«El problema, por tanto, nunca será de tecnología. Es de visión y procedimientos de quienes debieran estar trabajando en pos del interés colectivo y no del de particulares, partiendo por el ministerio de Energía y sus autoridades nacionales y regionales».
En lo que a mí respecta, soy de la generación educada en la convicción de que el planeta no tiene límites. Que podemos usar la naturaleza sin pensar en su finitud y donde conceptos como resiliencia (posibilidad de los ecosistemas de seguir cumpliendo sus funciones ambientales luego de ser impactados) y capacidad de carga (la presión máxima que una especie puede hacer sobre un territorio antes de romper su equilibrio) no eran tema.
En esa época, en el Iquique de los 80, el medioambiente se estudiaba en Ciencias Naturales. Igual que hoy, luego de una década bajo el nombre de Comprensión del Medio Natural. En aquellas aulas nos marcaron a fuego con dos categorías: los recursos naturales agotables y los inagotables.
Agotables eran los que se consumían en el proceso productivo, siendo sus principales ejemplos los combustibles fósiles y minerales. Inagotables, los que duraban para siempre, entre los cuales podíamos encontrar el aire, la lluvia, el sol.
Había pasado ya más de una década desde que el MIT emitiera en 1972, por encargo del Club de Roma, el informe “Los límites del crecimiento”, donde alertaba que si no cambiábamos el ritmo de aumento poblacional, intervención de ecosistemas e industrialización, entre otras variables, en las décadas siguientes podríamos agotar las posibilidades reales del planeta de alojarnos vivos. Algo que la comprensión del cambio climático vino a demostrar con creces años más tarde.
Luego que -por un acto mezcla de conocimientos biofísicos y ética ambiental- avanzáramos a una versión 2.0 con nociones como “renovables” y “no renovables”, personalmente creía que el concepto de “inagotables” había sido erradicado de nuestro léxico habitual.
Pero como sobregirarnos con los ecosistemas es un clásico de la humanidad, muy hermanado con el mandato bíblico de enseñorearnos sobre la naturaleza, siempre habrá quienes vuelvan sobre él. Donde está claro que es más que una palabra. Es, en realidad, una forma de percibir la realidad. Y adoptar decisiones que la afectan, por cierto.
“Considerando los cambios climáticos mundiales y el agua de mar como fuente inagotable del país, es posible replicar este tipo de solución en otras zonas del país, garantizando el suministro en calidad y oportunidad de agua para riego y agua potable”.
El párrafo precedente está contenido en una presentación de director de Obras Hidráulicas de Ministerio de Obras Públicas, Reinaldo Fuentealba, ante la Comisión de Recursos Hídricos de la Cámara de Diputados sobre plantas desalinizadoras. No es una frase de los 80 ni de los 90. La exposición es del 13 de abril de 2016. Es decir, hace poco más de dos meses.
Tal proyecto, que faculta al Estado para la creación de plantas desalinizadoras, fue aprobado a mediados de junio de este año y hoy está radicado en el Senado. En la presentación de Obras Hidráulicas no hay mención alguna a los impactos ambientales que estas generan, como la devolución al mar de la salmuera excedente de la desalación y de los químicos que se integran al proceso (tanto para las plantas que operan por osmosis inversa como para las que lo hacen por destilación). Parte importante de estos residuos contaminan las aguas y se van depositando en el fondo marino, comprobándose en algunas experiencias “reducción de peces, mortalidad de plancton y corales”.
De seguro a más de alguien, añorante de una época en que se veía al planeta solo como una despensa o un botadero, el hecho que esta iniciativa habilite al Estado para avanzar en tales infraestructuras sea visto con buenos ojos. Total, da lo mismo el modelo de desarrollo y sus acciones para alcanzarlo, la diferencia vital es si este lo impulsan grandes corporaciones o el Estado, aunque en ambos casos se propenda a la centralización. Cuando comienzan ya a tocar las puertas de Ricardo Lagos y otros para La Moneda 2018, no puedo evitar pensar en el concepto que Naomi Klein utiliza en “Capitalismo vs. Clima”: el extractivismo progresista.
Es lo que vivimos en Aysén, de tanto en tanto, hoy por hoy en el marco de la elaboración de la Política Energética Regional que propuso Bachelet. A pesar de ser este un mandato para diseñar una política pública desde la región, para la región y vinculada a los ecosistemas de la región, desde un principio el gobierno ha buscado abrir la discusión para la intervención a gran escala de sus cuencas.
Caminando en este proceso junto a Energía Austral (y su proyecto río Cuervo), HidroAysén, empresarios y consultores eléctricos regionales que más que ríos ven megawatts (y dinero) surcando el territorio. Imponiendo en la discusión conceptos como interconexión nacional e internacional, escalas de generación e hidroelectricidad a todo evento, a contrapelo de lo que en los talleres locales dijo la comunidad.
El problema, por tanto, nunca será de tecnología. Es de visión y procedimientos de quienes debieran estar trabajando en pos del interés colectivo y no del de particulares, partiendo por el ministerio de Energía y sus autoridades nacionales y regionales.
Si en algún escritorio de Santiago o Coyhaique se piensa que da lo mismo cómo se toman las decisiones, en realidad no se ha comprendido el significado del masivo proceso de movilización contra las represas en Aysén. Ese que estamos claros cambió Chile, pero al parecer no ciertas mentalidades que siguen planificando en un planeta infinito. Como en las salas de clases de aquellos obsoletos años 80.