El Tribunal Constitucional chileno (TCCh), en particular, y las cortes constitucionales, en general, han sido objetivo de diversas y sustantivas objeciones, sea ya respecto al rol que ejercen en una democracia, como a la existencia misma en dicha forma de gobierno. La principal de estas críticas radica en su carácter contramayoritario: su finalidad es dejar sin efecto (ya sea con carácter general o para un caso específico) lo establecido en una ley, es decir, el mandato de una voluntad democráticamente generada. Esta discusión ha dado lugar a una abundante literatura tanto a nivel internacional como nacional.
En la presente columna intentaremos una crítica al actual TCCh (es decir, contextualizada en este momento histórico), atendida la integración presente y el diseño institucional que dispuso la Constitución chilena. En especial, nos detendremos en el rol que ha ocupado en el actual gobierno, y sostendremos que se ha convertido en un actor que ha redirigido el contenido de las reformas propuestas por el Ejecutivo (tanto durante su tramitación legislativa, como una vez aprobadas por el Congreso Nacional), ejerciendo, de esa manera, con eficacia su rol neutralizador y atribuyéndose, al mismo tiempo, el rol de “guardián de la supremacía constitucional”.
De este modo, el TCCh ha contribuido de forma invisible, pero decisiva, al deterioro de la institucionalidad democrática, al empeoramiento de la calidad de la deliberación política y al avance de la crisis de legitimidad (y de confianza) del orden institucional.
Para partir, cabe decir que el mecanismo de integración de los magistrados del TCCh está establecido en la Constitución, la cual señala que tendrá diez miembros designados de la siguiente forma: tres ministros designados por el Presidente de la República, tres elegidos por el pleno de la Corte Suprema y cuatro elegidos por el Congreso Nacional. De estos últimos, si bien todos son nombrados por el Senado, dos de ellos deben ser propuestos por la Cámara de Diputados.
Si bien la Corte Suprema suele realizar concursos públicos de antecedentes y audiencias públicas a fin de escoger ministros que cuenten, a lo menos, con credenciales académicas suficientes para ejercer la magistratura constitucional, la votación para la elección es secreta y, hasta la más reciente de sus designaciones, estas se habían caracterizado por respetar el equilibrio binominal.
Por su parte, las designaciones presidenciales no han impuesto un estándar similar al descrito en el párrafo anterior, aunque ha existido la práctica de nombrar, en varios casos, a destacados académicos. A este respecto, cada gobierno ha privilegiado a integrantes de reconocida cercanía, ciñéndose, en todo caso, al balance binominal.
Finalmente, el Congreso Nacional ha sido mucho más explícito en su “binominalización”, en cuyos nombramientos ha privilegiado siempre dicha práctica antes que los antecedentes académicos.
El proceso que acabamos de describir, ha sido criticado por la academia, pues ha permitido la designación de miembros que no reunirían suficientes pergaminos. Asimismo, el proceso en sí ha devenido en insuficientemente transparente en sus etapas, donde además el escrutinio público de los méritos de los candidatos ha sido mínimo.
Detrás de estas críticas existe la pretensión de la circunspección académica e intelectual como condición necesaria para desempeñar el rol de juez constitucional. Siendo así, al operar el criterio “binominal” para las designaciones, la idoneidad académica pasaría a un plano superfluo y el magistrado pasaría a ser, más que un erudito que contribuya a la sofisticación del derecho, un funcionario de los intereses de los bloques políticos involucrados en sus designaciones. Se reclama, en definitiva, ausencia de participación y transparencia, haciéndose presente un velado interés gremial en la crítica.
Pero no debemos olvidar que las designaciones de los miembros del TCCh son decisiones adoptadas sobre la base de criterios puramente políticos. Sin duda es necesario tener en especial consideración el currículo y la trayectoria académica, intelectual y profesional del candidato, pero ello no puede ser una condición necesaria de las designaciones.
La agudización del problema de la “binominalización” de la designación es, más bien, la ausencia de contrapesos de diseño institucional que mengüen la radicalización militante en las decisiones políticamente significativas de quienes son nombrados, en un esquema que va necesariamente acompañado del problema que significa que el TCCh ejerza el control preventivo de las leyes. Es precisamente aquí donde los efectos de la “binominalización” hacen crisis, porque es el momento en que el sistema de designaciones facilita el redireccionamiento de la política pública hacia los intereses de quienes perdieron en la votación parlamentaria, convirtiendo, además, en superflua la decisión legislativa.
De otra suerte, orgánicamente el TCCh tiene unas competencias constitucionales que lo facultan para ejercer el control preventivo de la legislación, esto es, para impedir que proyectos de leyes o disposiciones de ellas se conviertan en Leyes de la República, operando, de este modo, como una “tercera Cámara” carente de legitimidad democrática y con politización sesgada, al ser utilizada por la minoría política para lograr lo que no fueron capaces de conseguir en las urnas y en la votación parlamentaria, tal como adelantamos en el apartado anterior.
[cita tipo=»destaque»] El actual TCCh, con su actual integración, logró el clímax de un diseño institucional objetable que lo convierte en un actor puramente político, sin contrapesos efectivos y nocivo para la democracia: un tribunal con competencias para el control preventivo de las leyes, un mecanismo de integración de sus miembros, viciado por los efectos de la “binominalización”, donde cierra este círculo aciago el hecho de que ha operado como uno más de lo que Fernando Atria denominó “cerrojos” contenidos en la Constitución, junto a las leyes supermayoritarias y el recientemente modificado sistema electoral binominal.[/cita]
Considerado ello, y aplicado al particular contexto chileno, el actual TCCh, con su actual integración, logró el clímax de un diseño institucional objetable que lo convierte en un actor puramente político, sin contrapesos efectivos y nocivo para la democracia: un tribunal con competencias para el control preventivo de las leyes, un mecanismo de integración de sus miembros, viciado por los efectos de la “binominalización”, donde cierra este círculo aciago el hecho de que ha operado como uno más de lo que Fernando Atria denominó “cerrojos” contenidos en la Constitución, junto a las leyes supermayoritarias y el recientemente modificado sistema electoral binominal.
Así, de acuerdo a lo expuesto por este autor, la suma de esta serie de mecanismos institucionales formales insertos estratégicamente en la Constitución genera el efecto de neutralizar la agencia política del pueblo. Aquello sería así porque en la constitución podemos encontrar “[…] un cúmulo de cerrojos que inmunizaban lo que para el proyecto político de la dictadura era importante: hacer imposible que dicho proyecto fuera afectado por decisiones políticas democráticas, salvo cuando se trataba de reformas o modificaciones que fueran aprobadas por los herederos de la dictadura […]”.
Pues bien, el efecto descrito es nítido y efectivo, la derecha política lo tiene claro y lo ha usado en su favor en este gobierno. Siendo así, ha requerido por inconstitucionalidad varios de los proyectos de ley aprobados en el Congreso Nacional que significaban introducir reformas significativas al estado de las cosas y que habían sido legisladas a partir de la implementación del programa de gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet. Así, por ejemplo, pasaron por la decisión del TCCh en los últimos dos años, tanto por requerimiento de la derecha o por imposición constitucional: la ley de inclusión, que eliminaba el lucro, el financiamiento compartido y la selección en la educación básica y media (rol Nº 2781), la ley que crea el administrador provisional y el administrador de cierre de instituciones de educación superior (rol Nº 2731), la ley que crea el acuerdo de unión civil (rol Nº 2786), la ley de reforma tributaria que modificó el sistema de tributación de la renta e introdujo diversos ajustes en el sistema tributario (rol Nº 2713), la ley de presupuestos de 2016, respecto a la glosa que establecía la gratuidad en la educación superior (rol Nº 2935) y, recientemente, la ley que establece una reforma laboral (rol Nº 3016).
De acuerdo a lo expuesto, esta intensa actividad del TCCh bajo el actual gobierno nos permite afirmar que esta ha redundado en, a lo menos, tres efectos muy cuestionables: 1) el TCCh se ha alzado como un ente que dirige e inhibe la decisión política democrática o le ha entregado ese rol a la minoría política que ha perdido la elección y la votación parlamentaria; 2) el TCCh ha sido efectivo y eficiente en su rol “neutralizador”; y 3) el TCCh ha asumido un rol activista que ha descuidado las formas, a fin de aumentar el poder de la minoría política que decide estratégicamente acudir a él.
Dicha intervención del TCCh no solo ha moldeado y truncado la decisión legislativa, sino que también genera un efecto inhibidor y de direccionamiento en los órganos colegisladores, que condiciona la deliberación democrática, en especial, la negociación entre los diversos sectores políticos.
En efecto, aquellos que no pueden utilizar la neutralización a su favor (sectores de izquierda o progresistas), se ven obligados a ceder en sus posturas mucho más allá de lo legítimo y deseable, en un contexto democrático, a fin de obtener “algo”, ante la amenaza permanente de la minoría política neutralizadora de revertir la derrota y lograr imponer sus posturas mediante la decisión del TCCh. Para solo dar un ejemplo de esta malograda situación, recuérdese que durante la tramitación de un emblemático proyecto de ley de la reforma educacional, la minoría amenazó a quienes habían ganado una votación parlamentaria con la siguiente frase “[…] no importa. Vamos al Tribunal Constitucional. Allá estamos 6/4 […]”.
Así, no resulta extraño que exista frustración de las amplias mayorías sociales que ven inhibidas sus aspiraciones a encauzar sus demandas a través de la institucionalidad democrática, lo que los lleva al escepticismo de toda ella.
De este modo, cumpliendo el TCCh con el rol que el constituyente le asignó, se entiende más a sí mismo más como un “guardián de la Constitución” (es decir, de la decisión neutralizadora) que como un “tribunal que debe ajustarse a las formas del derecho para decidir”. Estas son las dos posturas en tensión en el seno de esta institución: el desatado activismo de ministros que actúan como servidores políticos y la autorrestricción de aquellos de sus miembros que se entienden a su respecto como jueces de un tribunal.
Dicha tensión ha sido evidenciada durante el actual gobierno, en el cual ante la frivolidad y ligereza jurídica de los requerimientos presentados por la derecha, se ha prescindido de las formas jurídicas, a fin de centrarse en el objetivo sustancial: neutralizar (como sea) la política del gobierno.
De este modo, el TCCh, con su actual integración y diseño, al ser funcional a la instrumentalización que la derecha ha hecho de él (y con el asentimiento de algunos de sus miembros), ha puesto en jaque, sin la suficiente visibilización, las formas del derecho, junto a la legalidad vigente y el diseño institucional establecido en la propia Constitución. Todo lo cual no solo implica latentes riesgos de socavar la configuración institucional dispuesta por la Carta Magna, sino que además conlleva la imposibilidad de hacer efectivas reformas legales cuyos beneficiarios son grupos ciudadanos que históricamente han sido postergados bajo el imperio de la Constitución de 1980.
Para graficar y hacer explícito el relato antes expuesto, vale la pena detenerse en una situación que ha acaecido recientemente. Hace algunas semanas, una minoría de H. Senadores y H. Diputados interpusieron dos nuevos requerimientos ante el TCCh con fecha 03 de julio de 2016 (roles Nº 3117 y 3118), contra el proyecto de ley que moderniza el sistema de relaciones laborales, que introduce modificaciones al Código del Trabajo, en los cuales impugnaron un conjunto de otras normas de dicho proyecto de ley, las cuales estos no habían impugnado en el primero de los requerimientos interpuestos con fecha 06 de abril de 2016. Tal como hemos indicado, el TCCh ya se había pronunciado sobre ello y declaró inconstitucionales varias de dichas normas, en particular, aquella que regulaba la “titularidad sindical”. Ante esto, la Presidenta de la República no adicionó dichas normas mediante su veto, ni las promulgó o publicó.
Pese a ello, en estos nuevos requerimientos (que fueron declarados inadmisibles) los parlamentarios de derecha solicitaron algo inaudito y extravagante: que el TCCh declaré la inconstitucionalidad de otras disposiciones del proyecto de ley por no haber sido estas modificadas mediante el veto presidencial, en el sentido que, a juicio de los requirentes, lo habrían exigido algunos de los considerandos del fallo, vale decir: a partir de las razones que preceden y sirven de apoyo a la sentencia y no así de la decisión misma.
Al respecto, respecto al veto presidencial, el propio TCCh ha señalado que este es una facultad que tiene por único límite su relación con las ideas matrices del respectivo proyecto (rol N° 2646). Siendo así, la Presidenta de la República cumplió con la Constitución (pues no se alejó de las ideas matrices) y ejerció su prerrogativa constitucional como en derecho corresponde. Y es que aquello no podía sino ser así, pues, en efecto, no hay norma en la Constitución que establezca lo que en dichos requerimientos se arguyó, en el sentido de que una corte constitucional, a partir de sus motivaciones, dirija el contenido de la legislación en un régimen democrático. Y no podría hacerlo, porque un Tribunal Constitucional no es un órgano que ordene las dinámicas de la política democrática, menos aún, un órgano rector de la legislación.
A pesar de lo anterior, el riesgo estaba latente de subvertir la institucionalidad. De hecho, de haberse acogidos dichos requerimientos, se habrían desnaturalizado no solo las competencias del propio TCCh, sino que también las competencias de los órganos colegisladores. Y ello sería así porque tanto el veto como la aprobación de leyes dejarían de ser facultades constitucionales, pasando a ser obligaciones direccionadas, ya no desde el proceso democrático, sino desde el TCCh. De esta forma, dicho tribunal legislaría positivamente mediante los considerandos de sus sentencias, atribuyéndose las facultades colegisladoras del Presidente de la República y del Congreso Nacional, a un mismo tiempo y en un mismo acto. El proceso democrático se diluiría por completo en una decisión contramayoritaria.
Y no solo aquel riesgo estaba inmanente en las impugnaciones. También existía la posibilidad de que, al haberse acogido la tesis de los requirentes, en lo que concierne a la extensión del valor de las razones y motivos de la sentencia, hubiese significado, en definitiva, que se habrían “constitucionalizado” los considerandos de los fallos del TCCh, lo cual no solo carece de sustento legal y constitucional, sino que conllevaría consecuencias institucionales graves: impondría detener la actividad legislativa democrática, a fin de encargar a los legisladores que presenten y tramiten los proyectos de ley que sean necesarios para cumplir lo expuesto en todos y cada uno de los considerandos de todos los fallos dictados por el TCCh. Desde el primero de aquellos, hasta la última de sus decisiones.
Lo expuesto, afortunadamente no fue sometido siquiera al conocimiento del TCCh, pues fue declarado inadmisible. Con todo, la votación que resolvió aquello nuevamente fue estrechísima. Una vez más fue solo la contingencia del voto dirimente del Presidente del TCCh la que permitió que estos requerimientos no fueran examinados en su fondo.
Considerado el análisis efectuado en esta columna, el riesgo de que se interpongan, por parte de la derecha parlamentaria, nuevas y más temerarias solicitudes sigue latente y con posibilidades ciertas. Únicamente un cambio de circunstancias en el seno de sus miembros podría facilitar que el TCCh decida favorablemente un asunto cuyos efectos institucionales no solo serían peligrosos e irresponsables sino también imprevisibles.
El TCCh ya no es solo injustificado en su actual diseño institucional, con todas las consecuencias negativas que de ello se siguen, sino que ahora también podría significar un peligro su propia (ir)racionalidad.