A nivel comparado los estatutos normativos específicos para prevenir y reprimir la violencia contra las mujeres datan, en general, de la década de los noventa del siglo XX y, en gran medida, son el fruto de los compromisos internacionales adquiridos en el marco de la IV Conferencia sobre la Mujer de Beijing. Es el caso de la primera ley chilena de violencia intrafamiliar— la ley N° 19.325 — dictada en 1994, cuyas reformas más importantes se produjeron en 2005 a través de promulgación de la actual ley N° 20.066 sobre violencia intrafamiliar que estableció el delito de maltrato habitual, y en 2010, con la ley N° 20.480 que estableció el delito de femicidio en el Código Penal.
La generación de leyes que abordan específicamente la violencia intrafamiliar (en adelante VIF) ha implicado un cambio de paradigma socio-jurídico: la violencia que sufren las mujeres en el ámbito doméstico ha dejado de ser considerada como haciendo parte de la vida privada de los involucrados; para configurarse como un grave problema de violación de derechos humanos. Este cambio es significativo no solo desde el punto de vista simbólico sino también desde una perspectiva práctica: dejar de percibir a la VIF como un tema que concierne sólo a los integrantes de una familia y respecto del cual otras personas o el propio Estado no pueden inmiscuirse, supone, de otro lado, comenzar a percibirla como un problema colectivo en cuya erradicación la sociedad entera debe implicarse.
La dimensión transnacional que ha tomado el movimiento argentino Ni Una Menos da cuenta de este cambio de paradigma. Pero, al mismo tiempo, dicho movimiento también atestigua que las medidas que los Estados han implementado para combatir esta clase violencia — incluyendo el establecimiento de delitos y el aumento de penas — son, en general, muy deficitarias.
En parte, la relativa ineficacia de estos dispositivos jurídicos para combatir la violencia que sufren las mujeres deriva de las particularidades de esta clase de violencia. Se trata de una violencia que es transversal porque existe en todas las sociedades, pese a que puede adoptar formas culturales diversas; cuya estructura es compleja porque se nutre de múltiples comportamientos, dinámicas y actores, sobre todos los cuales resulta necesario incidir a efectos de que el combate contra este fenómeno pueda ser eficaz; y resistente porque se enquista en otras manifestaciones sociales que le sirven de cauce y que facilitan su perpetuación. Aunque parezca sorprendente, la violencia de género se reviste de formas que contribuyen a su normalización al conferirle a esta un aspecto inocuo.
¿Cuál es el origen de esta violencia? Si bien podría presentarse una tipología de causas que la favorecen lo cierto es que todas ellas reenvían a la existencia de un modelo social que jerarquiza lo masculino como algo superior y que, correlativamente, degrada o desvaloriza lo femenino, es decir, lo simboliza como lo inferior. A ese sistema el feminismo le ha denominado patriarcado o sistema sexo-género, y su expresión paradigmática es la violencia contra las mujeres. De ahí que exista una relación inescindible entre desigualdad de género y violencia.
En consecuencia, las causas de la brutal agresión que sufrió Nabila Rifo, del maltrato que un ex candidato a concejal de la UDI infligió a su pareja y que quedó de manifiesto al filtrarse una grabación, o de tantos otros casos que reporta con frecuencia la prensa; no hay que buscarlas en eventuales trastornos individuales del agresor y/o de la víctima; o en la ingesta habitual o esporádica de alcohol o drogas (estos son sólo factores contribuyentes) sino en los factores sociales que coadyuvan a la perpetuación del sistema sexo-género. Esto es relativamente evidente aunque no siempre lo vemos: si las causas fueran individuales los varones que golpean a sus parejas en el hogar serían también agresivos con un compañero de trabajo, un amigo, otro familiar e, incluso, su jefe. Y sin embargo, los hechos nos muestran que ese mismo varón que “pierde los estribos” habitualmente con su pareja hace gala de un control permanente en sus relaciones con otras personas.
La dificultad que tenemos para apreciar la real fisonomía de la violencia de género obedece a que esta descansa sobre una construcción ubicua y, la mayor parte de las veces, imperceptible: la preeminencia universalmente reconocida a los hombres dentro de las estructuras sociales. De hecho, aquello que identificamos como violencia contra las mujeres, vale decir, las agresiones más graves de carácter físico; configuran solo una parte de una enmarañada trenza que se teje sobre aspectos simbólicos y aspectos concretos.
Desde hace siglos todo el orden social viene reforzando esta imagen de superioridad masculina y de degradación femenina correlativa; y con ello propiciando la ocurrencia de este fenómeno. La misoginia romántica del siglo XIX no es sino la antesala de expresiones similares, extremadamente populares en la actualidad, como las telenovelas, el reggaetón y la pornografía. En las telenovelas o culebrones abundan los estereotipos de género, las frases sexistas (como “la hice mía”) y las escenas de besos y caricias “robados”; las letras del reggaetón, por su parte, erotizan la sujeción femenina mientras que la pornografía, cada vez más disponible en Internet, identifica la sexualidad con el poder masculino y sublima la violencia al presentarla como el catalizador de un placer femenino desbordado.
A través de estas y otras manifestaciones cotidianas, las sociedades lanzan multiformes mensajes que les hacen creer a los varones, desde muy pequeños, que son superiores a las mujeres y que tienen, entonces ciertos “derechos” por el solo hecho de tener cierta anatomía. Sobre esta base se sedimenta la creencia de que tales derechos comprenden la facultad de usar los cuerpos femeninos como instrumentos del placer masculino y la facultad de corrección. Así, los cuerpos de las mujeres no son simbolizados como territorios en las que aquellas ejerzan soberanía, sino como territorios a ocupar y disciplinar. A resultas de ello, las mujeres devienen objetos en el imaginario colectivo (de ahí la idea de cosificación que ha popularizado el feminismo).
[cita tipo= «destaque»]Es importante precisar que este imaginario es compartido, en mayor o menor medida, tanto por los varones como por las propias mujeres. Así, el marido que golpea a su cónyuge porque otro hombre se le acercó o porque ella no le sirvió el almuerzo a su gusto, asume que ella le pertenece y que, por lo mismo, está a su servicio. Aquel otro varón que interpreta que una joven que usa minifalda debe recibir gustosa una frase con connotación sexual o que su compañera de trabajo y/o subordinada debe aceptar tranquilamente ser acariciada sin su consentimiento, asume también que la mujer está por naturaleza llamada a satisfacer su deseo sexual.[/cita]
Es importante precisar que este imaginario es compartido, en mayor o menor medida, tanto por los varones como por las propias mujeres. Así, el marido que golpea a su cónyuge porque otro hombre se le acercó o porque ella no le sirvió el almuerzo a su gusto, asume que ella le pertenece y que, por lo mismo, está a su servicio. Aquel otro varón que interpreta que una joven que usa minifalda debe recibir gustosa una frase con connotación sexual o que su compañera de trabajo y/o subordinada debe aceptar tranquilamente ser acariciada sin su consentimiento, asume también que la mujer está por naturaleza llamada a satisfacer su deseo sexual. Aquellos otros varones que pueden llegar a torturar a una mujer en el marco de una violación —como ocurrió en el caso Lucía Pérez, la adolescente que fue brutalmente asesinada en Argentina — asumen que la violencia es parte del sexo. Después de todo ¿no es ese el mensaje que destila la pornografía? En muchos casos, las mujeres que sufren dicha violencia comparten la idea de que ellas mismas han desencadenado la agresión que han sufrido; o que no se han comportado sexualmente como naturalmente debían hacerlo (¿no debieran disfrutar de un coito violento? ¿No es este el tipo de romanticismo que muestran libros como Las sombras de Grey?). En otros tantos, y a pesar de saberse violentadas, las mujeres se sienten también avergonzadas y no denuncian.
Como decía antes, el sistema jurídico ha proporcionado recientemente instrumentos para luchar contra la violencia de género pero también ha hecho (y hace) lo propio en la mantención del sistema sexo-género. Si bien actualmente se encuentran formalmente derogadas normas tales como aquellas que establecían que el marido era cuidador o representante de su mujer, o las que disminuían o excluían de antemano la aplicación de una sanción penal en caso de que el marido matara a su cónyuge si la sorprendía en relaciones adúlteras, sigue vigente, en cambio, la regla que declara al marido administrador de la sociedad conyugal. Como sea, el derecho puede reforzar al sistema sexo-género sin necesidad de contener declaraciones normativas explícitamente machistas.
En efecto, buena parte de este reforzamiento se produce a través del déficit de regulación de la violencia. Así por ejemplo, en el caso chileno el acoso sexual sólo está regulado en el marco de las relaciones laborales lo que favorece su ocurrencia en contextos universitarios (no sólo respecto de relaciones jerarquizadas, esto es, entre profesores y alumnas sino, especialmente, entre pares) y también en espacios públicos como calles, plazas, medios de transporte. Por otra parte, las hipótesis de VIF que regula la ley chilena no cubren todo el espectro de violencia que pueden sufrir las mujeres en el marco de relaciones afectivas o íntimas. De hecho, para hacer una denuncia por VIF no basta con que exista un vínculo emocional entre agresor y víctima sino que se requiere, además, que la ley califique tal vínculo como familiar. Esto ocurre sólo respecto del matrimonio, el AUC o la convivencia. En consecuencia, la violencia en el pololeo ha quedado fuera del ámbito de regulación de la ley Nº 20.066. Esto significa que sus víctimas sólo pueden instar por la tutela penal y siempre y cuando la violencia sufrida implique la comisión de otros ilícitos de carácter general (por ejemplo, lesiones, amenazas etc.).
Otro ejemplo de estrechez normativa se refiere a la regulación del llamado femicidio. Este delito, contemplado en el art. 390 del Código Penal, no es otra cosa que un parricidio con víctima mujer. Sin minimizar la importancia de la inclusión de esta figura en nuestro ordenamiento, lo cierto es que tal regulación es reduccionista porque sólo considera el supuesto de femicidio íntimo, es decir, el asesinato de una mujer cometido por un varón con quien la víctima tiene actualmente o tuvo una relación íntima, matrimonial o de convivencia. Asesinatos sistemáticos de mujeres, como las tristemente célebres muertes de Ciudad Juárez o las desapariciones en Alto Hospicio, para referirnos a una experiencia nacional, no son susceptibles, en cambio, de subsumirse en el art. 390 del Código Penal. Estas últimas hipótesis corresponden a lo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos denominó en el caso Campo Algodonero vs México (el caso de Ciudad Juárez) un feminicidio, es decir, un crimen de una mujer realizado por el hecho de ser mujer y sin que exista necesariamente un vínculo afectivo con el autor. Esta última situación en nuestro país solo podría configurar un homicidio cuya pena, eventualmente, podría aumentarse a través de la agravante que incorporó, recientemente, la ley Nº 20.609, más conocida como ley Zamudio. En cualquier caso, estos hechos no constituirían una figura autónoma.
Es evidente, entonces, que nos queda mucho camino por recorrer para erradicar la violencia de género y que, desde el punto de vista jurídico, se encuentra todavía pendiente una larga agenda de modificaciones legales que, pese a la conmoción pública causada por varios casos que han ocupado los titulares de diarios, ha encontrado muy poco eco en el debate público nacional.