Es histórico que en un solo periodo presidencial se estén discutiendo al menos cuatro reformas en torno a los denominados pilares del modelo neoliberal chileno: la reforma educacional, la reforma laboral, el cambio constitucional y el sistema de pensiones. Más allá de la adhesión que despierta la forma en que se están abordando estos temas, es evidente que ellos representan un Chile que quiere transitar hacia un modelo distinto de sociedad.
Sin embargo, la descolectivización en Chile, una de las transformaciones más profundas que produjo la dictadura, que se ha profundizado en los gobiernos democráticos y que constituye la base sobre la cual construir otros procesos de cambio, sigue aún intacta. Nos parece pertinente entonces que, ya abierta la discusión en torno al futuro ciclo presidencial, comencemos a abordar los desafíos que como sociedad tenemos en uno de los ámbitos más golpeados por la dictadura y las políticas neoliberales: el vecinal-comunitario.
Hasta 1973, en Chile la producción del espacio público vecinal estuvo vinculada a un proceso ascendente de organización y articulación social que se consagró en la Ley de Juntas de Vecinos del año 1968, la que reconoció, reguló y otorgó estatus jurídico a una realidad que existía. Dicha ley tendía a reconocer y fortalecer el poder vecinal a través de dos componentes.
En primer lugar, igualaba la escala territorial con la organizacional, esto implicaba que por cada Unidad Vecinal existía solo una organización de vecinos, lo que le daba legitimidad para actuar en representación del conjunto de sus habitantes. Por otro lado, otorgaba a esta organización territorial un amplio conjunto de atribuciones para promover procesos asociativos y planificar sobre el territorio.
El proceso histórico de constitución de un espacio vecinal activo se cortó bruscamente luego del golpe militar de 1973. Las organizaciones fueron intervenidas, se instalaron dirigentes designados y se promovió un fuerte clientelismo asociado al nuevo rol otorgado a las municipalidades. En 1989 la dictadura de Pinochet derogó la ley de 1968 (que en la práctica ya había dejado de operar) y promulgó una nueva, que promovió la fragmentación organizacional de las Unidades Vecinales. Puso como obligación la existencia de al menos 3 Juntas de Vecinos por cada Unidad Vecinal y permitió la existencia de las se quisieran conformar, al tiempo que eliminó toda atribución de importancia de las Juntas de Vecinos.
En el período de reconstrucción democrática se consolidó un modelo que convirtió a las organizaciones en «clientes» de los municipios y de los concursos públicos, cada una actuando por su lado, perdiendo la conexión entre sí, y compitiendo. Una de las más importantes transformaciones realizadas en democracia fue la descolectivización del acceso a la vivienda, que adoptó una modalidad eminentemente individual, restando toda relevancia a la organización vecinal en este proceso, al mismo tiempo que se producía una oferta masiva y poco regulada de nuevos conjuntos de vivienda pública y privada: dispersos, segregados, con espacios públicos precarios, sin equipamiento adecuado.
[cita tipo= «destaque»]El espacio vecinal debe ser concebido y valorado como un espacio social en el que se produce y reproduce la democracia y la ciudadanía y, por tanto, se requiere de políticas públicas universales que promuevan su fortalecimiento. Hoy no existe ninguna.[/cita]
Todo lo anterior profundizó la fragmentación del tejido organizacional, al mismo tiempo que debilitó la capacidad colectiva para abordar problemáticas territoriales de mayor escala y para construir relaciones simétricas con el Estado.
La desarticulación de lo vecinal que se inició luego del golpe del 73, se mantuvo durante el proceso de transición a la democracia y se profundizó en las décadas siguientes a través de la descolectivización de la relación entre sociedad y políticas públicas. Este continuo puede entenderse como una «operación política» sistemática y sistémica, tal como fueron otras grandes reformas implementadas en el periodo de la dictadura: privatización de la educación y del sistema de pensiones, el Plan Laboral, la Constitución de 1980, entre otras, que siguen actuando hasta hoy.
Revisar la acción del Estado en torno a lo social-vecinal después de 1973 nos lleva a argumentar, con Milton Santos, que, con diversos matices, el proyecto fue quebrar o debilitar las solidaridades territoriales, las que constituyen la base para la construcción de poder: “El neoliberalismo reduce las posibilidades de afirmación de las formas de vida cuya solidaridad se basa en la contigüidad, en la vecindad solidaria, es decir, el territorio compartido” (Santos 1996:128).
En tanto es activo, el territorio, y el territorio vecinal en particular, tiene el potencial para disputar la dirección de los procesos de cambio. Son estos espacios territoriales activos los que era necesario desmantelar, porque “solo donde los hombres viven tan unidos que las potencialidades de la acción están siempre presentes, el poder puede permanecer con ellos” (Arendt, 1993). Y pese a que los lazos territoriales han sido para algunos reemplazados y ‘liberados’ por las comunidades y las redes virtuales, para otros, como Lefebvre, más allá de sus debilidades, son irremplazables: “Las relaciones de consanguinidad, de contigüidad, de vecindario que fueron durante siglos el sostén y el encanto ambiguos y limitados, pero poderosos, de la existencia social, se desmoronan y nada los reemplaza” (Henri Lefebvre, 1978).
Pese a lo anterior, hoy se comienza a insinuar un escenario propicio para una discusión pública en torno a lo vecinal, y a su rol en la construcción de la democracia y el derecho a la ciudad. Siguiendo a Lefebvre, el derecho a la ciudad es el derecho a una vida urbana en la que, primando su valor de uso, la ciudad, como bien público, es soporte y lugar de realización del ser humano; cinco constataciones permiten sostenerlo: I) el carácter articulado y territorial de un conjunto de experiencias e iniciativas que desde la propia sociedad emergen a escala vecinal; II) las numerosas experiencias promovidas por programas focalizados de recuperación de barrios que, a pesar de sus limitaciones, contribuyen igualmente a relevar la escala barrial; III) las revisiones que organismos como el Ministerio de Vivienda y Urbanismo (MINVU) y el Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS) están realizando a sus escalas y enfoques de intervención; IV) la revisión de cuerpos legales relacionados con lo vecinal y comunitario, entre ellos la Ley de Participación Ciudadana en la Gestión Pública y la Ley de Juntas de Vecinos; y V) la nueva Política de Desarrollo Urbano y específicamente su posición frente a lo vecinal.
Tenemos la convicción de que actualmente en Chile asistimos a una crisis de lo colectivo y, en el camino de recuperar el valor de lo común, el espacio vecinal puede y debe tener un rol importante. En este sentido, proponemos dos sencillas ideas para abrir el debate.
La primera es que la desarticulación de lo vecinal debe ser comprendida como resultado de acciones y reformas políticas sistemáticas y que, por lo tanto, para ser revertida, se requiere una acción pública de igual magnitud, tal como en el caso de la recuperación de la educación pública. La segunda, es que el espacio vecinal debe ser concebido y valorado como un espacio social en el que se produce y reproduce la democracia y la ciudadanía y, por tanto, se requiere de políticas públicas universales que promuevan su fortalecimiento. Hoy no existe ninguna.