios académicos de excelencia y ha instalado la demanda por mejorar la calidad de la educación y puesto en evidencia la débil regulación y lo mucho que requerimos avanzar en este ámbito.
En el ámbito universitario, el concepto de calidad es de origen relativamente reciente y deriva de la irrupción del lenguaje de la economía y el “management” en las distintas esferas de la vida social. La entrega de capitales a los países para reformar la educación, a través del Banco Mundial o del BID, al inicio de la década de los 90, implicó introducir criterios de control de su uso y evaluación de la calidad de resultados de las innovaciones y mejoras, instalándose criterios de evaluación a partir de las definiciones establecidas por estos organismos y su lógica.
En nuestro país, uno de los dispositivos principales para la incorporación y aplicación de estos lineamientos han sido los Programas MECESUP. Para muchas universidades, el acceso a estos fondos ha resultado necesario para el logro de mejoramientos institucionales que exigen los procesos de acreditación.
De esta forma, la calidad en el ámbito del sistema educacional ha sido definida por el Mineduc y la CNA en términos operacionales, es decir, a partir de un conjunto de indicadores y estándares a cumplir, no contextualizados e historizados y que no dan cuenta del carácter procesual de la formación.
Ahora, cuando hablamos de calidad necesariamente tenemos que entender que alude a una cierta noción o entendimiento de lo que es una universidad, cuál es su carácter, su papel, las funciones que cumple y que le dan su especificidad como institución.
Es decir, la calidad es una construcción social que “hace sentido” en la sociedad o en ciertos grupos en determinado momento histórico: no es algo dado, ni para siempre, ni que tenga existencia independiente de un relativo consenso en una determinada comunidad.
A partir de esta mirada, resulta evidente que algunos indicadores de calidad utilizados por la CNA o por el Ministerio de Educación son discutibles. Desde una perspectiva más amplia, urge una mirada crítica, capaz de analizar la calidad y su relación –o no– con la reproducción de la desigualdad social.
Si observamos la realidad del mundo universitario del país, constatamos la existencia de algunas grandes universidades privadas que tienen la mayor cobertura del sistema, de “menor calidad”, según lo indica la acreditación, y cuyos alumnos pertenecen a los estratos socioeconómicos de menores ingresos; y algunas universidades públicas y tradicionales de “mejor calidad”, según lo indica la acreditación, que siguen siendo elitarias en términos de la composición social de su alumnado, reproduciendo así la desigualdad social.
En el escenario actual, algunos sostienen que habría universidades docentes, reducidas a la formación de profesionales; y universidades complejas, las que incorporan investigación y extensión o vinculación con el medio.
Las universidades han sido definidas históricamente no solo como una instancia de formación de profesionales de alto nivel, sino también y muy esencialmente, como el espacio social por excelencia para el desarrollo de la creación, del pensamiento reflexivo, la distancia crítica y el interrogarse respecto de lo dado; el desarrollo de la investigación y la generación de conocimientos; la innovación; y al servicio de los grandes temas nacionales.
Las universidades estrictamente docentes no serían entonces universidades. Coincidiendo con esta definición, los criterios e indicadores de calidad a partir de los cuales evaluarlas, en un determinado momento y a través del tiempo, deberían ser concordantes.
[cita tipo=»destaque»]Extrañamente, para nosotros, hoy no constituyen indicadores de calidad en las universidades la mirada de género, la dimensión relativa a la participación de los distintos estamentos en su gobernanza, la capacidad efectiva de mayor inclusión, la relación entre la condición académica inicial de los estudiantes y el egreso, que estaría indicando hasta qué punto una universidad ayuda a disminuir la exclusión y la crónica desigualdad social.[/cita]
En este contexto, la PSU como criterio de selección, así como otros indicadores de calidad de la docencia en lo referido a los estudiantes –como índices de deserción/retención, tasa de titulación oportuna y empleabilidad– resultan regresivos, pues son descontextualizados, en el sentido que valoran y consolidan lógicas discriminatorias que reproducen la desigualdad social estructural, perjudicando a aquellos estudiantes de menores ingresos y/o que han tenido menos oportunidades de aprendizaje.
Extrañamente, para nosotros, hoy no constituyen indicadores de calidad en las universidades la mirada de género, la dimensión relativa a la participación de los distintos estamentos en su gobernanza, la capacidad efectiva de mayor inclusión, la relación entre la condición académica inicial de los estudiantes y el egreso, que estaría indicando hasta qué punto una universidad ayuda a disminuir la exclusión y la crónica desigualdad social.
Así las cosas, es altamente valorable la exigencia de calidad como un criterio prioritario de la reforma, planteada por los estudiantes, el mundo universitario y las propias autoridades políticas, y debería ser un aspecto central de esta; pero es fundamental remirar el concepto de calidad y el tipo de indicadores con el que se la evalúa, entendiendo a la universidad como una institución que debiera incidir en la disminución de las profundas desigualdades sociales que caracterizan a nuestro país.